lunes, 21 de diciembre de 2020

Una historia navideña (Christmas story)


Eleazar Scorza era un tipo solitario, huraño y poco amigo de hacer visitas. Vivía en un viejo piso mal ventilado y pasaba en bata los días enteros viendo la tele y discutiendo con todo el que salía por la pequeña pantalla. Para él no había más ventana al mundo que aquella. Cuando llegaba la hora de comer, armado con una cuchara, se sentaba en el suelo y abría la puerta del frigo, destapaba la cazuela con el guiso preparado para unos cuantos días y allí mismo metía diez o doce veces el cubierto y se comía, sin calentar ni servir en un plato, lo que consideraba oportuno. Luego, vuelta a cerrar la cazuela, hasta la noche, momento en que repetía la operación. Así cada día. 

—¿Día de la madre? ¡Bah, bobadas! Ya no saben qué inventar para sacarnos el dinero. 

Tacaño, miserable con los demás y hasta consigo mismo. Misántropo recalcitrante. Odiaba a la especie humana: 

—A esas que se manifiestan las colgaba a todas. Mano dura es lo que hay que tener con esas marimachos. Ya les daba yo derechos: una fregona y una sartén. 

Trabajaba desde casa. Ocupaba un cargo importante en una empresa de mondadientes. Por culpa de la crisis del coronavirus, ante la falta de demanda de su producto estrella por estar buena parte de los barres cerrados, decidió cortar por lo sano y condenar al paro a su empleado más veterano en la empresa. 

El abogado del operario despedido le llamó por teléfono aquella misma tarde: 

—Debe usted recapacitar sobre su decisión de desprenderse de Roberto Cuéllar, su empleado. Despedirle ahora que viene la Navidad... Es el único que aporta ingresos en su casa. Su mujer está en paro, deben la hipoteca del piso y además tienen un hijo discapacitado a su cargo. 

—Eso no es algo que a usted le incumba ni que a mí me preocupe. No me venga con sensiblerías y métase en sus asuntos. —No sé cómo puede usted tener la conciencia tranquila y dormir por las noches.

—¡Bah! ¡Tonterías! Déjeme en paz. 

Y colgó enfadado. 
Luego apagó la tele y se fue a dormir. 
Aquella noche fue de pesadilla. Soñó que tres personajes estrafalarios le visitaban uno tras otro, le despertaban y le sacaban de su cama. 
Primero vino un predicador religioso, de esos que van por las casas intentando convencer al personal, que hablaba sin parar y le llevó volando en pijama por los tejados de la ciudad, haciéndole revivir el pasado, viajando a su infancia, cuando era un inocente niño que todavía sonreía y tenía la ilusión de vivir. Y visitaron la escuela de su antiguo barrio y aquella casa que recordaba bien, la de sus padres cuando ellos todavía eran jóvenes. 

—Eleazar: ellos murieron con la pena de ver que su único hijo se había convertido en un ser triste y huraño. Aún estás a tiempo. Debes prepararte convenientemente y ponerte en paz con Dios y los hombres si es que quieres entrar en el reino de los cielos. 

—Llévame a casa, por favor. No quiero recordar esto. 

Llegó a casa y se acostó. Enseguida volvió a soñar. Ahora con un orondo vendedor de enciclopedias, trajeado y armado con una tablet y con una sonrisa permanente dibujada en la boca, que se sentó con él en la cama y le mostró una selección de artículos a todo color de su enciclopedia, una maravilla, imprescindible para estar informado y que permitía conocer el mundo sin necesidad de viajar. El vendedor quiso aprovechar el momento intentando venderle los cuarenta volúmenes que integraban la obra a pagar en cómodos plazos. 

—Es muy útil y necesaria en el mundo que vivimos. 

—Métasela por el culo. 

El vendedor desapareció por la puerta y en ese momento llegó un empleado de la funeraria, que le mostró el catálogo de ataúdes con las últimas novedades y con el posible epitafio que iría escrito en su lápida de granito: 

 Aquí yace Eleazar Scorza, tan tacaño en vida que nadie fue a su entierro. 

Se despertó de madrugada, tremendamente agitado y bañado en sudor. 
¡Uf! Todo había sido una maldita pesadilla. 
Sin embargo, comprobó que sobre su mesilla de noche alguien había dejado tres tarjetas de visita, un catálogo de artículos funerarios y la revista Atalaya. 
Aquello era una señal de que la cosa iba en serio y debía cambiar. Era su última oportunidad. La aprovecharía. Esa misma mañana decidió que en la librería del salón quedaría bien una enciclopedia; luego, arrepentido de su actitud en los últimos tiempos, llamó al abogado para readmitir a su empleado despedido y proponerle un nuevo trabajo que no rechazaría. Se trataba de reconvertir parte del negocio: aprovechar la madera que no se emplearía en hacer mondadientes para fabricar ataúdes que, dado que la pandemia tendría nueva oleadas, siempre resultaría un negocio rentable. 

Y todos contentos. 

(Y que Dickens me perdone) 
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 Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 14 de diciembre de 2020

Cuidarse

 


—José Luis está muy bien últimamente. Se ve que se cuida. 
 
Una frase muy frecuente en estos tiempos que vivimos, donde se valora sobre todo el aspecto exterior, la apariencia, el envoltorio. Lo interesante de una persona reside básicamente en su aspecto físico. 

He de reconocer que yo también me cuido. 
No me avergüenza decirlo. Sé que es algo sacrificado porque he de renunciar a otras cosas placenteras, como la comodidad del sofá y pasarte horas allí viendo la tele, adormilado y poniendo cara de bobalicón. Pero hay que ser disciplinado. La salud es lo primero. Hay que mentalizarse e intentar alcanzar el objetivo cada día. Resulta muy satisfactorio proponérselo. Y si uno no llega, hay que seguir insistiendo. Es cuestión de tenacidad, de constancia. Disciplina es la palabra. La rutina en esto es muy importante. Debe ser algo diario, constante. Mentalizarse y dedicar a ello al menos una hora. Luego llega la recompensa cuando recogemos los resultados. Y ello hace que uno se encuentre cada día mejor. La autoestima sube y es más llevadera la existencia. 

Me cuido. Es cierto. 

Para estar en forma debo leer todos los días y sentarme a escribir algo. Oír música. Interactuar y comentar con los amigos del blog o del Facebook. Darme una vuelta por Madrid siempre que la situación lo permita, visitar algún museo o alguna librería. También caminar a diario seis o siete kilómetros a buen paso. 

Porque hay que cuidarse el cuerpo, pero no hay que descuidar la mente que es la que gobierna el resto. Digo yo que los tíos cachas de gimnasio podrían dedicar también unos minutos a cultivar su mente, oír algo que no sea reguetón o los berridos del compañero de musculación, y leer un poco, que es muy saludable y no todo va ser hincharse el cuerpo como gorrinos. Y luego poder decir: Fulano se cuida. Va al gimnasio cada día y además lee cada semana un libro.

lunes, 7 de diciembre de 2020

La doble moral en la era victoriana


Para los ingleses existe una etapa crucial en su historia: el largo período como monarca de la reina Victoria, la era victoriana. En esta etapa, Inglaterra alcanzó su más alta cima en desarrollo y en la consolidación de su imperio. Victoria pasará a la historia como la segunda reina más longeva, de 1837 a 1901. El récord lo alcanzó después su tataranieta Isabel, acualmente en el trono desde el 16 de febrero de 1952. 
Con la reina Victoria se inició un periodo de enorme prosperidad que convertiría al país en una gran potencia europea. Inglaterra contaba con estupendas bases para lograr su protagonismo económico: 
- Abundantes yacimientos de carbón al pie de las montañas que atrajeron la instalación de nuevas industrias, siderurgia principalmente. 
- Nuevos medios de transporte como el ferrocarril. 
- Una flota mercante, la más importante del mundo, con puntos comerciales repartidos por todos los continentes del planeta. 
Cuando la reina llegó al trono, Inglaterra todavía tenía un marcado carácter rural; cuando falleció, ya era un país altamente industrializado, moderno y conectado con importantes líneas ferroviarias, contando además con redes de alcantarillado  y alumbrado público a gas, posteriormente alumbrado eléctrico, etc. La era del carbón ya estaba pasando, con esas nieblas fruto de la condensación de la humedad ambiental y de las partículas en suspensión. Tan típicas en las películas de asesinatos ambientadas cerca del Támesis… 
 
COLOCACIÓN DE LOS BOTONES 

De esta época de desarrollo y “espléndido aislamiento”, propiciada por políticos como Disraeli y Salisbury, parece ser que data la ubicación definitiva de los botones en las prendas de vestir masculinas y femeninas. Las damas pertenecientes a la burguesía no solían vestirse ellas solas, sino que lo hacían sus sirvientes. Por esta razón, los botones de las damas se situaban en el lado izquierdo para que fuera más fácil abrocharlos por las personas que tenían ese cometido. Aunque los hombres también contaban con sirvientes, no precisaban ayuda alguna para vestirse, por lo que sus botones seguían permaneciendo en el lado derecho. 

LA DOBLE MORAL 

La era victoriana se caracterizó por un puritanismo oficial, al menos aparente. La represión sexual era un hecho evidente. La rigidez moral llevaba al extremo de alargar las faldas de las damas hasta el suelo para que no se les pudiera ver el tobillo. De muchos es sabido que la reina mandó alargar los manteles que cubrían las mesas de palacio para ocultar por completo las patas de esas mesas y alejar así de la mente de los hombres los malos pensamientos, porque podrían relacionarlas con las piernas de las mujeres. 

Con el apoyo de la iglesia se condenó toda actividad sexual, incluso dentro del matrimonio, que no tuviera como objetivo la procreación. Una moralidad oficial profundamente conservadora y puritana se instaló en el país de la mano de una burguesía cuya máxima aspiración era la estabilidad moral, el orden y la disciplina, por lo que toda emoción, aventura o sentimentalismo eran objeto de rechazo. La cultura burguesa despreciaba las emociones y los sentimientos. Lo importante ahora era la conducta recta, la sobriedad, la contención, el buen gusto, las buenas maneras, las apariencias…
 
Pero frente a este mundo estricto de normas y contención se desarrollaba paralelamente otro donde la prostitución, el adulterio, las actividades sadomasoquistas, la drogadicción, los negocios poco legales y hasta los asesinatos más brutales campaban a sus anchas. La noche era la encargada de amparar vicios privados de gente acomodada. Espectáculos eróticos, prostitución, salas de juego, relaciones con menores de edad…
 
La llegada masiva de población a Londres hizo crecer espectacularmente los barrios obreros, y en ellos empezó a proliferar la prostitución. Se calcula que, en el siglo XIX, Londres llegó a tener hasta 2000 prostitutas. La miseria y la falta de trabajo arrojaron a muchas mujeres a ejercer esta actividad a cambio de unas pocas monedas. Los barrios de Whitechapel, Clerkenwell y Saffron Hill eran famosos en este sentido. Y como no podía ser de otra manera, eran muy corrientes las enfermedades venéreas. Y también las peleas y hasta los asesinatos.


La figura de Jack el Destripador aparece precisamente en este ambiente nocturno de degradación moral. Muchas prostitutas fueron asesinadas de una manera atroz, tal vez para que no se fueran de la lengua y revelaran la identidad de algunos de sus clientes. Los métodos utilizados por el asesino conmocionaron a la sociedad londinense. Su refinamiento y precisión en las amputaciones y en la extracción de órganos hicieron pensar en la labor de un cirujano más que de un matarife. Hay quien piensa que asesinaba por encargo y que su modo de trabajo tan refinadamente cruel tenía como objetivo aterrorizar a las mujeres que hacían la calle para que abandonaran ese oficio y mantener así limpia la noche londinense. Algunos llegan a involucrar a la propia reina. El asesino no obstante nunca fue encontrado. 

Texto revisado y remodelado, publicado originariamente en este blog el 18 de noviembre de 2012

jueves, 26 de noviembre de 2020

Nuevos títulos


Horacio Pereira, el inventor de títulos para novelas (*), murió sin herederos. De eso no hay ninguna duda. Lo sabe hasta el Tato. Lo que ya no sabe todo el mundo es que, perdidos en una carpeta de su desván, dejó una buena colección de ellos. De herederos no, de nuevos títulos.

Tampoco es cosa conocida que Nicomedes Piernavieja, un editor de medio pelo, más aficionado a empinar el codo que a buscar nuevos talentos, había comprado la vieja casa de Horacio y tras apoderarse de su nutrida biblioteca y de beberse los restos de todas las botellas que encontró en el mueble bar y bajo el fregadero, también se apropió del negocio del antiguo propietario cuando, hojeando unas cuantas revistas viejas llenas de polvo, la mayoría de ellas de señoras en bolas, halló por casualidad la susodicha carpeta.

Allí, maravillado por su reciente hallazgo, junto a los ya conocidos títulos que se detallaron en su día, como La honradez de Marisa la pitonisa o El balcón de los geranios de Katmandú, se topó con otros más recientes:

Todos los sitios que visité (Memorias de un urólogo),

Cartas crueles: cuando la lascivia es arte (**),

El diácono sobón y sus acólitos impávidos,

La candidez de Beni Toboba Licón,

Bill Gates tiene un chip para ti,

El confesor caradura y las beatas maduras.

También halló el inicio de lo que podía ser una buena novela erótica. Todo el mundo sabe que lo más difícil es el arranque. Solo había que seguir tirando del hilo tras su comienzo esplendoroso:

Elena estaba harta de no comerse un colín y decidió cambiar de aspecto radicalmente.

En la clínica aquella le metieron en los morros medio kilo de silicona y se le puso boca de lechona lactante.

Luego le quitaron las bolsas de debajo de los ojos, parte de la papada y unas verrugas del dorso de la mano. Se lo metieron todo en un táper para que se lo llevara a casa.

Enseguida encontró novio. Se llamaba Cipriano.

Aquella tarde en el cine los labios de Elena se le ofrecían a Cipriano como una fruta madura. Cuando este la besó notó, además del olor a ajo, una potente erección no buscada y cómo todo el vello de su piel se erizaba en consonancia con su miembro enhiesto.

La epidermis de ella era suave como la de un melocotón y olía a esa mezcla de sudor rancio y deseo que emanan las mujeres enamoradas cuando son jóvenes y se lavan poco.

__________

(Continuará, tal vez)

(*) Véase el enlace a La Charca Literaria: https://lacharcaliteraria.com/horacio-pereira-vendedor-de-titulos/

(**) Véase el enlace a La Charca Literaria: https://lacharcaliteraria.com/cartas-crueles/ Este título se lo robó Horacio a Perico Baranda tras una noche que estuvieron los dos de farra por Barcelona.




lunes, 16 de noviembre de 2020

Guillermo Brown


A estos libros les debo parte de mi afición lectora


Guillermo Brown. El incomprendido, el proscrito, el rebelde... ¿Podría añadir algo más al estupendo artículo que en su día hizo Javier Marías sobre este personaje cuyas peripecias pude disfrutar durante mi infancia y juventud? 

"Guillermo Brown, ¿quién de mi generación no leyó de pequeño las aventuras de este chaval? Guillermo era un especialista nato en meterse en todo tipo de líos, un "chafacharcos", vaya. Él y sus amigos, Enrique, Douglas y Pelirrojo, "conocidos bajo el nombre de los Proscritos", como dice la propia escritora en uno de sus relatos. Recuerdo que, poseído por un entusiasmo incontrolado, leía sus libros, los de la Crompton que yo creía del Crompton, en lugares inverosímiles. En una ocasión, llegué a hacerlo en un teatro, mientras los actores se movían por el escenario, representando alguna ficción a la que relegué al olvido sin pudor ni vergüenza. Lo mío era Guillermo y su pandilla. Eso y su enemistad con Humberto Lane, su eterno rival, y sus amigos. 
(...) 

Guillermo y sus amigos vivían en un pueblo de la campiña inglesa, en un ambiente burgués rural, de "buenas familias", de amas de casa metidas a benefactoras de la Humanidad, de reverendos anglicanos y de meriendas vespertinas, ajenos al mundo adulto que les rodeaba pero, inevitablemente, inmersos en él. De ahí sus trastadas, auténticos ataques, a veces furibundos, contra ese universo. El mismo nombre, Los Proscritos, que ostentaba la banda de Guillermo Brown, constituye toda una declaración de principios, de intenciones. Proscrito es sinónimo de desterrado, desterrados en un mundo de mayores, de costumbres rígidas y convencionales, a las que ellos, ley de vida, tratarán de oponerse a su manera. Unas veces de modo voluntario y consciente, otras de modo involuntario e inconsciente. Las diferencias generacionales son, pues, sus enemigos eternos y la principal fuente de desencuentros, equívocos y momentos jocosos de la mayoría de los relatos. Sin olvidar tampoco los enfrentamientos con los niños pijos, encarnados por Humbertito Lane y compañía. Pero hay muchos mas detalles, muchos más matices, en estas historias. Por ejemplo, ¿quién de sus lectores de entonces no hizo nunca la prueba de preparar aquel brebaje exquisito llamado agua de regaliz? Y ya en pleno interrogatorio, ¿quién no deseó alguna vez ser el dueño de un perro como Jumble? El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. 
(...) 

Según Fernando Savater, escritor y filósofo, quizá el éxito de las aventuras del proscrito en la España de la posguerra, fuera debido a que la represión franquista llevase a la juventud de aquellos momentos a identificarse con la postura díscola, rebelde y anarquista del niño inglés."

Pues eso: poco más que añadir. 
Somos muchos los que le debemos parte de nuestra afición lectora actual.

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http://www.javiermarias.es/2007/03/richmal-crompton-una-escritora-no-un.html

martes, 3 de noviembre de 2020

A modo de despedida


Los que lo conocieron personalmente aseguran que Eusebio Castedo era un hombre serio, taciturno, poco dado a relacionarse con los demás. Decían de él  que le gustaba la soledad y que era, por naturaleza o tal vez por vocación, de marcado carácter pesimista, antipático y tendente a la depresión.
            
Para los que tuvimos la suerte de contarle entre nuestros amigos virtuales, aficionados a las redes sociales, teníamos una imagen de él diametralmente opuesta: era divertido, ocurrente, siempre dispuesto a la broma, a los equívocos, a los juegos de palabras. Nos saludaba cada mañana desde su página de facebook con alguna imagen divertida, con algún pensamiento atrevido, con algún comentario jocoso. Siempre sacaba punta a cualquier cosa. En definitiva, nos solía alegrar el día.
            
Por eso, nos quedamos de piedra cuando recibimos aquel mensaje colectivo todos los que estábamos en su lista de contactos:

Eusebio Castedo ha fallecido a la edad de 67 años.
El entierro tendrá lugar, mañana día 3 de noviembre,
a las 11 de la mañana, en el cementerio de San Isidro de Madrid.
Hasta ese momento, el difunto permanecerá
en el tanatorio de Marqués de Vadillo.

Se conoce que algún familiar, que conocía las aficiones de Eusebio, se tomó la molestia de coger su móvil y comunicarnos el triste suceso.       
De no ser porque muchos estuvimos en el sepelio, acompañando a sus familiares, podríamos pensar que era otra broma de las suyas; pero no. Yo mismo tuve la oportunidad de verle en su ataúd, de cuerpo presente, a través de un cristal, todo rodeado de coronas, enviadas de aquí y de allá.  Eusebio Castedo había abandonado realmente este mundo para siempre.
Estuve en el tanatorio y en el cementerio al día siguiente. De no haber estado en ambos sitios, podría albergar alguna sospecha sobre su muerte, pero estuve allí. Insisto. Pude ver su rostro lívido tras la mampara, dentro de la caja, el ataúd, las flores, sus familiares compungidos… Y luego cómo lo depositaban en aquel hoyo, la losa encima, etc.
Por eso, un escalofrío recorrió mi espina dorsal, mientras sentía que todo el vello disponible del cuerpo se me erizaba cuando, al regresar a casa tras el entierro, y visitar aquella noche mi página de facebook, pude comprobar cómo entre los que le habían dado al “me gusta” de algo que hacía unas pocas horas había publicado,  figuraba el fallecido.  No puede ser, pensé. Debe ser una equivocación. Tal vez otro con el mismo nombre. Algún bromista. Nervioso como un flan pinché en su nombre que servía de enlace y me catapultó a su página, a su biografía, con su foto… Era él.

Eusebio Castedo falleció oficialmente a las tres de la madrugada del día 1 de noviembre de 2020, fue enterrado el 3 por la mañana y le dio al “me gusta” después de las cuatro de la tarde de ese día. ¿Cómo era posible? ¿Qué estaba pasando?
Mientras estupefacto asistía a tamaño prodigio, en la radio una canción de  Peret  decía:


Y no estaba muerto, no, no; y no estaba muerto, no, no.
Y no estaba muerto, no, no. Estaba tomando cañas, leré leré.
No estaba muerto, estaba de parranda.
No estaba muerto, estaba de parranda.

A partir de ese día el difunto no volvió a tener actividad en las redes; aunque el “me gusta” seguía ahí, inamovible.
Y es que algunos tienen una extraña manera de despedirse.

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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

viernes, 23 de octubre de 2020

Formación del Espíritu Nacional



Resulta que me envía un email Azahara Sánchez, redactora de La Sexta, para decirme que quiere hablar conmigo por una entrada que publiqué en mi blog hace ya unos cuantos años que versaba sobre aquella asignatura que dimos en el bachillerato antiguo: la Formación del Espíritu Nacional. Buscaba información sobre ello para una edición de La Sexta Columna con motivo del aniversario de la entrevista de Hitler y Franco en Hendaya que, presumiblemente, se emitiría hoy a las 21:30. Mantuvimos una conversación telefónica. Y quedamos en volver a conversar sobre ello si en la redacción estimaban conveniente incluir algún testimonio, dependiendo de la estructura final que que se quisiera dar, número de intervenciones, etc.

Bueno, pues... no he vuelto a tener noticias del asunto. Parece ser que el programa sí se emitirá esta noche. Lo que no sé es si se hablará de este tema. Estaremos pendientes.

En todo caso, he aprovechado esta circunstancia para revisar y remodelar aquella vieja entrada que hoy retomo aquí y que fue básicamente la información que en su día facilité a la redactora..
 
FEN 

En el Bachillerato antiguo —cursado entre los diez y los dieciséis años, más o menos había una asignatura obligada que se llamaba  Formación del Espíritu Nacional, a la que los chicos de entonces la llamábamos "Política", algo que no hacía mucha gracia a los profesores de esa materia, próximos a la Falange y al Movimiento Nacional, porque la palabra política o partido político les repugnaba ya que, según ellos, todos los males de España habían venido por la proliferación de partidos y formaciones de diferente signo. 

La Formación del Espíritu Nacional consistía en el adoctrinamiento de los estudiantes varones en los principios del franquismo. Era un intento de moldear conciencias y actitudes que iba paralelo al otro adoctrinamiento que se producía en el plano religioso con el catecismo. De esta forma quedaban bien diseñados los dos pilares, el político y el religioso, sobre los que se asentaba el nacionalcatolicismo. 
Hay que tener en cuenta que quienes impartían la asignatura eran instructores falangistas o próximos a este pensamiento, con unas metas predeterminadas bien claras, por lo que hablar de método pedagógico en sentido estricto era casi un disparate.  
La metodología de la asignatura estaba ceñida a un solo objetivo, que no era otro que inculcar machaconamente los fundamentos ideológicos del franquismo: nacionalismo identitario, la raza, las virtudes patrióticas, militarismo, tradicionalismo, antiliberalismo, exaltación del líder, etc., etc. (Algo muy en consonancia con el pensamiento nazi alemán y fascista italiano; es decir, con los socios naturales de Franco.) 



CONTENIDOS 

Las clases contaban con un manual de apoyo. El mío siempre fue de la editorial Doncel. Había lecturas, alguna poesía de Antonio Machado (curioso por su exilio), algún fragmento de El Quijote, leyendas heroicas como la de Guillermo Tell, algún episodio patriótico de nuestra historia pasada. El instructor solía partir de alguna de estas lecturas motivadoras para dar luego rienda suelta al adoctrinamiento menos disimulado. Se hablaba fundamentalmente de Viriato, de El Cid Campeador, de Los Reyes Católicos, del descubrimiento de América,  de la Guerra Civil a la que se la denominaba como una cruzada, todo ello mezclado con temas de "teoría política" en los que se trataba, por ejemplo, de las formas de gobierno y que, según la asignatura, se reducían a tres: monarquía, regencia y dictadura. Y nada más. No existían otras. Recuerdo que cuando se hablaba de la dictadura se decía que "era la forma idónea de gobierno". Se exaltaban los valores viriles, los actos heroicos, los de aquellos que dieron su vida por España (la de un bando) y los que fueron torturados y asesinados por el "terror rojo". Entre los héroes nacionales, además de los clásicos Viriato, don Pelayo o Hernán Cortés, estaban los generales Moscardó y Mola, el político derechista asesinado, José Calvo Sotelo, los falangistas José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) y, por supuesto, el más importante de todos, el "redentor" de la patria, el Generalísimo Francisco Franco. El hombre que, como Moisés guiando a su pueblo hacia la tierra prometida, había conseguido reconducir el camino de España por la senda del catolicismo, y recuperar nuestra grandeza imperial. 

Se aprendían también elementos institucionales sobre los que se asentaba el régimen, como por ejemplo la "democracia orgánica", un invento del sistema sin partidos políticos y sin libertades, con la "participación ciudadana" a través de familias, municipios y sindicatos verticales, donde el cabeza de familia votaba a unos señores candidatos a encabezar esos organismos, unos señores nombrados a dedo y que ya figuraban previamente en unas listas elaboradas por el régimen, quien considerada esto como la verdadera democracia ya que los partidos políticos eran tachados de nocivos para los supremos intereses de España. 

Muchos de los manuales de FEN fueron escritos por destacados hombres de letras de la época. Ello contribuyó a dar a su contenido un nivel intelectual y unas dosis de erudición que difícilmente se encontraba en otras materias. Y es que si había una asignatura realmente importante esa era la de FEN, porque se entendía que lo que se jugaba era la misma supervivencia del orden que acababan de implantar. Así encontramos a colaboradores como Manuel Fraga Iribarne, Torcuato Fernández Miranda, Jaime Capmany, Julián Marías, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, José María Sánchez Silva... La asignatura era considerada por los chicos como una de "las tres marías", junto a la Religión y a la Gimnasia. De forma paralela, al darse la segregación por sexos, las chicas se instruían en labores de cocina y costura para ser buenas amas de casa cuando se casaran. La asignatura para ellas recibía el nombre de "Hogar" y era impartida por profesoras de la Sección Femenina de Falange Española.

A finales de los 60, con el desarrollismo y la incorporación a cargos ministeriales de miembros del Opus Dei, Franco relegó a los falangistas a un segundo plano. La FEN entró en una línea descendente. Con la Ley General de Educación de 1970, la de Villar Palasí, que implantó la EGB y el BUP, esta "maría" desapareció de los planes de estudio. O sea que los alumnos que nacieron en los años 60 no tuvieron que aguantar este adoctrinamiento.

martes, 13 de octubre de 2020

Cuando España era rural


 

A principios del siglo pasado, un 70% aproximadamente de la población española vivía en pueblos; mientras que sólo un 30% de los españoles vivía en ciudades. Esta proporción, aunque fue variando con el paso de las primeras décadas, se mantuvo siempre a favor de las áreas rurales.

Y la España que salió de la guerra era una España rural.

Un gran porcentaje de la población, más de la mitad, vivía todavía en pueblos y aldeas, dedicándose a la agricultura o al cuidado del ganado.

Aún no se había producido el éxodo masivo del campo a la ciudad que tuvo lugar después.

No es de extrañar por ello que muchas letras de canciones se llenaran de caballos, caminos polvorientos, campos llenos de flores, carros y carretas.

Canciones campesinas para una España rural o para aquellos que, viviendo ya en ciudades, añoraban la vida sencilla del campo.

Veamos algunos ejemplos:

Mi jaca galopa y corta el viento
cuando pasa por el puerto
caminito de Jerez.

(Mi jaca)


Mi carro me lo robaron,
Estando de romería.
Mi carro me lo robaron,
Anoche cuando dormía.
¿Dónde estará mi carro?
¿Dónde estará mi carro?

(Mi carro)


Un cencerro le he comprado.
A mi vaca le ha gustado.
Se pasea por el campo,
Mata moscas con el rabo.
Tolón, tolón.
Tolón, tolón.

(Mi vaca lechera)


Corre, corre, caballito.
Trota por la carretera
No detengas tu carrera,
Que lleguemos tempranito.

(Corre caballito)


La luna se está peinando 
en los espejos del río.
Y un toro la está mirando 
entre la zarza escondío.

(La luna y el toro)


Doce cascabeles lleva mi caballo / por la carretera
y un par de claveles al pelo prendío / lleva mi romera.

(Doce cascabeles)


En el Coto Doñana han matao, mataron mi perro.
A una cierva entre la verde jara él iba siguiendo.
Por los contornos de Andalucía
No había otro perro como mi perro,
Ay, qué bonito cuando saltaba
Tras de las liebres por el romero.

(Ay, mi perro)


Dejaste el caballo y lumbre te di
y fueron dos verdes luceros de mayo
tus ojos pa mí.

(Ojos verdes)


Con un clavel granate temblando en la boca,
con una varita de mimbre en la mano,
por una verea que llega hasta el rio
iba Antonio Vargas Heredia el Gitano.

(Antonio Vargas Heredia)


Cuando por los campos de verdes chumberas
suenan las campanas de la madrugá
y salta a los montes la luna lunera
y a mi vera, vera te siento llegar.

(Pena mora)


Luego, a partir de los años sesenta, España se fue industrializando y las ciudades crecieron imparablemente. Iban llegando a raudales emigrantes de otros lugares del país. España cada vez era menos rural y más urbana. Se estaba transformando definitivamente: el sector primario se iba reduciendo en beneficio del secundario y del sector servicios. La llegada de capital extranjero con el fin del aislacionismo económico y cultural del régimen de Franco vino acompañado de profundas modificaciones en los gustos musicales. La canción popular basada en la copla fue desapareciendo o quedando arrinconada en reductos más tradicionales. Era el turno ahora de la canción juvenil, que empezó a irrumpir con fuerza de la mano de grupos de chicos de lengua inglesa que hacían furor entre la gente joven pues se sentían identificados con ellos: Los Beatles, Los Rolling, The Who, The Kinks. Y en España: Los Brincos, Los Bravos, Los Pekeniques...

Y la música popular se hizo urbana.

Y habitó entre nosotros.

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(Repesca y actualización de una entrada publicada en este blog el 20 de septiembre de 2010)

miércoles, 30 de septiembre de 2020

En el medio está la virtud



Tenía dos hermanos y él era el mediano.
Frente a los que siempre ven la botella medio llena, él siempre la veía medio vacía.
Su naturaleza humana era del género pesimista; aunque siempre negaba esa condición e insistía en que era tan solo un optimista bien informado.
¡Ah, la información! ¡Cuánto daño hacían a veces los bien llamados "medios" de comunicación! Porque eran medios: nunca contaban una verdad entera, tampoco mentían del todo, solo a medias.
Y él, para su familia y sus conocidos, era tan solo un hombre corriente, mediocre, ni bueno ni malo, ni grande ni pequeño, ni amigo ni enemigo.
Su madre llegó a decir de él cuando era un niño y hacía alguna trastada:
—Este hijo mío es medio tonto.
O también:
—Siempre andas estorbando. Anda, quítate de en medio.
Tenía la costumbre de ir al cine o al teatro e irse en el descanso.
Cuando entraba en algún bar siempre se dejaba la mitad de la consumición.
Si le invitaban a comer, pecaba de ser algo grosero, porque siempre se iba al servicio en mitad de la comida.
Si quedaba con los amigos siempre iban con los gastos a medias.
Solía mediar en las disputas entre los demás.
Si hacía el amor con alguna mujer, solucionaba lo suyo justo en la mitad del tiempo necesario y daba el acto por concluido.
Cuando hizo la mili, como no era ni alto ni bajo, sino más bien de estatura media, ocupaba un lugar intermedio en la formación y pasó bastante desapercibido.
Físicamente ni asustaba ni atraía. Podría definirse como semifeo o cuasiguapo. De pelo no andaba muy bien: era medio calvo.
En política no votaba ni a la derecha ni a la izquierda. Él decía que era moderado y de centro.

—Pero serás de centroderecha o de centroiquierda —le decía un amigo.
—No, no —insistía él —. Yo soy de centro.
Creo que era el único ciudadano de España que solo era de centro.
Cuando, harta de él, su mujer se divorció —seguramente por la afición de su marido a concluir en mitad de recorrido—, dividieron a medias el dinero que había en el banco. La casa no la pudieron partir, pero la vendieron y se repartieron el dinero a partes iguales.
Cuando le pilló aquel coche en medio de la calle y le llevaron al hospital, le entraron por la puerta central de urgencias, lo bajaron al quirófano para operarle y el ascensor se estropeó en medio del descenso. Cuando quisieron intervenirle, vieron que no había re-medio para lo suyo y falleció.
Dicen que se quedó a mitad de camino entre el cielo y el infierno.
Nadie lo reclamó.

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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 14 de septiembre de 2020

El agujero




Algún hijoputa ha inundado de agua la galería.
—Si llega hasta nuestras posiciones estamos perdidos.

Año 2026. Tras el estallido de la Tercera Guerra Mundial, muchos sobreviven como pueden, escondidos, semiocultos, en refugios excavados bajo tierra, para evitar las consecuencias nefastas de las bombas empleadas en el conflicto. Aunque la guerra por fin ha terminado, fuera solo reina la devastación, la que corresponde a un mundo desolado, lleno de escombros y miseria. Algunos osan deambular de aquí para allá porque no les queda otra opción. Hay que vivir a toda costa. Son muchos los que buscan su sustento entre la hierba semicalcinada y los cascotes de los edificios en ruinas; no faltan quienes hasta se atreven a cultivar algunas hortalizas en la tierra que en su día estuvo sembrada de césped. Los improvisados huertos urbanos, nunca mejor dicho, se realizan siempre en lugares poco visibles, para evitar los saqueos, y usan el agua que proporcionan algunas fuentes públicas que han sobrevivido milagrosamente a la catástrofe.
Y debajo, a varios metros bajo el pavimento de la calle, en ese dédalo de galerías oscuras, huele a tierra mojada, a humedad, a materia orgánica vegetal en descomposición. Pero se trata de un sitio seguro, siempre que alguien no lo descubra.
Y parece que ahora alguien dio con él.
El miedo y la desazón se extienden entre sus moradores.

—Hay que salir como sea. Podemos morir todos ahogados por la inundación.
—No sé si me da más miedo morir ahogado que exponerme otra vez a que me caiga un trozo de tejado en la cabeza o a las radiaciones. Ese aire de ahí fuera está viciado todavía.
—Habrá que arriesgarse de nuevo. De hecho ya lo hacemos de vez en cuando en busca de algo que llevarnos a la boca.
—Al final vas a tener razón. Se lo voy a comunicar al resto a ver qué opina de todo esto.
—Date prisa. No tenemos todo el día. Cada segundo que pase es decisivo. Deberíamos salir en tromba y ya mismo.
Y la decisión fue unánime: salir de forma ordenada pero rápida. No había que perder tiempo.
—Vamos, rápido. Ahora es el momento. Salgamos ya. Por aquí. Aquella galería no, que está toda anegada.

Así fue cómo abandonaron masivamente aquel agujero, ante el riesgo cierto de perecer ahogadas, por causa del agua a presión que el aprendiz de agricultor aquel metió con su manguera dentro del hormiguero.


viernes, 26 de junio de 2020

Pausa estival



Aunque no estamos confinados, algunos hemos quedado ligeramente "confitados". 
El calor tampoco ayuda.
Así que ha llegado el momento de hacer un alto en el camino, tomarse uno un respiro, cambiar de aires y dejar el blog aparcado hasta después del verano.
Nos vemos en septiembre.



lunes, 22 de junio de 2020

Los doce mandamientos


A Mel Brooks, in memoriam. 
Y a los Monty Python por inspirarme  los diálogos. 



—Oye, Séfora. Me voy un rato al monte, a ver si consigo algo de leña menuda para hacer la comida. Tú vete desplumando la gallina, que en un horita estoy aquí, a tiempo para encender el fuego. 

—Vale, Moisés; pero no te entretengas demasiado, que en tu familia sois muy despistados. Acuérdate de cuando tu madre, en un descuido, metió la canastilla donde dormías en las aguas del Nilo y te llevó la corriente. Y mira la que se lio después con el faraón. 

—Nada, tranqui. En un rato estoy de vuelta. 

 Y dicho esto, Moisés emprendió la ascensión del monte Sinaí en busca de ramitas secas con que encender la lumbre de aquella mañana. Iba ensimismado, hablando consigo mismo, contándose chistes de elamitas y cananeos, cuando acertó a ver una luz potentísima como de fuego que salía de entre unas zarzas: 

—No me digas que hasta aquí han subido los filisteos para hacer una barbacoa. ¿Serán capullos estos domingueros? ¡Capaces son de meter fuego al monte! 

Entonces una voz poderosa se dejó oír en el aire: 

—Escúchame, Moisés. No soy un dominguero. 

—¿Ah, no?¿Pues quién eres entonces? ¿Por qué te escondes? 

—Yo soy... ¡EL QUE SOY! 

—Sí, hombre. Para acertijos estoy yo. O sales de entre las zarzas o te endiño una pedrada. 

—Mira que eres bruto, hombre de poca fe. Soy yo, tu señor. ¡Arrodíllate! ¡Quiero que seas testigo de la revelación que voy a hacerte! 

 —Arrodillarme no, que padezco de artrosis; pero tengo buen oído. Te escucho de pie. 

—Voy a entregarte las normas religiosas por las que a partir de hoy os debéis regir los humanos allá abajo. Y te las voy a dar escritas en piedra. Y no se hable más. ¡Hágase mi voluntad! ¡Tacháááán! 

Y entonces un rayo, que salió no sé de dónde, trazó con fuego celestial su tosca caligrafía sobre un par de planchas de granito que, a la sazón, andaban apoyadas cuidadosamente sobre la pared de la montaña. 

—Estas son, Moisés, las tablas de la ley y te hago custodio de ellas. Ahora cógelas y vete. Encárgate de leérselas a tu gente. Y que la paz sea contigo y con tu familia. 

—A ver, a ver... Un momento de calma. Vayamos poco a poco. Primero habrá que ver qué pone. 

—Pues qué va a poner: los Doce Mandamientos. 

—¿Por qué doce precisamente? 

—Porque es un número molón, redondo: doce meses del año, doce constelaciones, doce apóstoles... 

—¿Y esos quiénes son? 

—¿Los apóstoles? Ay, perdona. No me había dado cuenta de que hablaba con un simple mortal. Eso es para más adelante. Ahora no toca. 

—A ver —dijo Moisés tomando una de las tablas—. Aquí dice... "No te inclinarás ante ninguna imagen, ni la honrarás; porque yo soy Yahveh, tu Dios."   O sea que no tendremos en nuestros templos imágenes ni estatuas de ningún dios, ni ninguna figura ya sea humana o divina. ¿Me equivoco? 

—Esto es para que esos becerros de ahí abajo dejen de adorar a otros becerros y solo se fijen en mí, que soy el original y no la copia. Aunque bueno, podríamos suprimirlo. No sea que entremos en el templo y solo estén las paredes y las velas. Un poco de decoración tampoco vendría mal. Venga, dejémoslo todo en once. 

—Claro, hombre, tampoco conviene pasarse... Once está mejor. ¿Y esto otro? : "No dirás falso testimonio contra tu prójimo." 

—Muy importante. La mentira es uno de los peores pecados ante los ojos de Dios. O sea, de mí. 

—Ah, vale. Que no debemos mentir, ni engañar, ni exagerar... Tampoco los sacerdotes, ¿no? No sé yo si al final te harán demasiado caso, porque los hay que mienten como bellacos; pero reconozco que la mentira es mala cosa y habrá que intentar eliminarla. Pero esto de... "Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo a Yahveh tu Dios; ninguna obra harás."   O sea que el día que te dediquemos nadie hará nada, ningún oficio, tampoco médicos ni mercaderes... Todo cerrado. Todos en casa. Mi mujer no barrerá el suelo, ni cocinará para mí, ni tendremos trato carnal, ni ... 

—Bueno, bueno... No te pases. Tampoco hay que exagerar. Quizá me emocioné un poco. No había caído yo en esas minucias. Lo podemos dejar en un "Santificarás las fiestas" y que cada uno se apañe como quiera. 

—Me parece mejor así. ¿Y esto de aquí?: "Respetarás en igualdad al hombre y a la mujer, pues ambos son criaturas de Dios."   ¿Tú sabes la que podemos liar ahí abajo, con esos zopencos acostumbrados a golpear a sus mujeres si no obedecen y hasta lapidarlas si les son infieles ? 

—Pues no me había fijado en ello, oye. Bien mirado tienes razón. Mejor no tocar ese tema en profundidad. Ese también lo suprimimos como mandamiento. ¡Y basta, ya no hay más rebajas! ¡Diez mandamientos como diez soles! 

—Creo que así está mejor, Yahvé. Diez siempre quedan mejor que doce. Dónde va a parar. Cuanto menos bulto, más claridad. ¿Mandas alguna cosa más? Séfora me espera para guisar la gallina. 

—Moisés, no te pases con las confianzas. Y ahora ya te puedes ir; aunque, espera que te lo vuelvo a imprimir todo. No vas a llevarte eso que te dí con tachaduras, qué pensarían de ti... y de mí. 

Y entonces, un rayo salió no sé de dónde y volvió a grabar en dos tablas de piedra, convenientemente colocadas en la ladera del monte, los Diez Mandamientos que Moisés llevó a su pueblo, no sin antes despedirse de la voz aquella y recoger el capazo con las ramas secas y un par de piñas para encender la lumbre de su casa, porque, a estas horas, su mujer tendría ya pelada y preparada la gallina en la cazuela. Y como era sábado sabadete... pues a lo mejor hasta había suertecilla y todo.

martes, 16 de junio de 2020

Todo mentira


Que Elena me engañaba con el urólogo lo descubrí por casualidad.

Él era mi médico desde hacía mucho tiempo. Se conocían ambos de las veces en las que fui a consulta acompañado por ella.

Una tarde, al volver antes de tiempo del trabajo, me di de bruces con su móvil. Sin querer se lo había dejado olvidado en el mueblecito de la entrada. Como destellaba una lucecita, lo cogí por si era algo importante para llamarla al fijo de su oficina. Y al abrirlo, inocente de mí, me encontré con el pastel: un mensaje insinuante y guarrindongo de mi médico esperando una respuesta de ella que no le llegaba.

Me quedé pálido como la cera, sin saber qué hacer. Y no hice nada. Lo dejé pasar para ver cómo reaccionaba Elena.

Pero eso fue un año después de la última vez que acudí a consulta, a recoger unas pruebas. En aquella ocasión había ido solo.

Mientras aguardaba en la sala de espera reparé en un enorme ficus de metro y medio que daba un tono de verdor al lugar; luego, más de cerca, comprobé que se trataba de una planta artificial. También me fijé en las litografías que adornaban las paredes, copias de cuadros famosos de Piet Mondrian y Kandinsky. Al estar enmarcadas y llevar un cristal protector le daban un aire mayor de autenticidad y categoría. Y es que el acabado es importante. Pensé en mi última novela a la que le faltaba un principio y un final contundentes que enmarcaran el contenido central, de momento bastante mediocre: una historia de amor, protagonizada por el propio autor, a la que no sabía qué final darle. Necesitaba también ese marco.

Salí aliviado de la consulta porque los análisis y el resto de las pruebas habían dado negativo. Lo de una posible patología, quedó en nada. Falsa alarma.

Pasaron los meses y llegó el día aquel en que descubrí que mi mujer me engañaba. Yo, por mi parte, me hice el loco. Eso sí, procuré blindar en el banco la parte de los ahorros que provenía de mi nómina y de la herencia de mis padres. Fui preparando el camino. Ya no teníamos relaciones íntimas y apenas nos dirigíamos la palabra. Un día ella me pidió el divorcio. Yo me hice el sorprendido. Me ordenó que abandonara inmediatamente la casa, pues era solo de ella. Me fui, pero no le facilité para nada la separación. Me negué a firmar nada. Que se buscara la vida, que se gastara los cuartos en ponerme una demanda. Me había engañado y ahora venía con prisas. Qué se había creído. Cuando se lo dije por teléfono, me colgó furiosa.

A las dos semanas volví a mi médico para las pruebas urológicas. Me tocaba revisión anual, pura rutina. No sé por qué después de lo ocurrido no cambié de especialista. Quizá porque estaba acostumbrado a él.

Nunca lo hacía, pero aquella vez quiso explorarme:

Bájese los pantalones, abra las piernas y apóyese aquí. Es cuestión de un momento. Relájese.

Antes de darme la vuelta para someterme al tacto rectal, me pareció vislumbrar un extraño brillo en sus ojos y una leve sonrisa, casi una mueca, mientras se ponía un guante desechable y agitaba en el aire los dedos. Luego me aplicó vaselina.

Durante la exploración, para pasar el mal trago, me dio por pensar. Y pensé que todo lo que me rodeaba era falso: el primer diagnóstico del urólogo que quedó afortunadamente en nada, su sonrisa impostada, los cuadros que colgaban de las paredes, el ficus enorme... ¿Sería falso también el título universitario que destacaba en la pared de la consulta? Eso sí, estaba enmarcado y la madera parecía de buena calidad. Y ya sabemos que el marco hace mucho. De hecho, yo encontré el mío, porque gracias a que descubrí que Elena nunca sintió nada especial por mí, pude poner un final adecuado a mi novela.


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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com



martes, 9 de junio de 2020

Escala de Richter



Había dormido mal y tenía el estómago revuelto. Su vida había dado un vuelco hacía apenas un puñado de horas. Justo cuando descubrió que su mujer le estaba siendo infiel. El teléfono móvil olvidado por descuido sobre el aparador, con esos mensajes… Imposible no echar una mirada furtiva a su contenido. Y allí estaban las pruebas de todo: esas frases llenas de guiños de complicidad con un hombre que no era él. Planes para hacer cosas juntos. Palabras de amor. Todo demasiado evidente. ¡Cómo pudo estar tan ciego!

Estaba claro que esto suponía el fin. Él no era el culpable de aquella situación. Eso era evidente.

Últimamente la comunicación no había sido buena. Algún desencuentro también; pero era imperdonable la traición.

Dirigiéndose al trabajo, Takahiro condujo su vehículo distraído y confuso, de forma mecánica, como un robot programado, sin reparar demasiado en lo que ocurría a su alrededor, sin apenas mirar por el espejo retrovisor, porque la cabeza la tenía llena tan solo de una pregunta que quedaba allí, solitaria, resonando una y otra vez, machaconamente, como un maldito eco: por qué, por qué, por qué…

Luego dejó el coche en el parking del edificio y tomó el ascensor hasta la planta donde estaba su oficina. Todo de forma automática. La vista se ocupaba de guiarle sin necesidad de que su cerebro se encargara de otra cosa que no fuera el monotema, las preguntas que una y otra vez le martirizaban, como una obsesión: por qué yo, qué hice mal, cómo no me di cuenta antes… Un sudor frío se apoderó de él. Llevaba sin dormir y sin probar bocado demasiadas horas. Sentía mareos. Por momentos parecía desfallecer. Debía tener un bajón de azúcar y, seguramente, la tensión por los suelos. Por eso, cuando empezó la sacudida y todo el edificio comenzó a temblar, las sillas desplazándose, los montones de folios resbalando de las mesas al suelo y la gente gritando presa del pánico, buscando una salida a la desesperada, Takahiro se apoyó un instante en una mesa para no perder el equilibrio y llegó a pensar que el epicentro del terremoto estaba tan solo bajo sus pies, que todo se tambaleaba, las mesas, los ordenadores, su propia vida… debido a ese cataclismo personal que estaba viviendo en primera persona.

La sacudida sísmica alcanzó la magnitud 7,2 en la escala de Richter.

Al día siguiente, opinaba al respecto un prestigioso experto:

Los efectos del terremoto en las zonas próximas al epicentro dependen de la duración, de la profundidad, del grado de ocupación humana, de la calidad de las edificaciones y de las condiciones geológicas, dado que algunos terrenos son extremadamente sensibles a este tipo de fenómenos y su respuesta es más inestable en unos casos que en otros.”

viernes, 22 de mayo de 2020

Tomates



Detestaba lo convencional. Jugaba a ser políticamente incorrecto.
De las modas pasajeras solo tomaba aquello que pudiera sorprender o molestar... No le gustaba pasar por la vida siendo invisible para los demás. Le placía que hablaran de él, aunque fuera mal.
Llevar la contraria era su deporte favorito.
La palabra provocar podría servirnos perfectamente para expresar sus intenciones: en el hablar, en los gestos, también en el vestir.
No pasar desapercibido nunca. Ese era su objetivo en la vida.
Le gustaba ponerse una gorra de visera en plan macarra y no quitársela nunca. Otra afición era perforarse la nariz y las orejas con piercings, también la lengua y el pezón de la tetilla izquierda. Le fascinaba llevar tatuajes en brazos y piernas, en el cuello, bajo el ombligo y hasta en la rabadilla, y usar siempre pantalones holgados, de esos que te hacen desaparecer el culo y parece que se te van a caer, los llamados pantalones cagaos.
Lo que más amaba de este mundo eran los tomates, pero no los de la huerta; sino esos que salen en los calcetines; algunos, diminutos; otros, generosos, de los que dejan escapar algún dedo de los pies.
Camiseta también con tomates. El caso es que Alfredo, que era como se llamaba, parecía un colador: todo lleno de agujeros.
Una vez fue al médico y este le dijo: desnúdese, déjese solo la ropa interior. Él obedeció. Al poco vio el galeno, asombrado, cómo una bola peluda asomaba, cual hurón curioso de la madriguera, a través de uno de los generosos agujeros de la prenda interior.
—Joven. Le he dicho que se deje el calzoncillo, no que me enseñe un huevo.
Cuando llegaba borracho a su casa, este experto en huecos no atinaba bien con el ojo de la cerradura. Un día perdió las llaves porque, con el rozamiento del metal en la tela, se le abrió un orificio en el bolsillo.
Comía y bebía cosas con agujeros: queso gruyere, suflé, agua con gas, cerveza, bebidas con burbujas, macarrones, canelones... Siempre andaba ventoseando por causa de los gases. Le salió una úlcera de estómago —otro agujero, porque se le perforó y hubo que ir a urgencias— por tomar tantas porquerías. Un día le dispararon cuando fue al banco a cobrar un talón. Un atracador se puso nervioso y pegó cuatro tiros. Uno de ellos le impactó en la pierna. Le abrió un boquete en el pantalón y en la carne. Y también en el talón bancario que guardaba en el bolsillo bueno, perforado por el disparo. La herida se le complicó. También el cobro del talón...  Al final acabó con su cuerpo en el hoyo, otro agujero: el último.

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lunes, 4 de mayo de 2020

El trabajo es un castigo de los dioses



El lunes —maldito día— me viene el jefe echándome en cara que me dedico a hacer fotocopias de mis cosas, de fotos de tías en pelotas y eso, y pasárselas a los colegas. Y va y me castiga a quedarme en la oficina por la noche a hacer guardia, junto a una columna horrible, imitación del orden jónico griego, que está en medio de la sala de ordenadores. Y me quedo mirando sus volutas, que tienen un poder hipnótico sobre mí, y comienzo a dar cabezadas y tengo una pesadilla: un águila me devora las entrañas. El dolor es insoportable. Luego, cuando amanece, mi torturadora se esfuma y los dolores cesan. Ya no hay sangre, la piel ha vuelto a crecer. Todo en su sitio. Me tomo un café de máquina, inmundo pero calentito, y vuelta al tajo.

Martes. Ni te cases ni te embarques. El encargado del almacén viene a buscarme. Me dice que, de parte del jefe, debo llevar las carpetas de archivos del departamento a la tercera planta, por las escaleras, porque el ascensor está roto. Después de cagarme en el padre de mi jefe —en voz baja, eso sí—, comienzo la tarea. Subo, bajo, vuelvo con la carga, regreso, jadeo, un viaje, otro viaje, más jadeos... La lengua fuera. Manchas de sudor en la camisa. Ya no tengo resuello. Yo no hago más que subir las carpetas esas, pero no sé quién es el cabronazo que las vuelve a bajar. Y yo venga a subirlas. Y alguien a bajarlas. Y así todo el maldito día... Alguien me la tiene jurada.

Miércoles. Pedrito, el diseñador, y un servidor comentamos las curvas maravillosas y los volúmenes de las chicas de la revista que ha traído Luis, el conserje, y que le hemos pedido prestada para admirar a sus protagonistas y, de paso, aprovechar para hacer unas fotocopias a color de lo que hemos considerado más interesante. Lo malo de todo es que el jefe nos ha vuelto a pillar, y aunque le hemos dicho que lo que de verdad nos interesa de la revista son sus magníficos artículos de opinión, nos ha lanzado un rayo con su mirada aviesa, ha dicho que nos descontará del sueldo el tiempo perdido, el gasto de papel y el uso de la fotocopiadora. Se ha ido cabreado diciendo que somos unos pervertidos y que la oficina cada vez se parece más a Sodoma y Gomera. Textualmente, eso dijo. Solo le faltó echarnos una lluvia de fuego. Y además se llevó la revista.

El jueves, diluvio. Toda la noche lloviendo. Amanece y sigue la lluvia. Me pongo la gabardina para salir a la calle. Cojo el paraguas. Me empapo los pies y el bajo de los pantalones. Los calcetines están mojados. Tengo agua hasta en los bolsillos. Consigo llegar al metro que me conducirá al trabajo. Llego. Dejo la gabardina en el perchero y el paraguas en el paragüero. Me siento en mi mesa de trabajo. Sin que nadie se percate, me quito los zapatos y los calcetines los pongo a secar en el radiador. Maripuri, la secretaria de dirección pasa por mi lado y dice que huele a perro mojado. Yo me hago el sordo y pongo cara de bobo.

Viernes: doce cosas. No una ni dos, sino nada menos que doce trabajos me encarga el jefe de personal. Y yo con dos manos tan solo. Pero pude con todo: limpiar el aseo de caballeros, que daba asco verlo, pues se nos puso mala Lola, la que limpia la oficina; capturar la piraña del acuario que está en la entrada de la oficina —y asusta a los clientes— y tirarla por el retrete; robarle la manzana del desayuno a Lucas, pues le apetecía mucho al jefe de personal; etc. Lo que más trabajo y disgustos me dio fue ir a casa de este y sacar de paseo a su pitbull. Cuando fui a ponerle la correa, me pegó un mordisco en la mano y otro en la pierna. Me desgarró el pantalón. Casi me mata. Menos mal que llevaba yo en el bolsillo un hueso de esos del supermercado y el bicho se entretuvo con él todo el rato y a mí me dejó en paz.

Sábado. Un día extra que regalamos a la empresa por la cara. Hay que hacer evaluación semanal. Luego, un simulacro de incendio. Muy divertido todo. Al mediodía, compadecidos y magnánimos los del consejo de dirección, nos dejan irnos a casa para conciliar la vida laboral con la familiar. Cuando llego, mi mujer se ha ido con los niños a pasar el finde con su madre. Me deja una nota. Nada amable, por cierto. Me pone a bajar de un burro. Me llama calzonazos y cobarde por no enfrentarme al jefe. Por si fuera poco se ha roto el frigorífico. He de comprar otro urgentemente. Bajo. Cojo el coche. Me voy al "Carreful" y lo encargo. No lo traen hasta el martes. Vuelta al coche. Atasco por accidente. Un vehículo ha volcado en medio de la autovía. Unos gamberros han aprovechado para hacer allí una barricada. Dicen no sé qué de irse de las casas de sus padres porque corean la palabra independencia. Vuelcan otros coches de los conductores que se les ponen gallitos y los queman ( a los coches, no a los conductores). ¡Esto parece el infierno!

El domingo es el día del jefe. No se trabaja. Me quedo en casita todo el día y aprovecho para no ir a la iglesia, ni a la sinagoga, ni a la mezquita, ni al salón evangelista, ni al templo de Debot, ni paso por la agencia de viajes donde tienen una foto del Partenón y otra del templo de Poseidón. Me cago en Zeus y en todos los del Olimpo. No quiero saber nada de dioses, ni de dogmas de fe, ni de nada parecido. Así que me tumbo en el sofá todo el día, en pijama. Me cojo un libro gordo sobre la historia del ateísmo, me abro una lata de cerveza —caliente, eso sí— y me dispongo a disfrutar de mi día libre. Luego, ya por la tarde, me acuerdo, amargado, que al día siguiente es lunes y que toca otra vez empezar, como Sísifo, como Prometeo, como Hércules... o como Noé el día del diluvio.

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Texto publicado originariamente en La Charca Literaria.
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