miércoles, 30 de mayo de 2018

Abductores


Vamos ya teniendo una edad. Hay que ir con cuidado. Ojo con el ejercicio físico fuerte, con las lesiones. Más que ir al gimnasio, algunos deberían hacer rehabilitación. O, como mucho, andar. Yo ya lo hago siempre que puedo. Todos los días una hora y cuarto o una hora y media, a buen ritmo. Unos siete kilómetros. Es muy sano el ejercicio, pero siempre suave, a ser posible.
Según se hace uno mayor va tomando conciencia de su cuerpo. “Te haces viejo cuando notas tus órganos”, me decía uno. Antes de los cuarenta casi nadie percibe que tiene próstata, riñones, vesícula, vértebras lumbares… No notas nada porque no te duele nada.  Como en las digestiones, que dice el Arguiñano, la buena es la que no se nota.
Cuando eres joven tampoco necesitas aprenderte uno a uno los nombres de los músculos y de los huesos, salvo que haya examen o cuando te los lesionas o fracturas. En esos tiempos solo hay espacio para meniscos rotos, luxaciones o fractura del peroné,  pero raramente hay sitio para la artritis reumatoide escapular, para las lesiones de las vértebras cervicales, para la tendinitis del supraespinoso izquierdo, para la gota o para la lumbociática. Para eso hay que ser algo mayor.
De joven, los únicos músculos conocidos para los de mi barrio eran el bíceps y el tríceps. Los de los tíos cachas. Para sacar bola. Los demás no existían. Con el tiempo fueron apareciendo otros muy raros: gemelos, pronadores, supinadores. Lo mismo pasa con los abductores.
Vaya con la palabrita.
Vendrá de abducción.
Una palabra rara, marciana.
Relacionada con la desaparición extraña de terrícolas: Fulanito fue abducido por un ovni. 
Ya digo, algo raro.
"Para ser abductor de primera...", que diría la canción.

miércoles, 23 de mayo de 2018

La invasión



—La banda sonora está bien, pero la película es una auténtica porquería —afirmó César tajantemente.
—Tampoco es para tanto. Creo que resulta entretenida y decentilla —apostilló Marcos.
—Se nota que se han gastado una pasta en vestuario, ambientación y sonido; pero no sirve para ocultar una realidad: la película es un bodrio infumable. Esto es como gastarse una fortuna en peluquería, maquillaje  y saunas y ser un adefesio. Mucho artificio, pero nada más.

Así intercambiaban los amigos sus impresiones tras salir del cine aquella tarde.
Habían asistido al estreno de la última entrega del ciclo de ciencia ficción de moda entre los adolescentes de entre 16 y 40 años.  Hablamos de “La invasión de las criaturas de Tritón“, una serie que empezó treinta años atrás,  cuando los cuarentones eran unos pipiolos en plena pubertad. Contaba con todos los ingredientes habidos y por haber para gustar a un público joven, fácilmente impresionable y poco exigente: buenos efectos especiales, potente banda sonora, maravillosos escenarios por obra y gracia del ordenador, acción a raudales, monstruos, naves espaciales, batallas… Una historia de buenos y malos.

—Sales de la sala y te quedas igual que entraste—continuaba diciendo César—. Esa es la prueba de que lo que has visto es cine de usar y tirar, para pasar el rato, pero que no te deja el regusto de las buenas películas. Totalmente prescindible. Cine para consumo de jóvenes con refresco de cola y palomitas. Como todas esas otras modas americanas, como la fiesta de halloween o los restaurantes de comida basura que nos invaden por todas partes. Esto es una colonización cultural en toda regla.
—Visto así, no te falta razón; pero esto hay que entenderlo nada más que como un entretenimiento. Y la verdad es que entretiene.

Iban tranquilamente charlando tras salir del centro comercial donde se aglutinaban las doce salas del multicine, cuando alguien se les interpuso en su camino y les dijo:
—No deberíais hablar así, terrícolas. Creo que lo que decís no es del agrado de Guth, el Gran Dignatario de Tritón.

Quien lo decía, de estatura media, hábito y capucha como la de los frailes medievales, llevaba una caracterización muy lograda: parecía uno de los Monjes de Propeo, extraños personajes del film, hermafroditas y misteriosos, con un rostro —siempre semioculto— a mitad de camino entre el de una lagartija y el de un camaleón, con ojos ahuevados que giraban a voluntad.

—¿Esto qué es? ¿Una broma? ¿O acaso forma parte de la campaña de publicidad de la película?—protestó César.
—Estáis avisados. Y no olvidéis que la invasión continúa. Hemos venido para apropiarnos de la Tierra.  Esto es solo el principio.
—¿Te estás quedando con nosotros?—inquirió Marcos.
—No puedo quedarme. Lo siento. Me tengo que ir.



Y desapareció como si se hubiera esfumado.

—¡Menudo friqui! ¡Este tío está chalado!—dijo Marcos.
—No. No creo que se trate de un friqui. Tan solo es publicidad. Una forma de promoción para "venderte" la película.

Luego, los amigos se despidieron. Cuando César regresó a casa, abrió el buzón y allí había propaganda de una agencia de viajes llamada Tritón. ¡Vaya, qué coincidencia, como en la película! Entró en su casa y en la tele pasaban anuncios de unos productos marca… ¡Tritón! Se fue al frigorífico, había cambiado el logotipo del modelo… ¡también era Tritón! Y el lavaplatos y la lavadora y la placa extractora de humos y el microondas… ¡Tritón por todas partes! No podía dar crédito a lo que estaba viendo. En ese momento de máxima estupefacción, sonó el teléfono. Era Marcos.

—Oye, César. Adivina qué me ha pasado al abrir el frigorífico y destapar el táper de las croquetas.
—A ver, sorpréndeme.
—Pues que dentro no había croquetas. Había algo que se movía. Al quitar la tapa empezaron a salir…
—Tritones —dijo César.
—¿Cómo lo has adivinado?
—La invasión, hombre, la invasión.

miércoles, 16 de mayo de 2018

El banquete




—Tú, para ser un zombi, estás muy entero ¿no?

Me dijo uno de dientes podridos y cara despellejada, al que le faltaba una oreja y le salía un gusano por la otra.

—Es que me morí hace poco ¿sabes? Además, como los de mi familia son muy pijos, me embalsamaron un poco antes de enterrarme.
—¡Deja al finolis del nuevo y vente para acá! —interrumpió uno más alto, al que le faltaba un brazo y tenía un hacha clavada en medio del cráneo, mientras él y una cuadrilla de muertos vivientes rodeaban a otro que yacía en el suelo y se entretenían en sacarle las tripas y devorarlas.

Y yo no sabía cómo salir del atolladero.

El caso es que estaba tan tranquilo en mi casa cuando estos energúmenos llegaron y, mientras rezongaban y gruñían, empezaron a romperme la puerta y a destrozar los cristales de la ventana. Había llegado el apocalipsis a Little Village  y yo no me había dado ni cuenta. Tuve que disimular para que no me merendaran a mí también. Así que, cuando entraron, me encontraron de pie, con la camisa rota, despeinado, los ojos bizcos, con ketchup en la boca simulando sangre  y cojeando como un poseso haciendo el ademán de querer comerme el gato que escapaba de mí maullando como un condenado.

—¡Deja al puto gato! —me dijo uno con los ojos desorbitados, la boca negra y media cabeza sin pelo—. Aquí afuera tenemos comida y de la buena.

Y para ellos me fui andando con movimientos torpes, los ojos y la boca muy abiertos, emitiendo esos ruiditos que suelen hacer los zombis en las películas. Aunque, para mi gusto, la imitación estaba más cerca de Toni Leblanc,  haciendo el tonto en “Los tramposos”, que la que correspondía a un muerto viviente. 
El caso es que tuve que disimular. De no haberlo hecho, habría sido el final para mí. Así que, haciendo de tripas corazón y tragándome el asco que me provocaba la visión de tanta víscera desparramada por la calle, me  sumé al festín, que siempre es mejor comer a que te coman. Y allí, en esa bacanal de entresijos y fina casquería, me topé con el cadáver de Lucas, el más chulo de los policías del distrito, gordo y bravucón, el que me quitó una vez a la novia, el que me partió después el labio de una bofetada cuando se lo recriminé y el que me puso una multa por llevar roto el espejo retrovisor que, previamente, me había destrozado él.  Allí estaba, muerto como un pavo el día de navidad, con un tajo enorme en la barriga, rodeado de zombis que se disputaban sus despojos. Y allí entré yo, como un torbellino, empujando a todo el mundo hasta hacerme sitio en un lugar preferente, echando mano a su brazo derecho, el de firmar las multas y repartir bofetones, pegándole unos bocados tremendos como si se tratara de una paletilla de cordero.



Texto publicado en La Charca Literaria

lunes, 7 de mayo de 2018

El viento que se cuela por las rendijas



Texto publicado en la revista digital gratuita La Ignorancia, número 16.