miércoles, 22 de diciembre de 2021

Ritual navideño


Adaptación de un antiguo texto mío con motivo de las fiestas navideñas y su publicación en La Charca Literaria.


Cuando era joven, casi un niño, tenía un tesoro en mi habitación: mi estantería. Siempre oliendo a madera y a esa combinación de aroma de libro viejo mezclado con el olor de las adquisiciones más recientes.

La lectura era un ritual solitario donde yo, como lector, me convertía en testigo y a veces en protagonista de los acontecimientos, un acto mágico que me posibilitaba ir descubriendo letra a letra, palabra a palabra, situaciones insólitas y paisajes recónditos ocultos a la vista de los simples mortales que, desde fuera, no tenían la suerte de compartir conmigo mi afición.

Por eso, cada año, esperaba con ilusión la llegada de las fiestas navideñas.

Las navidades para mí eran unos días muy especiales, pues dos tíos míos tenían la sana costumbre de regalarme libros, y siempre lo hacían al inicio de las vacaciones para que tuviera tiempo suficiente para leerlos.

De esta manera, cuando el mes de diciembre iba llegando a su final, sabía que en mi habitación me esperaba alguna aventura interesante para descubrirme, a solas, sus secretos y hacerme partícipe de ellos.

Porque todo se encontraba allí, en unos pocos estantes adosados a la pared del fondo: el capitán Nemo y su Nautilus, Sitting Bull y las infinitas praderas americanas, el profesor Lidenbrock y su sobrino Alex, los solitarios del océano, el escarabajo de oro y los misterios de la calle Morgue, los jinetes indios cabalgando a pelo sus monturas, Guillermo Brown y sus proscritos, el avaro Scrooge, el camino para llegar al centro de la Tierra…


Aquellas navidades me regalaron El árbol del ahorcado y otros relatos de frontera, lleno de tahúres, forajidos y vaqueros. Estaba deseando empezarlo. Así que, una vez ya en mi cuarto, cogí el libro de la estantería y, antes de iniciar su lectura, eché primero un vistazo a su interior, como quien abre la caja de Pandora picado por la curiosidad. Y percibí cierta agitación en sus páginas. Me dio la sensación de estar soñando o de sufrir un espejismo, pues llegué a entrever en ellas el movimiento vertiginoso de un remolino de arena típico de los desiertos….

Luego cerré de golpe el libro, y al hacerlo, como una puerta de seguridad que impide el acceso a los intrusos, se levantó un espeso muro de polvo y de silencio que quedó en el aire de la habitación, flotando unos instantes, como una interrogación que no espera respuesta.



jueves, 9 de diciembre de 2021

Boomerang

 


Domingo Mingo era muy aficionado a la caza, tanto la mayor como la menor, sobre todo en tiempos de veda. Su afición a matar animales le vino de tiempos de la infancia. Ya de niño, solo o en compañía de otros mozalbetes, acostumbraba a cazar lagartijas, a las que metía una colilla encendida en la boca, para que fumaran y se "emborracharan", y luego crucificaba con alfileres en un árbol que los peques denominaban como "poste de los tormentos". También cazaba insectos, sobre todo mariposas, a las que también clavaba sobre una cartulina gruesa, como buen coleccionista aficionado a la entomología. A las hormigas grandotas les arrancaba las antenas y, aprovechando la desorientación de estas, las ponía en una cajita pequeña para que se pelearan entre ellas. A las moscas les amputaba las alas. Disfrutaba también de lo lindo disparando perdigones a los gatos o atando latas vacías a la cola de los perros, quienes huían despavoridos.

De mayor no cambió de hábitos, solo que sus gustos eran más refinados y selectivos. Su buena posición económica, gracias al empleo que le facilitó su papá dentro de la propia empresa familiar, un negocio especializado en la fabricación de brillantinas y lacas para el pelo, de la que hacían ostentación todos los miembros de la familia, con sus cabellos repeinados, brillantes y engominados, le posibilitó la adquisición de una buena colección de escopetas y rifles que custodiaba y exhibía, orgulloso él, en una vitrina de su enorme salón del chalet de lujo que adquirió gracias a la buena marcha del negocio. Había escopetas y carabinas para caza menor, como conejos y perdices; rifles de repetición para caza mayor, como jabalíes, venados, antílopes, elefantes y otros grandes ejemplares que abatía sin piedad ni miramiento en determinados safaris a los que solía acudir al menos una vez al año.

Fue precisamente en un safari organizado para ricachones en Ruanda donde se encontró con la horma de su zapato.

Sabía que había acudido allí para cobrarse alguna buena pieza.

Lo que no sabía es que ese día aciago de 1990 se iniciaba una revuelta armada por parte de los hutus frente a los tutsis, su etnia rival desde hacía mucho tiempo. Y que la reserva aquella en la que cazaban estaba bajo control de los tutsis, a los que había orden de exterminar junto a todos sus colaboradores blancos.

Cuando las balas de los fusiles empezaron a silbar cerca de sus cabezas, los participantes en aquella cacería salieron huyendo por patas. Nunca mejor dicho, porque el jeep en el que se trasladaban había sido tiroteado y reventado cuando el depósito de combustible salió ardiendo calcinando en pocos minutos el vehículo. Los cazadores huían de aquel infierno de balas que se había desatado aquella mañana. Y de acosadores se convirtieron en acosados. Por primera y única vez en su vida, Domingo Mingo hizo un ejercicio de empatía hacia los animales que a lo largo de su vida había cazado; y se puso momentáneamente en su lugar, aunque no a cubierto, hasta que una certera bala le perforó el cráneo. Luego, su cadáver fue abandonado en medio de la sabana, dejado a la intemperie. También las hienas y las aves carroñeras tenían derecho a su ración de carnaza tras la cacería.




miércoles, 1 de diciembre de 2021

Criatura

 


Hacía un frío que pelaba en aquel viejo caserón a las afueras de Londres.

Un cielo encapotado con un manto gris amenazaba lluvia.

Anochecía.

Al poco estalló la tormenta.

Dentro de la mansión alguien andaba frenético entre máquinas, cables, probetas y tubos de ensayo. Era el doctor Víctor Madenstein, un hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, que trasteaba en su laboratorio. Junto a él, un ser descomunal atado con correas sobre una tabla horizontal que hacía las veces de camilla. Sus muñecas y sus tobillos se mostraban sujetos a unas abrazaderas metálicas de las que salían unos cables que iban a parar a una consola cercana formada por un sinfín de botones, llaves y palancas.

Atrás quedaron los días de los preparativos: noches interminables a la luz de una vela consultando viejos manuales de anatomía, el saqueo de las tumbas en busca de cadáveres frescos y adecuados, y todo eso que aparece en las películas alusivas durante la primera media hora de proyección para ir abriendo boca.

Ahora era el momento definitivo. Aquel ser inerte que yacía en la improvisada camilla, fruto de tantas horas de experimentos y ensayos, era el resultado de un proceso que en ese momento llegaba a su recta final. La hora de la verdad había llegado.

Y aquella era la tormenta esperada, la tormenta perfecta. El ruido de los truenos servía de banda sonora y telón de fondo para la situación que estaba teniendo lugar.

De pronto, un relámpago iluminó violentamente la sala, una escena en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Una luz pálida procedente de la claraboya del techo alumbró por un momento el cuerpo yacente. ¡El rayo había caído precisamente sobre el tejado! Y desde  el pararrayos exterior se comunicó con el interior del laboratorio a través de los cables dispuestos para tal fin. La descarga sacudió violentamente al gigante que estaba tumbado.

¡Lo conseguí! dijo entusiasmado el doctor cuando percibió un leve movimiento en los párpados del ser aquel.

Y el doctor Madenstein, aquel hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, lloró de alegría, como llora una madre cuando recibe en sus brazos el fruto que se gestó durante nueve meses en su vientre.

Deslumbrado por la situación, se quedó con los ojos muy abiertos mirando su obra. Aquella criatura le pareció bella, a pesar de su metro noventa y ocho, sus cicatrices, sus remaches y tornillos, sus zapatones y su pelo recortado a trasquilones. El monstruo abrió primero un ojo, después el otro, y se quedó mirando fíjamente a Víctor Madenstein. Luego, tras emitir una especie de carraspeo, se incorporó y dijo:

¿Cuál es mi estatus? ¿Nacido? ¿Adoptado? ¿Fabricado? ¿Con cuántos años nazco? ¿Debo ser considerado menor de edad? ¿Serás mi tutor? Espero haber caído en la familia adecuada y que mi padre, presuntamente tú, sea una persona responsable que me dé buen ejemplo y atienda mis necesidades. Espero que lo mío sea legal. No sea que salga por ahí algún heredero y me líe alguna por nacimiento ilegítimo. Anda que te has lucido: ¿No había otro más feo en el cementerio? Ya te vale, tacañón. Me has hecho de recortes de saldo. El flequillo cortado a bocados, como si fuera un antisistema, es de juzgado de guardia. Digo yo que me podrías haber buscado una ropa de mi medida. Esta chaqueta me queda corta y tiene más mierda que el sobaco de una mona. 

Y fue en ese momento, en ese preciso momento, cuando Víctor Madenstein, el hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, comprendió que se había equivocado y que tarde o temprano tendría que deshacerse de su obra; algo así como un aborto a posteriori. Lo cual ocurrió poco después, cuando el monstruo se dedicara a sembrar el pánico por la localidad haciendo de las suyas.

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Y que Mary Shelley me perdone por esta relectura descabellada.


lunes, 22 de noviembre de 2021

La vida era eso

 


De joven me gustaba ir de campamento.

Lo pasaba bien junto a mis compañeros con los juegos y las canciones de noche junto a la hoguera.

También jugábamos a ser soldados.

¿Oyes el redoble del tambor? Me decía un monitor joven. ¿No se te eriza la piel de la emoción?

Algo después, ya mayor, cumplí con mis obligaciones militares.

Algunos de mis compañeros disfrutaban con las maniobras y los ejercicios de tiro.

Nos entrenábamos para ser soldados.

¿Oyes el redoble del tambor? Me decía un instructor joven. ¿No se te eriza la piel de la emoción?

Cuando estalló la guerra yo andaba ya en la treintena.

Hubo gente de mi edad que disfrutaba limpiando el fusil y disparando al enemigo.

Éramos soldados y debíamos ganar la guerra.

¿Oyes el redoble del tambor? Me decía un oficial joven. ¿No se te eriza la piel de la emoción?

Acabé tullido, sin las dos piernas, y en una residencia para soldados heridos en combate.

Tras la comida nos instalábamos en el salón y los internos jugábamos a las cartas o al dominó.

Aquel día en la tele ponían una película sobre la batalla del Marne.

¿Oyes el redoble del tambor? Me decía otro tullido desde su silla de ruedas.

¿No se te eriza la piel de la emoción?

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Redacté el texto pensando, como música de fondo, en la versión instrumental de Down Under, de Colin Hay. Ayuda a marcar el paso al desfilar.


https://youtu.be/RncZkvOWtIo








jueves, 4 de noviembre de 2021

El mal de Pau Gilabert


Pau Gilabert era de buena familia, perteneciente a la alta burguesía catalana. 
Siempre vivió en un confortable inmueble del Paseo de Gracia, esquina Carrer del Rosselló, del lado derecho según se sube. 
Pau Gilabert se pasaba el día paseando en paños menores o directamente en pelotas por su casa. No era exhibicionismo, sino un problema de la piel. Le picaba mucho. Siempre andaba rascándose. Era alérgico a casi todos los tejidos habidos y por haber. No solo los sintéticos como el poliéster o el nailon, sino también los de procedencia vegetal, como el lino y el algodón, o animal como la lana. Lo normal era que, al acabar un día de trabajo, llegara a casa y, tras quitarse la corbata, la camisa y el pantalón, descubriera ronchones en la piel escamada, erupciones masivas de granitos que le producían una irritante comezón y le hacían rascarse hasta llegar al punto de sadismo autocomplaciente, consistente en arañarse la piel con las uñas hasta que el picor se convertía en dolor y lograba hacerse sangre. Entonces acudía al dermatólogo o, en los últimos tiempos, ya consciente de su mal endémico, crónico y epidérmico, directamente iba a la farmacia en busca de corticoides locales que llevaran una buena dosis de calmante para aliviar la desazón. 
¿De dónde le venía este asunto? ¿Cuándo empezó todo? Pues viendo la tele o leyendo la prensa. Encendía el televisor o abría el periódico porque "le picaba" la curiosidad. Y ese picor no se calmaba porque intuía que en aquello que decían los medios había gato encerrado. Le escamaba tanta trola, tanta verdad a medias, y ello le conducía inconscientemente, de forma totalmente incontrolada, a rascarse.
 Primero se rascaba la cabeza, luego un brazo, luego una pierna y, finalmente, el paquete urológico externo, o sea la masa testicular. De esa forma encontraba cierto grado de alivio. 
Luego, la comezón aquella se le fue extendiendo por el resto del cuerpo. No quedando ni un centímetro cuadrado libre del prurito, como dicen convenientemente los prospectos farmacéuticos. 
Tuvo un perro y no le quedó otra opción que regalárselo a una amiga. No podía ver cómo levantaba la pata trasera y, cada dos por tres, se rascaba detrás de la oreja. Aquello le ponía muy nervioso e invitaba a imitarle. 
El problema es que lo de Pau es contagioso. Cada vez que me pongo a hablar de ello me entra la picazón. Ahora mismo me está pasando... ¡Dios, cómo me pica la pierna! 
Si mientras lees esto, en algún momento te entran ganas de rascarte, no lo dudes, amigo lector, tú también estás poseído por el mal de Pau Gilabert.

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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 25 de octubre de 2021

Pedazos de papel

 

Roberto Peñalba. A finales de los años setenta, todos los jóvenes escritores anhelábamos parecernos a él: alto, atractivo, carismático, con esa melena calculadamente desaliñada, la mirada inteligente y cautivadora y, sobre todo, con esa facilidad para convertir cualquier cosa que escribiera en una obra de calidad innegable y de éxito asegurado. Posiblemente era uno de los pocos autores españoles que podían vivir de lo que escribían. Un afortunado.

—Mira —me decía Luisa señalando con el índice la ventana de un sexto piso— . Ahí, donde hay luz y la persiana está levantada, es donde vive Peñalba. Precisamente esa ventana es la de su cuarto de trabajo.

Me quedé embobado mirando el lugar indicado, cuando, de pronto, un proyectil de papel hecho bola desechable salió desde la ventana del escritor y vino a caer a la calle justo delante de nuestros pies.

—¡Ostras, tú! —exclamé— . Lo acaba de tirar.

Y sí, lo acababa de tirar. Era en efecto un gurruño volandero y voladero, un ovillo de papel manuscrito que el destino nos brindaba en exclusiva.
Cuando lo recogimos del suelo y lo desenvolvimos, comprobamos que se trataba de fragmentos de un texto, tal vez poético, que el autor había hecho pedazos deliberadamente. El texto estaba escrito a mano con tinta negra. Ahora tan solo era una bola de papel, un batiburrillo inconexo de frases cortadas y palabras arrugadas.
Nos apresuramos a desenrollar los trozos para ver qué ponían.
Estuvimos un rato especulando sobre el contenido. Nos rompíamos la cabeza intentando adivinar su significado.


Acabamos en mi casa. En el suelo del comedor fuimos colocando desplegados los pedacitos que antes formaban parte de la bola de papel. Como si se tratara de un puzle, queríamos recomponer las palabras y luego buscábamos sentido a las mismas, combinándolas entre sí, formando posibles sintagmas u oraciones con ellas.


en forma de regalo              que espera del cie              te por tu te             mente me he

oso lect               ezas de este p                rece que h                pero no es

logrado                Curi               juntar todas las               són y             paci

trar a un pu               litera                es un poema               as div

. Ab                to ingenuo               lo un milagro               rio, pero los

arle sentido                milagros no e                bro por ello              nto, tampoco

una                uzle y d               . He                . Es

te hay              ur.                de felicitar              recompensa.

Simple               ni un cue                enido un ra                xisten y yo no re

or: pa               to con el fin de encon              galo nad              a sino que co

ertido                pero que               entret               encia;           as               pi               per             


¿Teniamos derecho a investigar su contenido, cuando había sido decisión de Roberto Peñalba que no se conociera?

¿Si un autor tira a la papelera su trabajo porque no le gusta, deja de ser propietario de lo creado?

¿Había que dejar el texto como estaba, hecho pedazos, pues esa era la decisión de su creador cuando lo convirtió en un proyectil que llegó hasta nuestros pies como un regalo caído del cielo?
¿Era un delito apropiarnos de su contenido o difundirlo en nombre del autor?

Estas y otras consideraciones nos venían a la mente.
En todo caso siempre nos quedaría la sensación de estar cometiendo algo prohibido, un robo o peor aún: un sacrilegio, una profanación.

Tras numerosos intentos infructuosos, al final llegamos a dar sentido a todo el conjunto. ¡Por fin! El texto decía:


Curioso lector: parece que has logrado juntar todas las piezas de este puzle y darle sentido. He de felicitarte por tu tesón y paciencia; pero no esperes un poema ni un cuento, tampoco una recompensa. Simplemente me he entretenido un rato con el fin de encontrar a un puto ingenuo que espera del cielo un milagro en forma de regalo literario, pero los milagros no existen y yo no regalo nada sino que cobro por ello. Espero que te hayas divertido. Abur.


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Relectura a modo de homenaje del relato de un clásico: Una bola de papel,  de Dino Buzzati. 

Un rendido tributo mío a este autor, como en su día hice lo propio con Julio Cortázar, Stevenson, Kafka, Monterroso, Homero, Dickens, Cervantes, Francisco Ibáñez... Y que me perdonen todos por el atrevimiento.





miércoles, 20 de octubre de 2021

Encrucijada

Imagen de uso libre de Pixabay

Había llegado el momento de elegir uno de los cuatro caminos que se cruzaban en aquel páramo reseco y despoblado. Solo uno. Y no debía equivocarse. Era un lujo que no se podía permitir. Le iba la dignidad en ello. Y quién sabe si el propio pellejo.

Todo empezó aquella mañana de octubre en que Cipriano Cedeño se encontró con aquel viejo misterioso de cabellos largos y barba canosa. Estaba sentado en un banco del parque y se entretenía en echar migas de pan a los pájaros. El hombre aquel, con un aspecto a mitad de camino entre un mendigo y un filósofo antiguo, se le quedó mirando fijamente y le dijo:

¿Te gusta cómo doy de comer a estos animalitos? A mí no. Simplemente lo hago porque creo que debo hacerlo. En la vida has de tomar decisiones, te gusten o no. Y hay que procurar hacerlo con acierto. Tarde o temprano todos tenemos la ocasión de comprobarlo. Hay que usar siempre la inteligencia. Lo mejor no tiene por qué ser necesariamente lo más tentador. Elige bien o te arrepentirás. Acuérdate de lo que te digo.

Luego el viejo desapareció.

Y Cipriano, que era un poco corto de mollera, se quedó rascándose la cabeza y meditando un poco esas palabras.

Pasados unos días llegó el momento de comprobarlo. Esa mañana había salido a andar al campo, sin ninguna dirección concreta.

Y al cabo de un rato se encontró con aquella encrucijada de caminos. ¿Por dónde tirar?

El que se abría a su izquierda estaba limpio de rocas y era bastante llano, cómodo para andar por él, lleno de árboles a izquierda y derecha que aseguraban buena sombra a los caminantes, fuentes de agua cristalina aparecían aquí y allá para calmar la sed del viajero. Enseguida lo descartó: para conseguir algo en la vida hay que hacerlo con cierto sacrificio. Un camino tan bueno es una tentación pero seguro que no te lleva a buen lugar. Es una trampa. Debía ser sagaz.

El que estaba a sus espaldas lo descartó también: era el camino que le había llevado hasta allí, el camino a su casa, un sendero sin cuestas, algo que ya pertenecía al pasado. No le aportaba nada a una vida marcada ya de por sí por la rutina. Volver ahora sería como claudicar. Ya lo tomaría al regreso, ahora no era el momento.

El de enfrente era tortuoso, enmarañado de zarzas y abrojos, repleto de peñascos; en algunos tramos estaba encharcado, embarrado, parecía más una ciénaga que un camino, lleno de mosquitos, sabandijas y bichejos inmundos típicos de las charcas y de los terrenos pantanosos.

El de la derecha era una carretera con carteles chillones donde se anunciaban clubs de alterne, casas de juegos, bares, restaurantes, casinos y moteles. Una chicas ligeras de ropa hacían autoestop en la cuneta y sonreían de forma encantadora. Una invitación al goce y al pecado. Aquello era claramente un anzuelo para que picaran los amigos de los placeres mundanos.

Enseguida le vinieron a la mente las palabras del viejo aquel de las barbas blancas y mirada firme:

Lo mejor no tiene por qué ser lo más tentador. Elige bien o te arrepentirás.

Estaba claro cuál tenía que elegir.

Y el muy gilipollas se puso de fango, arañazos y picaduras de mosquitos hasta las cejas.


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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 4 de octubre de 2021

De profesión, docente

 


Cuando empecé en esto de la docencia tenía poco más de veinte años. Los alumnos mayores eran casi de mi edad, lo cual suponía un problema a la hora de hacerme respetar por ellos. Me costó un tiempo. Los padres eran poco menos de la edad de los míos. Curiosamente se mostraban en general bastante respetuosos y aceptaban la autoridad del docente como algo natural, tal vez aprendido durante las décadas de la dictadura: la autoridad no se discute. Se asume, se acata y santas pascuas.

Según fui cogiendo tablas, experiencia y habilidades propias del oficio —a enseñar se aprende enseñando—, fui percibiendo cómo la edad de los padres se iba acercando a la mía, hasta tal punto de que mis alumnos y mis hijos se llegaron a equiparar en años. Luego empezaron los progenitores a ser más jóvenes que yo. Primero vino la que algunos denominamos como generación Mecano, la de los años 60. Estos ya no sufrieron apenas la dictadura, pues les pilló de muy niños pero en las últimas. Cuando llegaron a la adolescencia vivieron en un espacio de libertades. Tal vez por eso fueron los primeros en no poner límites a sus hijos y consentirles más de lo debido. Era solo el principio de una moda que se prolongaría hasta nuestros días. Entonces ya había quejas por el ejercicio de la autoridad de los docentes. La verdad es que entre los compañeros más veteranos algunos habían adquirido hábitos en exceso autoritarios desde tiempos de la dictadura, otros habíamos sufrido ese rigor por parte de nuestros padres en nuestras propias casas. La técnica de los capones y de los castigos humillantes pasaron a la historia. Eran otros tiempos y había que adaptarse a ellos.

En las décadas siguientes, según me iba haciendo mayor, aumentaba esa distancia cronológica no solo respecto a mis alumnos, sino que también ocurría esto con sus padres. Los chicos cada vez tenían más derechos y menos responsabilidades. Era frecuente ver cómo en casa se les daba la razón en todo, no se les imponían límites y frecuentemente se cuestionaba la autoridad del profesor incluso delante de los propios hijos. Se fue creando un tipo de padres en exceso permisivos que no ejercían como padres sino como colegas o amiguetes. Muchos lo lamentarían después.

Mis últimos años de docencia fueron como profesor de adultos. Ese era otro mundo. Tuve alumnos mayores que yo y compañeros de trabajo que podían ser mis hijos. Lo nunca visto antes por mí en el ejercicio de la docencia.

Recuerdo algo que me ocurrió sumamente curioso y que está relacionado con el exceso de proteccionismo por parte de los padres, pero no con los padres de los alumnos, como ocurría antes, sino en este caso con el padre de una profesora. Resulta que siendo yo jefe de estudios y recibiendo a principios de curso al nuevo profesorado destinado al centro, se presentó una joven interina, que venía a ocupar durante un curso académico la plaza de otra compañera que estaba en comisión de servicios. Venía acompañada de su padre, un señor de mi edad o algo mayor (yo estaba a punto de jubilarme). El señor decidió darse una vuelta por el pueblo y luego esperar en el vestíbulo de entrada a que saliera su hija, pues entendía que ese día los profesores poco tendrían que hacer, salvo alguna reunión de bienvenida del equipo directivo, reparto de horarios, calendario de actividades para los próximos días y poco más al no haber todavía alumnos. Se equivocaba. Había más cosas, pero a ese progenitor no le entraba en la cabeza. Por eso, preso de su impaciencia, se decidió a abrir la puerta del despacho donde el director y yo hablábamos con ella tras darle su horario y explicarle el funcionamiento del centro y nos espetó:

—Bueno, para ser el primer día, yo creo que ha estado bien. Lo digo por si ya la dejáis salir, que nos vamos a casa a comer.

Le dijimos que los profesores, con clase o sin ella, tenemos un horario que cumplir. Y que, por favor, esperara fuera. La joven interina se puso colorada de vergüenza ajena. No sabía qué decir ni dónde meterse, del apuro tan grande que pasó: una profesora tratada como una niña que necesita protección.

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(Tal vez continúe)


jueves, 23 de septiembre de 2021

DANA


Cielo gris, encapotado, amenazante. 
El retumbar de un trueno se deja oír tras el resplandor blanquecino que deja el rayo con su culebreo. 
Luz y estruendo: un espectáculo bello en las alturas. La tormenta es perfecta. La escenografía también. 

El momento fascinante es aprovechado por el padre de los mortales para hacer de las suyas. Su voz se cuela por una rendija entre las nubes y tras proyectar su foco hacia abajo, inundando de luz la escena, como si estuviéramos en una representación teatral, amenaza con desatar su furia sobre la humanidad que, embobada, contempla el espectáculo de rayos, truenos, luces y sombras. 

—"Sus" vais a cagar, cabrones— proclama con esa voz gruesa con la que suelen dotar a los dioses en las películas. 

 Mientras, en la tele, la presentadora del tiempo dice: 

"Se esperan abundantes lluvias en las próximas horas. Estamos a comienzos del otoño meteorológico y, con él, se abre tradicionalmente la temporada de danas con mayor potencial para dejar lluvias torrenciales, aunque no siempre sea así. Los expertos del tiempo apuntan su posible relación con el contexto climático."

viernes, 17 de septiembre de 2021

Mr Hayd a ratos



Por mi preparación académica y por mis aficiones a la lectura y a escribir relatos, dada mi proverbial corrección sintáctica y ortográfica en la expresión escrita, yo tendría que ser definido como una persona culta, de verbo fluido y exquisita en el trato cotidiano con el resto de los mortales; pero, hete aquí, que viví mi infancia y juventud en diversos barrios del extrarradio madrileño, concretamente en Valdezarza y en Opañel, y que, por una mera cuestión de supervivencia y de adaptación al medio, tuve que tener trato con personas zafias de baja estofa, incluso gente golfa, macarra, pandillera y pseudodelincuente, por lo que mi aprendizaje cotidiano en la calle hizo que mi oralidad se llenara de tacos, improperios, expresiones soeces, muletillas y demás, en el mejor estilo barriobajero. No había que desentonar si querías seguir vivo.

De esta forma, mientras me iba formando académicamente no me refiero solo a mi vida universitaria, sino que efectivamente mi bachillerato superior lo preparé en una academia y luego me examinaba por libre y en mi expresión escrita abundaban exclamaciones como córcholis y caramba, y era meticuloso y educadísimo en lo referente a mis análisis de conductas ajenas y en las opiniones sobre los demás, como cuando hice en mi cuaderno una semblanza de esa persona rarita, compañera de clase que no participaba de los juegos varoniles en el recreo junto a los demás, con calificativos como "Fulano es una persona especial, de aficiones poco frecuentes, algo introvertido; no le gusta el bullicio, ni los juegos violentos; prefiere entretenerse con el ajedrez e ir a conciertos de música clásica los domingos. Seguro que será un genio cuando sea mayor: los grandes genios de la humanidad siempre fueron gente poco corriente", etc., en mis comentarios verbales mi expresión daba un giro de 180 grados y decía, en este caso concreto, a los compañeros más revoltosos de clase que "el gordo gafón era un tontolaba, un gilipollas y un mimao, y que había que darle dos hostias a ver si espabilaba."

Cara y cruz en una misma persona. Casi diría que dos personalidades que afloraban según las circunstancias y la situación. Algo así como una especie de Doctor Jekyll que se transformaba prodigiosamente en Mr. Hyde según pintara la cosa. Y es que vivir en el extrarradio marcaba mucho. Apuntaba antes que el comportamiento de uno y la forma de expresarse en cada momento tenían mucho de adaptabilidad al medio e instinto de superviviencia. Si querías sobrevivir en un ambiente hostil y que no te comieran los demás, tenías que ser un poco malote, deslenguado y bronco:

—¡Amos, no me jodas! ¡Eso no mola, tío! ¿De qué vas tú, panoli? ¡Achanta el pico o te meto, Aniceto! ¡A que te pego dos leches!



Luego, subía a casa, y me ponía a hacer los deberes, traduciendo La Guerra de las Galias, de Julio César (Omnes hi differunt inter se lingua, institutis, legibus. Flumen Garunna dividit Gallos ab Aquitanis) o analizando una estrofa de Bécquer, distinguiendo perfectamente entre una metáfora y un hipérbaton: Volverán del amor en tus oídos/ las palabras ardientes a sonar.

No dejaba de ser todo ello una pura contradicción si lo miramos bien. Aunque era un aprendizaje válido para enfrentarte al mundo. Pero, claro, pasados los años, te das cuenta de que aquel bagaje sigue contigo. Y que, cuando te cabreas, puede salirte el monstruo que llevas dentro, como cuando vas en el coche y alguien te hace una jugarreta o un listillo se te quiere colar en la fila del supermercado o del cine:

—¡A ver, el listo ese! ¡Sí, tú, mendrugo, que se está rifando una leche y llevas todas las papeletas! ¡Como vaya a por ti, chaval, no vas a tener calle suficiente para correr!

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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com


miércoles, 1 de septiembre de 2021

Círculo

 


La puerta de la taberna se abrió repentinamente dando paso a un hombrecillo de mediana edad, de aspecto desaliñado, de cabellos largos y barba descuidada. En algunas partes de su pelambrera lucía mechones de canas. Tenia ojillos de borrachín y toda la pinta de ser uno de esos vagabundos sin techo que duermen entre cartones: un cartón como cama y, como compañero inseparable, un cartón de vino.
En el tugurio la iluminación era escasa, por lo que, al entrar, habituados los ojos a la luz de la calle del mediodía, pensó el recién llegado que ese sitio estaba vacío. Poco a poco, comprobó que sí había más gente dentro y que le observaban con curiosidad.

Buenos días —lanzó al aire con poco entusiasmo.

La mayoría guardó silencio. Casi todos estaban acodados en la barra del bar. Algunos contestaron a regañadientes.

Mi nombre es Bon, Jaime Bon. Y vengo a por vino.

La concurrencia recibió la noticia entre sonrisas y gestos de incredulidad.

Eso es imposible — dijo un grandullón, de mejillas y nariz sonrosadas típicas de bebedor, desde la penumbra del fondo. Bon soy yo. Pero no te quedes ahí en la puerta, hombre. Pasa y tómate algo. Te invito. ¿Qué quieres tomar? ¿Vino? ¡Juan, ponle a este hombre un vaso de vino! Así que Jaime Bon, ¿no? Pues mira por donde te voy a contar una pequeña historia que te va a interesar. Resulta que en una pequeña localidad de Almería se rodaba una película. Me acerqué a curiosear. Había un poblado de casas de madera que imitaba muy bien el estilo del salvaje oeste. Entré en una especie de tienda o colmado, de esos que hay en todas las películas de vaqueros, con una barandilla de madera en el exterior donde amarrar los caballos. Y el encargado, detrás del mostrador, con un mandil y un gran parecido a Roger Moore, me apuntó con su escopeta mientras me decía:

Los forasteros no son aquí bienvenidos. ¡Cómo te llamas!

Me llamo Bon, Jaime Bon.

El hombre del mandil se echó a reir a carcajada limpia mientras bajaba la escopeta. Luego dijo:

No puede ser. Bon soy yo, pero me has caído bien. Anda pasa, que te voy a contar una historia. Te vas a reír. Resulta que me encontraba descargando cosas de mi carromato, en un callejón, junto a la puerta de servicio de un restaurante de comida rápida. Unos cuantos sacos de harina de trigo. En ese momento, salió del establecimiento un tipo malencarado con gorro de cocinero y clavadito a Sean Connery. Me dijo:

¿Quién eres tú, que vienes a importunar ahora con la de trabajo que tenemos en la cocina? No tengo todo el día. ¿Qué quieres?

Yo le contesté:

Vengo a traer la harina para que hagáis las malditas pizzas. No hace ni dos horas que alguien de esta casa se pasó por mi tienda y me hizo el encargo. Si tú tienes trabajo yo también tengo cosas que hacer. Mi nombre es Bon, Jaime Bon.

Y el cocinero, cambiando totalmente el semblante, comenzó a reirse mientras me decía:

Imposible. Bon soy yo, si lo sabré bien. Aunque puede que se trate de una coincidencia. Tiene gracia, ¿no? Pero pasa, hombre y siéntate un poco, que me has alegrado el día. ¿Quieres un poco de pizza? Está reciente. Y nada más que por eso te voy a contar una pequeña historia. Resulta que un buen día fui a un hotel de Manhattan, como sicario contratado, por un asunto de ajuste de cuentas, y allí en la recepción había un tipo malencarado con gran semejanza a Daniel Craig, sí ese de ojos claros que se da un aire a Putin. Y va el tipo y me dice:

¡Qué carajo quieres, con esa cara de lechuguino, que te pareces a mi psiquiatra!

Y yo le contesté:

Mi nombre es Bon. Jaime Bon. Y te traigo un regalo: vengo a matarte.

Matarme, dices. Mira: yo soy el verdadero. No me puedes matar. Mi final no está en tus manos. Ya lo ha decidido el guionista. Dentro de poco termina la saga. Todo tiene su fin. Eso al menos es lo que se comenta por ahí. Cerca de una treintena de películas. No está mal. O sea que 007 caput, c'est fini. Pero me has hecho reír y te voy a contar algo extraordinario: hace unos días anduve por la ciudad de Madrid . Era de noche y buscaba una dirección. Después de mucho caminar di con el lugar. Al entrar al portal casi me mato al tropezar con un bulto que estaba tirado en el suelo. Era un vagabundo que había decidido pasar allí la noche, de mala manera, sobre unos cartones. Me asusté y enseguida me di cuenta de la situación:

Vaya susto que me has dado —le espeté.

Y tú a mí. ¿Cómo te llamas? —me preguntó.

Y le dije:

Mi nombre es Bon, Jaime Bon.

El hombrecillo sacudió sus greñas y lanzó una carcajada:

Pero si ese soy yo. Ahora que si quieres, por una módica cantidad te quedas con el nombre y te regalo los cartones para que te eches un sueñecito. Verás mañana cuando vaya a por vino y lo cuente a los que anden por el bar. No se lo van a creer. Jajajaja.

Y, efectivamente, al día siguiente fue a la taberna. Empujó la puerta, que se abrió dándole paso. Los de dentro pudieron ver a un hombrecillo de mediana edad, de aspecto desaliñado, de cabellos largos y barba descuidada. En algunas partes de su pelambrera lucía mechones de canas. Tenía ojillos de borrachín y toda la pinta de ser uno de esos vagabundos sin techo que duermen entre cartones: un cartón como cama y, como compañero inseparable, un cartón de vino.

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Inspirado en una historia de Dino Buzzati.

domingo, 4 de julio de 2021

Matar al personaje


Con este texto doy por concluida la temporada de publicaciones. 
El blog se toma un respiro veraniego. Que paséis un buen verano.

Escribí esta historia porque tenía ganas de matar a alguien.

Dicen que idear un crimen relaja mucho, que los tiempos estos que vivimos son difíciles y es necesaria una válvula de escape para que la olla a presión no estalle.

Y como en literatura no está penado matar a la gente, pues decidí cargarme al protagonista.

Solo me faltaba una buena historia para que el lector se pusiera de mi parte. Así que pensé en un personaje abyecto, que por sus obras se hiciera candidato a ser odiado y, en consecuencia, al lector no le importase que le borráramos del mapa.

Pensé en diversos candidatos. Descarté enseguida gente para no complicarme la vida con los dintintos colectivos, que estos tiempos son malos y hay que cogérsela uno con papel de fumar, bueno, con papel de fumar tampoco, que el tabaco y el humo están mal vistos.

Excluí a gente con minusvalías físicas, taras mentales y comportamientos sexuales heterodoxos porque me podía caer la del pulpo desde distintas asociaciones. Así que se acabaron los chistes de gangosos y de gays.

Para no atraer la animadversión de los creyentes, decidí también descartar a personajes religiosos. Así que nada de obispos talibanes, ni curas pederastas, ni fanáticos integristas de cualquier dogma.

Toxicómanos delincuentes tampoco, que son víctimas de la sociedad y, aunque hayan hecho mil fechorías, tienen derecho a reconducir su vida tras haber descuartizado a la ancianita.

Como sé que la gente anda algo encendida por temas ideológicos, evité que mi protagonista fuera un político del panorama nacional, un diputado, un senador, un ministro...

A las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado también  los dejé al margen no fuera que me acusara alguien de hacer apología del terrorismo, que por menos he visto a gente en el banquillo.

De periodistas y figuras del mundo mediático, incluyendo a la gentucilla de la telebasura, mejor ni tocarlos, que te sacan algo sobre tu vida pasada y te hunden.

La familia es sagrada, así que si no quiero tener problemas con los suegros o los cuñados, mejor dejarlos donde están, cada uno en su casa.

Lo mismo con líderes sindicales, jueces, abogados, jefes de estado.

Personal sanitario y profesores mejor dejarlos también fuera, que bastante tienen con aguantar al personal y su mala educación, agresiones incluidas.

Pensé también en que el personaje fuera una mujer, pero me dije: si lo haces te cae lo que no está escrito por violento y machista, incluyendo la incomprensión de la parienta lo que acarrearía un tiempo indefinido de abstinencia sexual obligada , por lo que descarté también esta opción. Estaba claro que mi víctima tenía que ser forzosamente del género masculino.

Así pues: un hombre; a ser posible de mediana edad, dejando al margen a los chicos y a los ancianos decrépitos, o sea: ni muy joven ni excesivamente mayor; de tendencias heterosexuales claras; no perteneciente a colectivo alguno; sin cargo de responsabilidad pública; no perteneciente a colectivos maltratados o de difícil reinserción social; sin religión conocida y que no fuera familiar mío...

Al final solo quedé yo, así que no tuve más remedio que escribir el relato en primera persona e inmolarme por exigencias del guión.

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Texto publicado originariamente en La Charca Literaria



lunes, 21 de junio de 2021

La tía Elvira



No vas a salir a la calle. Quítatelo de la cabeza.

Aquella era una frase contundente, una de las preferidas de mi tía Elvira. Parece que le encantaba hacerme infeliz. De hecho lo decía con cierto brillo en los ojos y una mueca de triunfo esbozando media sonrisa.

¿Disfrutaba con ello? Yo creo que sí, al menos un poco.

Mi tía Elvira, espigada, seca y antipática, era la hermana mayor de mi madre y siempre fue muy mandona, severa gobernanta de lo suyo y de lo ajeno, una personalidad fuerte, acostumbrada a ejercer la autoridad dentro y fuera de la casa.

Mi madre, que tenía un carácter débil, la dejaba hacer. Raramente se atrevió alguna vez a contradecirla. Mi padre tampoco.

Amelia —continuaba ella—. A este chico hay que atarle corto. Yo creo que debería quedarse en casa y hacer sus deberes, que fuera en la calle no aprende nada bueno.

Y mi padre, mudo como la pared, enfrascado aparentemente en la lectura del periódico, pendiente de las noticias de actualidad, quedaba por voluntad propia al margen del asunto.

No me gustan esos amigos tuyos —insistía—. Parecen unos zarrapastrosos, unos tontos del bote y unos desarrapados. Así que hoy no sales y menos con esos.

Era su frase favorita dirigida hacia mis compañeros de juegos. Y se quedaba tan pancha tras prohibirme pisar la calle, algo que para un niño de nueve años era tan imprescindible como el respirar, una necesidad imperiosa tras largas horas en la escuela, lo más parecido al paraíso: un lugar para ser feliz unas horas.

Así, durante cuatro largos años, me estuvo haciendo la vida imposible. Mi infancia quedó secuestrada. Un tiempo que nunca recuperé.

Luego mi tía enfermó, quedó confinada de por vida en una silla de ruedas, y fue perdiendo fuelle y determinación, aunque mantuvo siempre su mirada desaprobadora cuando yo bajaba a la calle a jugar.

Hasta que un día el médico prescribió como terapia de recuperación un paseo diario en su silla de al menos una hora, para que le diera el sol y el aire. Alguien en la casa tendría que hacerse cargo de esa responsabilidad. Y por decisión familiar esa tarea recayó en mí. Y llegó mi momento:

Tía: esta tarde no te puedo sacar de paseo porque tengo deberes. Además, la calle está llena de gente poco recomendable. Otro día será.

Veinticuatro horas más tarde:

Tía: hoy tengo partido de fútbol. Tú verás. Si quieres te saco un poco y luego te pongo un rato de portera, que nos falta Luisito. No te preocupes. Tú no tienes que hacer nada. Ahí quieta como un poste. Con la silla ocupas casi todo el arco. Y no temas por los balonazos, que mis amigos tienen muy mala puntería y además la pelota es de goma, no de reglamento.

Y la tía, con tal de salir un poco a que le diera el aire, afirmaba con un gesto de la cabeza y comulgaba con ruedas de molino.

Porque la venganza es dulce y, si se tiene un poco de paciencia, llega a su debido tiempo.



martes, 15 de junio de 2021

Lecciones de cultura clásica


Afrodita. Museo Arqueológico de Tesalónica (Foto de Jean Housen)


Alexis Demóstoles nació en la Macedonia central, en la ciudad de Tesalónica, sin previo aviso. Llegó a este mundo, junto al Egeo, un 12 de abril, aunque él no lo recuerda; pero fue aquella mañana, la de su nacimiento, una mañana luminosa: el viento estaba en calma y el mar tranquilo, como una piscina de color azul intensísimo. Seguro que Poseidón y Eolo estaban durmiendo. O no andaban enfadados con los mortales, pues siempre fue costumbre de estos dioses agitar los vientos, encrespar las aguas y provocar oleajes de ruido y espuma.

Alexis era de cuerpo esbelto y bellas proporciones. Su agraciada anatomía respondía a la perfección al canon clásico de Policleto, con su altura de siete cabezas, su cabello negro rizado y la nariz recta y perfecta. Creció rodeado de cabras y olivos. También del afecto de su madre y de sus hermanas, mayores que él. Ya de niño mostró habilidades en lo referente al cultivo floral y al encalado de las casitas marineras, y se convirtió pronto en un experto en el arte de bailar el sirtaki. También se reveló como un enamorado del arte culinario y un aficionado a catar buenos vinos de la tierra. Solo tenía un defecto, si es que se le puede llamar así: era poco dado a perseguir a las helenas cual sátiro en celo. Más bien era comedido, sosegado y prefería el embeleso de la música o de las columnas de capiteles jónicos antes que las volutas y redondeces insinuantes de las damas del lugar, aunque en las noches tórridas de verano, con el Egeo como testigo, Selene bañara de luz lechosa sus desnudeces, que más parecían diosas ansiosas de libar el néctar de sus copas y otros placeres que mujeres discretas que, como Penélope, aguardan fieles el regreso del esposo tras su dura travesía.

Eran otros placeres los que le seducían: su trabajo como guía en el museo arqueológico de Tesalónica, contemplar la puesta de sol cuando tiñe de tonos cárdenos el firmamento, degustar una musaka o una ensalada con queso de cabra acompañadas de un buen pan de pita frente al mar en uno de los innumerables chiringuitos de la costa, todo ello regado con un buen vino blanco de Santorini.

Recordando los viejos versos de Cavafis: "si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo... Pide que el camino sea largo."



Alexis era un enamorado de la gastronomía, del arte y de la música de cámara, pero nunca fue un depredador sexual... al menos del sexo femenino, que se sepa. Y no era falta de sensibilidad ante la belleza. Antes al contrario: en cada mujer encontraba la reencarnación de una diosa, solo que sus preferencias no iban por ese camino, a no ser el meramente estético.

Cuando le propusieron aquel cargo en Bremen (Alemania), lejos de su tierra, lejos de su mar y de sus puestas de sol, renunció a él para seguir con su empleo de guía en el museo arqueológico local. Prefirió quedarse a esperar la vejez a orillas del Egeo, sin más compañía que los atardeceres y el vino blanco de Santorini.

Tranquilo y feliz.

Más solo que la una.

Siempre Cavafis:

"Dejadme estar aquí. Dejadme también mirar la naturaleza un rato.
La orilla del mar matutino y el cielo
sin nubes, brillante, azul y amarillo
todo iluminado bellamente, y vasto."


martes, 1 de junio de 2021

La operación

 


Intervención por "lamparoscopia"

Gaudencio Gómez nunca tuvo arrestos para proclamar abiertamente su condición de ateo convencido. Pusilánime e inseguro, siempre dijo, para no complicarse la vida ni entrar en largas discusiones, que él era agnóstico. De esta manera su "no sé" le procuraba menos desencuentros que su "seguro que no". Una especie de equidistancia entre los intransigentes de ambos extremos. Y aún así tuvo encontronazos con gente poco tolerante.

Luego le sobrevino la enfermedad, los días de hospital, varias intervenciones quirúrgicas.

Tras la que sería su última operación vio la luz al final de la oscuridad. Eso comentan algunos que un día se encontraron entre la vida y la muerte: un pasillo oscuro y la luz al fondo. Pero en este caso no era la salida a ninguna parte, sino efectivamente la luz de una locomotora de esas antiguas que, como cíclope furibundo, venía hacia él bufando por aquel angosto túnel enfocándole con su único ojo. La locomotora paró y un señor con bigote de pretenciosas guías hacia arriba y gorra de revisor le hizo una señal para que subiera.

Fue subir al vehículo, ponerse este en vertical, despegar, coger velocidad y en un santiamén llegar a las puertas del cielo, paraíso o valhalla. Tras la verja semitapada por nubes algodonosas había un grupo de gente que le estaba esperando. Creyó distinguir a San Pedro, de enorme barba blanca, que llevaba un gran manojo de llaves de padre y muy señor nuestro (nunca mejor dicho); a otro señor con pinta de rabino ultraortodoxo, lleno de tirabuzones negros en cabello y barba, con kipá o tapacoronilla en la cabeza; a un imán de mezquita, también de luenga barba y gorrito kufi ceremonial. No faltaba un Buda con cara de despiste, como el que se ha equivocado de fiesta. Algunos del grupo aquel aparecían afeitados: uno tenía cara de perro o de chacal. Era el egipcio Anubis. También estaba Hela, diosa de los muertos en la mitología vikinga.

Gaudencio, asombrado por el recibimiento aquel, soltó:

O todas las religiones eran verdaderas o habéis llegado a una especie de pacto o consenso para repartiros la tostada.

Algo así dijo el de los tirabuzones. En todo caso estamos aquí para juzgarte. Vamos a valorar lo que hiciste y lo que omitiste.

Vamos a ver, chaval... le preguntó Anubis. ¿Abusaste de las viudas? ¿Quitaste a los niños sus alimentos?

Le interrumpió el de las llaves:

¿Te beneficiaste a la mujer de tu prójimo?

Le llovieron las preguntas de los demás:

¿Guardaste ayuno durante el Ramadán?

¿Te gusta la carne poco hecha?

¿Hiciste el amor contra natura?

¿Votaste a Podemos?

¿Y yo qué pinto aquí? —se preguntó un Buda con cara de asombro.

¿Adoraste imágenes? intervino el imán.

Bueno, bueno. A ver si nos respetamosinterrumpió el de las barbas blancas—. No la tengamos ahora con lo de las imágenes, ¿eh? Creo que habíamos llegado a un acuerdo.

Retiro la pregunta y la reformulo: ¿adoraste algo ajeno a tu Dios, por ejemplo al dinero?

Y dale. Tampoco hay que faltar —protestó el rabino de los bucles.

¡Copón! Es una manera de hablar —se defendió el imán.

¡Lo que faltaba! ¡Ahora nos metemos con los objetos de la liturgia! ¡Así no hay quien juzgue a nadie! —protestó San Pedro tirando las llaves con estrépito al suelo—. ¡Me cago en el consenso! Apañaos vosotros solos. A mí me da igual.

Va, no te mosquees —intervino Hela, mostrando su mejor perfil—. Podemos decidir el destino del alma del difunto echándolo a suertes y acabamos antes. Total, a nosotros qué más nos da. Y además, este pájaro no creía en ninguno de nosotros. No perdamos tiempo.

Esto no es formalidad —protestó Gaudencio. Tengo derecho a un juicio justo.

Sí, hijo mío— dijo el de las barbas blancas, ya algo más calmado—, pero mientras nos ponemos de acuerdo nosotros en cómo llevar esto, te vamos a mandar una temporada al purgatorio para que medites sobre tus pecados, porque como poco eres un descreído. Nos vemos en un tiempo.

Y en un santiamén —nunca mejor dicho—, el que estaba sometido a juicio se vio de nuevo dentro de la locomotora y en el túnel oscuro aquel y transportado al punto de partida. Al fondo, otra luz: la lámpara del quirófano. Y junto a ella, unos ojos indagadores rodeados de gorro y mascarilla: el cirujano.

Como entre nubes, medio amodorrado todavía por la anestesia escuchó:

Todo ha ido bien. Enseguida le pasamos a planta y podrá estar con su mujer y con su suegra que andan preguntando por usted.

¿Mi mujer y mi suegra? ¡Evidentemente: debo estar en el purgatorio!

¿Cómo dice?

Nada, cosas mías. Efectos de la anestesia, supongo.