miércoles, 24 de octubre de 2018

Sombra



No sabemos en qué momento preciso la sombra que proyectaba Félix Duarte decidió independizarse y vivir por su cuenta. Hasta ese día era normal verla en la pared trasera del estudio donde solía trabajar su propietario, a horas intempestivas de la noche, removiéndose levemente y en silencio cada vez que Félix se movía, en una perfecta imitación del original, pero en negro sobre fondo blanco, como siluetas chinescas sobre una pantalla gracias a la luz del potente flexo que en su camino se encontraba siempre con un obstáculo: el cuerpo sedentario de un hombre de mediana edad, ligeramente inclinado sobre la mesa de su despacho, tecleando en un ordenador.
Sí, la sombra le acompañó siempre, hasta que un buen día se hartó de su papel de subordinada fiel y decidió largarse en silencio, como esos maridos de hábitos nocturnos que se quitan los zapatos al entrar para no hacer ruido y caminan de puntillas por el pasillo hasta llegar a su dormitorio. Se fue sigilosamente, sin avisar ni nada. Su propietario no se percató en absoluto de la desaparición porque hay muy pocos seres humanos que miren hacia atrás para ver qué hacen sus sombras, y menos un escritor.
Desde ese día, la sombra dejó de tener dueño, emancipada como estaba, decidió emprender un nuevo camino en solitario, alejada de la rutina que la obligaba a ceñirse siempre a un guión que escribían otros. No volvería a ser jamás el reflejo de nada, no sería nunca más la actriz secundaria en la película de la vida de nadie.
En días radiantes, se la veía moverse por el suelo, trepar por las paredes encaladas, doblarse en las esquinas… Daba gusto verla serpentear entre los adoquines de la calle, alargarse infinitamente cuando el sol declinaba o cuando las luces de las farolas nocturnas estiraban su silueta, para luego encogerse caprichosamente como si fuera de goma. Ella era la sombra, la oscuridad perfecta, la libertad absoluta.
La gente andaba como loca cada vez que Carmencita —pues de alguna manera habrá que llamarla— salía a la calle, pues se acercaba siempre donde más personas había y se dedicaba a enredar entre los pies del personal. Los niños jugaban a pisarla, pero ella era más ágil y se escurría de sus pequeños perseguidores y enseguida acababa trepando por los muros de las casas, las tapias de los huertos o las vallas del cementerio. Y desde allí, desde lo alto, contemplaba a chicos y grandes, dominando la situación. Lo malo eran las otras sombras, las que proyectaban los demás. No veían con buenos ojos los movimientos de Carmencita. En realidad la odiaban por esa capacidad suya de adoptar libremente cualquier forma por caprichosa que fuera. Y la criticaban: que qué se había creído que era, que si no tenía formalidad, que si era una casquivana. La verdad es que sentían una envidia tremenda cada vez que el sol estaba en lo más alto, haciendo que sus rayos cayeran perpendicularmente, convirtiéndolas a ellas en poco más que unos diminutos círculos alrededor de los árboles del parque, mientras que Carmencita se deslizaba a su aire, llenándolo todo con su presencia y su libertad de movimientos, eclipsando, ensombreciendo a las demás, nunca mejor dicho. Y es que la envidia es muy mala.

¿Y que fue del antiguo propietario, de ese autor de piezas teatrales por encargo llamado Félix Duarte?
Pues simplemente decir que desde que su sombra le abandonó, decayó su inspiración, pues se le había ido para siempre su mitad imaginativa, ocurrente y aventurera. Carmencita había sido durante mucho tiempo su musa, la que le dictaba calladamente cada noche mil situaciones ingeniosas. Por eso sus textos se volvieron opacos, lacios, insulsos y hasta amargados. No hablaban más que de crímenes y de amores  traicionados. Y él se volvió huraño, solitario, antipático…
—Mira que tienes mala sombra —le dijo un día una amiga.


Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia

sábado, 13 de octubre de 2018

La venganza




—Tarzanes como tú… me los como yo a pares. Mucho cuerpo,  pero pocos huevos.  

Lo dijo de un tirón, sin inmutarse lo más mínimo, seguro del terreno que pisaba, ciertamente resbaladizo. Aquello fue un farol. Un titubeo en la voz, una mínima señal de que la bravuconada era una impostura y su sentencia de muerte se habría firmado; pero no: la amenaza salió contundente, creíble, con la expresión firme, la de un hombre que está acostumbrado a enfrentarse a matones como el que tenía delante.
Todo empezó aquella tarde cuando salió de casa dispuesto a lo que fuera.
Pepe Moreno, un joven de unos treinta años, flaco y de pelo largo, había perdido su trabajo. Debía abandonar el piso donde vivía de alquiler porque adeudaba seis meses. Y por si fuera poco, la chica con la que salía le había dejado por otro, sin mediar palabra, sin una mínima explicación, como si él fuera un trapo de usar y tirar. Y él, aquel día, marchó de casa a la desesperada. Con una determinación firme en su cabeza: ir a un conocido local de copas para montarle el pollo a su ex. Acababa de hablar por teléfono con Alex y se lo había chivado:

—Julia acaba de meterse en el Casablanca. La he visto en la puerta, haciendo cola. Iba con dos chicos y otra chica.

Y para allá se fue.
En la puerta del tugurio, un gorila de discoteca, un tipo cachas atiborrado de esteroides hasta las cejas, con los brazos cruzados y la cabeza rapada, iba eligiendo entre los que aguardaban para entrar quién pasaba y quién se quedaba fuera. Como un cancerbero caprichoso, decidía según le pareciera en cada momento quién ingresaba en aquel lugar y quién quedaba excluido del paraíso.

—Tú entras. Tú, no —. Decía mientras miraba despectivamente a uno que no llevaba calzado adecuado. Así, cuando Pepe Moreno se acercó a la entrada de aquel lugar —greñas rockeras, pantalón vaquero y zapatillas deportivas— con ademanes de pasar, el portero se le encaró y le soltó con media sonrisa que tenía mucho de mueca:

—Para el carro, tío. ¿Dónde te crees que vas? Aquí no se admite a gente como tú. Creo que te has equivocado de local. El concierto de Rosendo es dos calles más abajo. Aquí la gente es más fina. No puedes pasar.

Y luego, Pepe Moreno, armándose de valor,  le largó aquello, jugándose el tipo al encararse con el mastodonte aquel.
Y el gorila, desconcertado ante el reto,  le miró unos segundos dudando entre darle un puñetazo o hacerse el loco. Y optó por lo segundo e hizo como que no le había oído. Miró para otro lado, como para no ver que se colaba por la puerta. Y ojos que no ven…



Y Pepe se abrió camino entre un mar de gente guapa, chicos de gimnasio de pelo corto, chicas con las tetas recién puestas, maduritos interesantes de cabello engominado y mujeres maqueadas de rostro reconstruido, con esa expresión uniforme que las hacían clónicas, todas hermanas gemelas por obra y gracia del bisturí y de la silicona. Mientras, por las pantallas acústicas  atronaba la música house. Un ambiente, lo que se dice, de lo más pijo.
Y allí, al fondo, sentada en torno a una mesita baja con otras tres personas, estaba ella. Riéndose, entre copas,  con esa expresión suya tan cautivadora, pelo largo rubio, bonita, encantadora, con esos hoyuelos en las mejillas... Y Pepe notaba por momentos que se reblandecía, que estaba a punto de perder el papel de hombre decidido, capaz de enfrentarse a las situaciones más duras. Sentía que estaba en trance de claudicar, de renunciar a cantarle las cuarenta a la moza por aquel desplante sin explicación alguna, después de dos años de relación. Él no era un perro, que se pudiera abandonar en cualquier esquina, era una persona con sentimientos y no se merecía ese trato; pero notaba, según se iba acercando a la mesa, cómo se iba licuando por momentos, ablandando como la carne en leche, perdiendo fuerza y gas…

—Hola Julia. ¿Qué tal estás? —expresión suave, ojos tiernos, vocecita tenue—. ¿Tienes un momento?

Y ella, levantándose de mala gana hacia donde estaba él:

—¿Por qué me persigues? Déjame en paz.

Y Pepe:

—Me extrañó que no me dijeras nada. Después de todo este tiempo compartido. Irte sin una explicación. Creo que no me merezco ese trato.

Y ella:

—Ya somos mayorcitos como para que nadie cuestione si puedo o no andar sola por la vida, sin pedir permiso a nadie. Hace tiempo que no doy explicaciones por nada. ¿Lo entiendes?

Y él no lo entendía. O sí, pero a medias. Ser libre no estaba reñido con tener en cuenta a los demás, sus sentimientos y todo eso… Pero ella volvía a la carga:

—A ver si captas el mensaje. Lo nuestro se acabó. No hay nada que explicar. Tan solo que me he dado cuenta de que soy demasiada mujer  para un tipo como tú. ¿Lo entiendes?

Y, visto así, él claro que lo entendía… Se sentía humillado y roto, pero lo entendía. Lo suyo, lo que llegaron a compartir los dos, si es que alguna vez lo hubo, se había diluido como un azucarillo en un vaso de agua hasta desaparecer.

—¿Pasa algo, Julia? —preguntó alguien con tono desafiante desde el grupito de la mesa.
—No, nada. Pepe ya se iba.

Y Pepe, como un relámpago, retomó el ímpetu perdido, recuperando en un santiamén el tono de hombre enérgico y resuelto. Y, sintiendo la adrenalina circular por  sus arterias, con toda la furia del mundo, seguro y decidido, se dirigió  a la mesa y dijo al que intermedió por Julia:

—¿Y tú de qué vas, tío listo? ¿Quieres algo conmigo?

Y el otro se arrugó como un papel y prefirió no responder a la provocación. Y enseguida llegó alguien del local que invitó a Pepe a marcharse. Y mientras se iba de allí, todavía tuvo cuajo para decir en voz alta:

—Por las buenas soy muy bueno; pero por las malas, mejor no provocarme. Me voy. Vosotros podéis seguir con vuestra fiesta de niños pijos. ¡Ah! Se me olvidaba: Julia ronca cuando duerme y se tira pedos.

Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia


lunes, 8 de octubre de 2018

Un amigo de toda la vida





—¡Vaya cara que tienes!

Así lo soltó, sin rodeos, sin tapujos. Mirándole fijamente, sin pestañear.
No era un reproche, tampoco un cumplido.
Tantos años hacía ya que se conocían. Tantos secretos compartidos…
Resultaba curioso, pero siempre que se encontraban frente a frente, se observaban unos instantes en silencio, como estudiándose, como indagando en las pupilas, buscando complicidades antiguas, tal vez una respuesta a una pregunta nunca dicha…
Había pasado el tiempo. Ahora tenían más canas, las facciones más marcadas, más arrugas… pero había algo en las expresiones, en las miradas, que seguían siendo las de siempre. Los jóvenes que siempre fueron, con ese aire ligeramente tristón y ausente.
Y  luego estaba el tema de las aficiones, de los gustos musicales, literarios… Esa forma peculiar de entender el mundo…tan semejante.
Hasta el gusto para decorar la casa, la elección de los muebles, las paredes forradas con estanterías repletas de libros…
—¡Vaya cara que tienes! Hasta te han salido patas de gallo. Se ve que los años no pasan en balde.
Lo decía sin apartar los ojos de su mirada. De frente. Como debe ser.
Muchas veces no necesitaban ni hablar para saber qué pensaban el uno del otro.
Y ahora estaban ahí, frente a frente. Un rato largo contemplándose.
Luego, con un gesto simétrico y sincronizado, ladearon la cabeza y dejaron de mirarse; se pusieron al unísono el abrigo, idéntico en forma y color; cogieron de la mesita del recibidor sus respectivos manojos de llaves, también idénticos; abrieron a la vez la puerta que daba a la calle, la misma puerta y la misma calle, y salieron, dejando atrás el espejo de cuerpo entero de la entrada del apartamento donde Manuel se había entretenido mirándose un rato.
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Texto publicado hoy en La Charca Literaria



lunes, 1 de octubre de 2018

Cada noche


El buitre leonado que venía cada noche a visitarle tenía las plumas con todas las tonalidades del arco iris. Salvo su gorguera, que mostraba un discreto marrón claro tirando a blanco, el resto del plumaje ofrecía un colorido que iba desde el violeta hasta el rojo pasando por el amarillo y el verde.
Damián vivía solo, en una vieja y pequeña casa compuesta de dos piezas: un dormitorio con baño y una especie de sala de estar con una diminuta cocina adosada a un lado. Este era su hogar desde hacía mucho tiempo, desde que su mujer le abandonó.
El buitre leonado siempre se presentaba puntual, cuando Damián se acostaba y entraba, amodorrado y tranquilo, en ese estado previo a quedarse dormido, poco antes de que el reloj diera las doce. Llegaba sin saberse de dónde y se aposentaba en los barrotes metálicos del pie de la cama. Allí quieto, con las plumas recogidas, como un guardián que velara sus sueños. Damián entonces se dormía confiado, se desvanecía más bien. Y el buitre quedaba revoloteando y planeando un rato encima de la cama, tan solo por obra y gracia de la imaginación del que empezaba a adentrarse en la profundidad de las sombras. Y Damián se deslizaba por un tobogán y llegaba con su sopor hasta lo más hondo. Y una vez allí, el buitre comenzaba su labor. Se aproximaba al cuerpo rendido, inconsciente y ajeno a todo, picoteaba en su piel, en su mente, en sus ojos, en sus intestinos, en su páncreas, en su hígado… noche tras noche, hasta que una mañana ya no hubo un nuevo despertar y el buitre se marchó en busca de otra presa nueva a la que visitar en horas de oscuridad, soledad y alcohol.

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