Cómo lograr que un texto funcione, que fluya, que
discurra con soltura y naturalidad, que soslaye lo accesorio, lo que está de
más, lo que no añade nada de interés al relato.
Esa era la cuestión que se me planteaba aquella
tarde sentado ante mi escritorio.
Porque lo que estaba
redactando en aquellos momentos había encallado en un monumental atasco
creativo, una especie de tapón, un impedimento, un freno que me entorpecía el
movimiento y no me dejaba continuar con la trama.
El caso es que Juan, mi
personaje que, dicho sea de paso, hizo mucho el capullo en su vida, viviendo
alocadamente y sin contención, había salido de su casa, cogido el autobús y
entrado en el viejo portal de un edificio antiguo, de techos altísimos,
escalera de madera y ascensor solo de subida. Iba a consulta médica. Tenía cita
concertada con el especialista desde hacía unos días.
—Me
duele aquí— dijo al urólogo, no sin cierto pudor, mientras
le mostraba el prepucio, cuya escasa abertura no dejaba descubrir apenas el glande.
—Debe molestarle mucho cuando mantiene relaciones ¿verdad?— Dijo el
médico con cara de circunstancias, palpándole cuidadosamente el lugar—. En estos casos solo hay un remedio: la
cirugía. Hay que cortar lo que estorba…
¡Cirugía! —dije para mis
adentros—. Quitar lo que estorba. Esa era la clave.
Cortar y no añadir
nada. La solución al problema, tanto en medicina como en literatura.
Pues nada. Me dispuse a
llevarlo a la práctica. Manos a la obra. Cogí el “bisturí” y quité lo que sobraba.
Y así quedó finalmente el relato:
“Juan
vivía en una casa del extrarradio de una gran ciudad. Su escaso poder
adquisitivo no le permitía el lujo de alquilar algo más céntrico. Tampoco era
imprescindible. Como su trabajo consistía en hacer gestiones desde su teléfono
y su ordenador, no le resultaba fundamental acercarse al centro, salvo en
aquellas circunstancias en las que, por motivos personales, de salud o de ocio,
le era imprescindible hacerlo.
Aquel fatídico día, un
viernes trece que quedará escrito a sangre y fuego en su piel, tuvo que
coger el autobús que, en cuestión de pocos
minutos, le dejaba en el corazón de la ciudad. Un asunto médico. No imaginaba
que su vida iba a experimentar un vuelco, un giro de 180 grados…
(…)
Después, la ciudad
siguió viviendo de espaldas a todo, como si nada hubiera ocurrido. Al fin y al
cabo, ¿a quién le importa que la gente anónima se deje el pellejo —o parte de
él— en una urbe de un millón de almas?”
Texto publicado en La Charca Literaria.
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