—La
banda sonora está bien, pero la película es una auténtica porquería —afirmó
César tajantemente.
—Tampoco
es para tanto. Creo que resulta entretenida y decentilla —apostilló Marcos.
—Se
nota que se han gastado una pasta en vestuario, ambientación y sonido; pero no
sirve para ocultar una realidad: la película es un bodrio infumable. Esto es
como gastarse una fortuna en peluquería, maquillaje y saunas y ser un adefesio. Mucho artificio,
pero nada más.
Así
intercambiaban los amigos sus impresiones tras salir del cine aquella tarde.
Habían
asistido al estreno de la última entrega del ciclo de ciencia ficción de moda
entre los adolescentes de entre 16 y 40 años.
Hablamos de “La invasión de las
criaturas de Tritón“, una serie que empezó treinta años atrás, cuando los cuarentones eran unos pipiolos en
plena pubertad. Contaba con todos los ingredientes habidos y por haber para
gustar a un público joven, fácilmente impresionable y poco exigente: buenos
efectos especiales, potente banda sonora, maravillosos escenarios por obra y
gracia del ordenador, acción a raudales, monstruos, naves espaciales, batallas…
Una historia de buenos y malos.
—Sales
de la sala y te quedas igual que entraste—continuaba diciendo César—. Esa es la
prueba de que lo que has visto es cine de usar y tirar, para pasar el rato,
pero que no te deja el regusto de las buenas películas. Totalmente
prescindible. Cine para consumo de jóvenes con refresco de cola y palomitas. Como
todas esas otras modas americanas, como la fiesta de halloween o los
restaurantes de comida basura que nos invaden por todas partes. Esto es una
colonización cultural en toda regla.
—Visto así, no te falta
razón; pero esto hay que entenderlo nada más que como un entretenimiento. Y la
verdad es que entretiene.
Iban
tranquilamente charlando tras salir del centro comercial donde se aglutinaban
las doce salas del multicine, cuando alguien se les interpuso en su camino y
les dijo:
—No
deberíais hablar así, terrícolas. Creo que lo que decís no es del agrado de
Guth, el Gran Dignatario de Tritón.
Quien
lo decía, de estatura media, hábito y capucha como la de los frailes medievales,
llevaba una caracterización muy lograda: parecía uno de los Monjes de Propeo,
extraños personajes del film, hermafroditas y misteriosos, con un rostro —siempre
semioculto— a mitad de camino entre el de una lagartija y el de un camaleón,
con ojos ahuevados que giraban a voluntad.
—¿Esto
qué es? ¿Una broma? ¿O acaso forma parte de la campaña de publicidad de la
película?—protestó César.
—Estáis
avisados. Y no olvidéis que la invasión continúa. Hemos venido para apropiarnos
de la Tierra. Esto es solo el principio.
—¿Te
estás quedando con nosotros?—inquirió Marcos.
—No
puedo quedarme. Lo siento. Me tengo que ir.
Y
desapareció como si se hubiera esfumado.
—¡Menudo friqui! ¡Este
tío está chalado!—dijo Marcos.
—No.
No creo que se trate de un friqui. Tan solo es publicidad. Una forma de promoción para "venderte" la película.
Luego,
los amigos se despidieron. Cuando César regresó a casa, abrió el buzón y allí
había propaganda de una agencia de viajes llamada Tritón. ¡Vaya, qué
coincidencia, como en la película! Entró en su casa y en la tele pasaban
anuncios de unos productos marca… ¡Tritón! Se fue al frigorífico, había
cambiado el logotipo del modelo… ¡también era Tritón! Y el lavaplatos y la
lavadora y la placa extractora de humos y el microondas… ¡Tritón por todas
partes! No podía dar crédito a lo que estaba viendo. En ese momento de máxima
estupefacción, sonó el teléfono. Era Marcos.
—Oye,
César. Adivina qué me ha pasado al abrir el frigorífico y destapar el táper de
las croquetas.
—A
ver, sorpréndeme.
—Pues
que dentro no había croquetas. Había algo que se movía. Al quitar la tapa
empezaron a salir…
—Tritones
—dijo César.
—¿Cómo
lo has adivinado?
—La
invasión, hombre, la invasión.