jueves, 23 de septiembre de 2021
DANA
viernes, 17 de septiembre de 2021
Mr Hayd a ratos
De esta forma, mientras me iba formando académicamente —no me refiero solo a mi vida universitaria, sino que efectivamente mi bachillerato superior lo preparé en una academia y luego me examinaba por libre— y en mi expresión escrita abundaban exclamaciones como córcholis y caramba, y era meticuloso y educadísimo en lo referente a mis análisis de conductas ajenas y en las opiniones sobre los demás, como cuando hice en mi cuaderno una semblanza de esa persona rarita, compañera de clase que no participaba de los juegos varoniles en el recreo junto a los demás, con calificativos como "Fulano es una persona especial, de aficiones poco frecuentes, algo introvertido; no le gusta el bullicio, ni los juegos violentos; prefiere entretenerse con el ajedrez e ir a conciertos de música clásica los domingos. Seguro que será un genio cuando sea mayor: los grandes genios de la humanidad siempre fueron gente poco corriente", etc., en mis comentarios verbales mi expresión daba un giro de 180 grados y decía, en este caso concreto, a los compañeros más revoltosos de clase que "el gordo gafón era un tontolaba, un gilipollas y un mimao, y que había que darle dos hostias a ver si espabilaba."
Cara y cruz en una misma persona. Casi diría que dos personalidades que afloraban según las circunstancias y la situación. Algo así como una especie de Doctor Jekyll que se transformaba prodigiosamente en Mr. Hyde según pintara la cosa. Y es que vivir en el extrarradio marcaba mucho. Apuntaba antes que el comportamiento de uno y la forma de expresarse en cada momento tenían mucho de adaptabilidad al medio e instinto de superviviencia. Si querías sobrevivir en un ambiente hostil y que no te comieran los demás, tenías que ser un poco malote, deslenguado y bronco:
—¡Amos, no me jodas! ¡Eso no mola, tío! ¿De qué vas tú, panoli? ¡Achanta el pico o te meto, Aniceto! ¡A que te pego dos leches!
Luego, subía a casa, y me ponía a hacer los deberes, traduciendo La Guerra de las Galias, de Julio César (Omnes hi differunt inter se lingua, institutis, legibus. Flumen Garunna dividit Gallos ab Aquitanis) o analizando una estrofa de Bécquer, distinguiendo perfectamente entre una metáfora y un hipérbaton: Volverán del amor en tus oídos/ las palabras ardientes a sonar.
No dejaba de ser todo ello una pura contradicción si lo miramos bien. Aunque era un aprendizaje válido para enfrentarte al mundo. Pero, claro, pasados los años, te das cuenta de que aquel bagaje sigue contigo. Y que, cuando te cabreas, puede salirte el monstruo que llevas dentro, como cuando vas en el coche y alguien te hace una jugarreta o un listillo se te quiere colar en la fila del supermercado o del cine:
—¡A ver, el listo ese! ¡Sí, tú, mendrugo, que se está rifando una leche y llevas todas las papeletas! ¡Como vaya a por ti, chaval, no vas a tener calle suficiente para correr!
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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com
miércoles, 1 de septiembre de 2021
Círculo
La
puerta de la taberna se abrió repentinamente dando paso a un
hombrecillo de mediana edad, de aspecto desaliñado, de cabellos
largos y barba descuidada. En algunas partes de su pelambrera lucía
mechones de canas. Tenia ojillos de borrachín y toda la pinta de ser
uno de esos vagabundos sin techo que duermen entre cartones: un cartón como
cama y, como compañero inseparable, un cartón de vino.
En
el tugurio la iluminación era escasa, por lo que, al entrar,
habituados los ojos a la luz de la calle del mediodía, pensó el
recién llegado que ese sitio estaba vacío. Poco a poco, comprobó
que sí había más gente dentro y que le observaban con curiosidad.
—Buenos días —lanzó al aire con poco entusiasmo.
La mayoría guardó silencio. Casi todos estaban acodados en la barra del bar. Algunos contestaron a regañadientes.
—Mi nombre es Bon, Jaime Bon. Y vengo a por vino.
La concurrencia recibió la noticia entre sonrisas y gestos de incredulidad.
—Eso es imposible — dijo un grandullón, de mejillas y nariz sonrosadas típicas de bebedor, desde la penumbra del fondo. Bon soy yo. Pero no te quedes ahí en la puerta, hombre. Pasa y tómate algo. Te invito. ¿Qué quieres tomar? ¿Vino? ¡Juan, ponle a este hombre un vaso de vino! Así que Jaime Bon, ¿no? Pues mira por donde te voy a contar una pequeña historia que te va a interesar. Resulta que en una pequeña localidad de Almería se rodaba una película. Me acerqué a curiosear. Había un poblado de casas de madera que imitaba muy bien el estilo del salvaje oeste. Entré en una especie de tienda o colmado, de esos que hay en todas las películas de vaqueros, con una barandilla de madera en el exterior donde amarrar los caballos. Y el encargado, detrás del mostrador, con un mandil y un gran parecido a Roger Moore, me apuntó con su escopeta mientras me decía:
—Los forasteros no son aquí bienvenidos. ¡Cómo te llamas!
—Me llamo Bon, Jaime Bon.
El hombre del mandil se echó a reir a carcajada limpia mientras bajaba la escopeta. Luego dijo:
—No puede ser. Bon soy yo, pero me has caído bien. Anda pasa, que te voy a contar una historia. Te vas a reír. Resulta que me encontraba descargando cosas de mi carromato, en un callejón, junto a la puerta de servicio de un restaurante de comida rápida. Unos cuantos sacos de harina de trigo. En ese momento, salió del establecimiento un tipo malencarado con gorro de cocinero y clavadito a Sean Connery. Me dijo:
—¿Quién eres tú, que vienes a importunar ahora con la de trabajo que tenemos en la cocina? No tengo todo el día. ¿Qué quieres?
Yo le contesté:
— Vengo a traer la harina para que hagáis las malditas pizzas. No hace ni dos horas que alguien de esta casa se pasó por mi tienda y me hizo el encargo. Si tú tienes trabajo yo también tengo cosas que hacer. Mi nombre es Bon, Jaime Bon.
Y el cocinero, cambiando totalmente el semblante, comenzó a reirse mientras me decía:
—Imposible. Bon soy yo, si lo sabré bien. Aunque puede que se trate de una coincidencia. Tiene gracia, ¿no? Pero pasa, hombre y siéntate un poco, que me has alegrado el día. ¿Quieres un poco de pizza? Está reciente. Y nada más que por eso te voy a contar una pequeña historia. Resulta que un buen día fui a un hotel de Manhattan, como sicario contratado, por un asunto de ajuste de cuentas, y allí en la recepción había un tipo malencarado con gran semejanza a Daniel Craig, sí ese de ojos claros que se da un aire a Putin. Y va el tipo y me dice:
— ¡Qué carajo quieres, con esa cara de lechuguino, que te pareces a mi psiquiatra!
Y yo le contesté:
—Mi nombre es Bon. Jaime Bon. Y te traigo un regalo: vengo a matarte.
—Matarme, dices. Mira: yo soy el verdadero. No me puedes matar. Mi final no está en tus manos. Ya lo ha decidido el guionista. Dentro de poco termina la saga. Todo tiene su fin. Eso al menos es lo que se comenta por ahí. Cerca de una treintena de películas. No está mal. O sea que 007 caput, c'est fini. Pero me has hecho reír y te voy a contar algo extraordinario: hace unos días anduve por la ciudad de Madrid . Era de noche y buscaba una dirección. Después de mucho caminar di con el lugar. Al entrar al portal casi me mato al tropezar con un bulto que estaba tirado en el suelo. Era un vagabundo que había decidido pasar allí la noche, de mala manera, sobre unos cartones. Me asusté y enseguida me di cuenta de la situación:
—Vaya susto que me has dado —le espeté.
—Y tú a mí. ¿Cómo te llamas? —me preguntó.
Y le dije:
—Mi nombre es Bon, Jaime Bon.
El hombrecillo sacudió sus greñas y lanzó una carcajada:
—Pero si ese soy yo. Ahora que si quieres, por una módica cantidad te quedas con el nombre y te regalo los cartones para que te eches un sueñecito. Verás mañana cuando vaya a por vino y lo cuente a los que anden por el bar. No se lo van a creer. Jajajaja.
Y, efectivamente, al día siguiente fue a la taberna. Empujó la puerta, que se abrió dándole paso. Los de dentro pudieron ver a un hombrecillo de mediana edad, de aspecto desaliñado, de cabellos largos y barba descuidada. En algunas partes de su pelambrera lucía mechones de canas. Tenía ojillos de borrachín y toda la pinta de ser uno de esos vagabundos sin techo que duermen entre cartones: un cartón como cama y, como compañero inseparable, un cartón de vino.
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Inspirado en una historia de Dino Buzzati.