jueves, 22 de marzo de 2018

Relato con fimosis



Cómo lograr que un texto funcione, que fluya, que discurra con soltura y naturalidad, que soslaye lo accesorio, lo que está de más, lo que no añade nada de interés al relato.
Esa era la cuestión que se me planteaba aquella tarde sentado ante mi escritorio.
Porque lo que estaba redactando en aquellos momentos había encallado en un monumental atasco creativo, una especie de tapón, un impedimento, un freno que me entorpecía el movimiento y no me dejaba continuar con la trama.
El caso es que Juan, mi personaje que, dicho sea de paso, hizo mucho el capullo en su vida, viviendo alocadamente y sin contención, había salido de su casa, cogido el autobús y entrado en el viejo portal de un edificio antiguo, de techos altísimos, escalera de madera y ascensor solo de subida. Iba a consulta médica. Tenía cita concertada con el especialista desde hacía unos días.

—Me duele aquí— dijo al urólogo, no sin cierto pudor, mientras le mostraba el prepucio, cuya escasa abertura no dejaba descubrir apenas el glande.
Debe molestarle mucho cuando mantiene relaciones ¿verdad?— Dijo el médico con cara de circunstancias, palpándole cuidadosamente el lugar—. En estos casos solo hay un remedio: la cirugía. Hay que cortar lo que estorba…

¡Cirugía! —dije para mis adentros—. Quitar lo que estorba. Esa era la clave.
Cortar y no añadir nada. La solución al problema, tanto en medicina como en literatura.
Pues nada. Me dispuse a llevarlo a la práctica. Manos a la obra. Cogí el “bisturí” y quité lo que sobraba. Y así quedó finalmente el relato:

 “Juan vivía en una casa del extrarradio de una gran ciudad. Su escaso poder adquisitivo no le permitía el lujo de alquilar algo más céntrico. Tampoco era imprescindible. Como su trabajo consistía en hacer gestiones desde su teléfono y su ordenador, no le resultaba fundamental acercarse al centro, salvo en aquellas circunstancias en las que, por motivos personales, de salud o de ocio, le era imprescindible hacerlo.
Aquel fatídico día, un viernes trece que quedará escrito a sangre y fuego en su piel, tuvo que coger  el autobús que, en cuestión de pocos minutos, le dejaba en el corazón de la ciudad. Un asunto médico. No imaginaba que su vida iba a experimentar un vuelco, un giro de 180 grados…
(…)
Después, la ciudad siguió viviendo de espaldas a todo, como si nada hubiera ocurrido. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa que la gente anónima se deje el pellejo —o parte de él— en una urbe de un millón de almas?”


Texto publicado en La Charca Literaria.
Aquí tienes la lista de mis trabajos publicados hasta la fecha en esta revista literaria.


lunes, 12 de marzo de 2018

Tempus fugit


Quedan lejos aquellos tiempos de universidad en los que en mi país no había libertad; pero éramos jóvenes, estábamos llenos de vitalidad, teníamos muchos pájaros en la cabeza  y toda una vida por delante.
Así podría empezar una novela a mitad de camino entre lo autobiográfico y la pura ficción.
La juventud, qué tiempos.
Unos años felices y despreocupados, donde la palabra cáncer era tan solo un signo del zodiaco; el corazón, un asunto personal o siete casillas del crucigrama; la enfermedad, eso que pasaba a los mayores; y el futuro, algo que no existía porque quedaba todavía lejos. Un tiempo en el que un día de lluvia no era un fastidio, sino una excusa para estar en casa con los amigos o con tu chica, oír música, fumar, beber algo, hacer el amor, arreglar el mundo... No teníamos un duro, pero éramos dichosos. No sabíamos nada de la vida, pero no nos importaba. Pensábamos que ese tiempo había venido a instalarse en nuestras vidas para siempre. Y que los viejos nunca fueron jóvenes, que ya nacieron así. Y que la cosa del paso del tiempo no iba con nosotros.
Un día ocurrió algo que lo cambió todo: fue cuando nos planteamos tomarnos la vida como adultos, buscarnos un trabajo, formalizar nuestra relación, planificar el futuro... Fue el momento bisagra de nuestra existencia, aún estábamos en plena juventud. No habíamos consumido un tercio del total, pero el cambio que se avecinaba era imparable.
A partir de ese momento, la vida pasó en un soplo. Cuando nos quisimos dar cuenta habíamos llegado a la mitad de nuestro camino. Buena parte de la otra mitad que nos quedaba se nos iría también en un suspiro.
Ahora, cuando nos vamos acercando a la recta final de nuestra existencia, reparamos en dos cosas: tenemos más estabilidad económica y emocional y mucha más experiencia que entonces. Y, sobre todo, recuerdos. De regresar al pasado, posiblemente no volveríamos a cometer los errores que cometimos; pero de qué nos sirve eso si la juventud se fue definitivamente de viaje. Se fue con otros, para no volver. Dentro de nada, para los jóvenes, nosotros seremos los viejos, los que siempre fuimos viejos. Y vuelta a empezar.

lunes, 5 de marzo de 2018

El método


 ¿Qué es la inspiración? ¿Algo que llueve del cielo? ¿Un regalo de las musas?
Dejar la ventana abierta, los ojos como platos y la boca de par en par, esperando la dádiva celeste que, como Zeus a Dánae, te fecunde la mente de ideas, no sirve de nada.
Sentarte en la mesa de trabajo todos los días varias horas ya es un buen principio. Hay que tener disciplina y ganas. Y tiempo.
Escribir es una necesidad, pero también un hábito.
En mi caso, la culpa la tuvo Kafka, ese inicio contundente de La Metamorfosis. Y también muchos otros: Cervantes, Sábato, Benedetti, García Márquez…
Cuando era más joven jugaba con un amigo a memorizar inicios de obras para ver si el otro era capaz de adivinarla:

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne.
Inicio de "El túnel", de Ernesto Sábato.

Un inicio redondo da pie a toda una historia que viene detrás. Tal vez, la historia está ahí aguardando, agazapada como una fiera, como la música dormida en el alma del arpa esperando la “mano de nieve” que toque sus cuerdas o El David de Miguel Ángel dentro del bloque de mármol… Sólo hay que quitar la piedra exacta que sobra, pero la obra ya está allí,  latente, esperando que alguien la saque a la luz.
Por eso, un método que me encanta y practico a menudo es idear un principio de algo que podría convertirse en un texto, sin saber todavía qué voy a contar. Y de ese principio vamos sacando poco a poco una historia que se va haciendo ella sola. A veces me da la sensación de que yo tan solo soy el escribiente, un medio del que se vale una narración para ir haciéndose.  Muchos relatos los he escrito siguiendo esa técnica. Tiene mucho que ver con la escritura automática de los surrealistas.

Por ejemplo, sin saber muy bien por qué, se me ocurrió escribir esto: 

—De todos los sitios en donde estuve, los mejores fueron los que más odié —. Lo soltó serio, lacónico, sin inmutarse, muy seguro de lo que decía, Diego, unos cuarenta años, pelo largo, barba de una semana, ojos negros y profundos... 

O esto otro: 

El barrio aquel al que llegué, ese triste día de invierno, no era precisamente el edén. Charcos e inmundicias poblaban buena parte de las calles. La lluvia no había logrado disolver la basura que se amontonaba en algunas zonas por la desidia de sus habitantes y la dejadez de los encargados de su recogida. 



Luego, como de la madeja va saliendo el hilo, voy tirando y va asomando poco a poco una historia detrás. 
Este método me ha venido muy bien sobre todo si lo combino con una buena dosis de lectura diaria. Recomiendo siempre ir a los grandes, a los que han marcado un hito en la historia de la literatura: Kafka, Sartre, Woolf, Bukowski, Steinbeck, Joyce, Camus, Borges, Cortázar… La lectura de una buena obra siempre deja en el aire ideas, palabras -dichas o no-, sugerencias, lecturas ocultas que pueden dar pie a otras situaciones, a otras historias…