lunes, 30 de septiembre de 2019

Gigantes


Fuente: Bankia Gestor Multicanal

Los seres enormes, los gigantes -monstruosos o no- dotados de fuerza prodigiosa, siempre nos han acompañado: en la infancia, en la juventud y en la madurez. Entes de ficción, consecuencia de muchas lecturas y películas, producto también de nuestras fobias, de nuestros miedos y de nuestras peores pesadillas.

¿Quién no se acuerda del ogro de los cuentos infantiles, de los Titanes, de los Lestrigones, del cíclope Polifemo, personajes literarios, presentes en aquellas películas de finales de los 50 y de los 60, aquellos peplum donde mezclaban historia antigua con mitología? No olvidemos tampoco a Gog y Magog, de los textos hebreos; a Gilgamesh y Enkidu de la mitología sumeria; a Putana, la demonia gigante de la India; a los Patagones.

¿Quién no recuerda los gigantes, que no molinos, a los que se enfrentaba nuestro ingenioso hidalgo de la mano de Cervantes? ¿Quién no se estremeció, aunque solo fuera un poco, con seres de pesadilla como el Kraken, King Kong o Godzilla o con las máquinas infernales, también gigantes articulados, de La Guerra de los Mundos? Terroríficos también, el monstruo Rangor de La Guerra de las Galaxias, el escurridizo Alien de la famosa saga, el tiburón enorme de otra saga no menos popular, los dinosaurios de Parque Jurásico, los cangrejos tremendos de La isla misteriosa, el pulpo gigante de Veinte mil leguas de viaje submarino, tan presentes siempre en nuestras películas juveniles, en nuestras novelas de aventuras y en nuestros cómics de ciencia ficción.

Gustavo Doré

Seres devastadores, insaciables, devoradores de carne humana; criaturas de pesadilla, anunciadoras del apocalipsis, egoístas y primitivas, que se llevan por delante todo lo que se les cruza en su camino.

Y nunca falta un héroe de tamaño corriente, muy valiente y astuto, que sabe enfrentarse a estos descomunales destructores. Siempre hay un Ulises que deje tuerto (y ciego) a Polifemo, un David que mate de una pedrada con su honda a Goliath, un caballero valiente que se enfrente al dragón o al ogro,  un capitán Ahab que acabe con Moby Dick (y de paso -por efecto colateral- con él mismo en su locura destructora), un don Quijote que arremeta contra los molinos (perdón, quise decir gigantes) en fiera y descomunal batalla, no sin antes encomendarse de todo corazón a su señora la sin par doña Dulcinea del Toboso.

Los "gigantes" que hoy nos quitan el sueño amenazan con destruirlo todo. No sé si habrá algún héroe que sea capaz de enfrentarse a ellos y salir victorioso de la empresa. O tendremos que resignarnos, sin más, a ser devorados.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Psicomotricidad fina: tobas y sardinetas


Imagen tomada de aquí

Los chicos de los sesenta éramos expertos en estas técnicas, ideales para hacer amigos.

La asignatura de psicomotricidad de aquellos tiempos se aprendía en la calle, pero también en el colegio, aunque de forma transversal y sin que constara en el boletín de notas: los profesores eran expertos en darnos capones y collejas, independientemente de la asignatura. Y practicaban con nosotros esas habilidades manuales tan varoniles. Las chicas solían sufrir en sus carnes otras menos toscas y más femeninas, sobre todo suministradas en los colegios de monjas: los pellizcos. El “pellizco de monja” era una especialidad sumamente sádica que consistía en un castigo de dos tiempos:
Tiempo uno: pellizco.
Tiempo dos: sin soltar la presa, la persona encargada de darte tortura, movía los dedos-pinza que apresaban tu carne, rotándolos como mínimo noventa grados en el sentido de las agujas del reloj. En ese momento, la víctima emitía un quejido de dolor. Castigo cumplido.
Los chavales sufríamos en clase collejas, capones, estiramientos de orejas y de mofletes, bofetadas y palmetazos en las manos, en los nudillos o en los dedos apiñados hacia arriba como hacen los italianos cuando dicen eso de “porca miseria”, pero sin moverlos, porque si no el castigo se incrementaba, generalmente en progresión geométrica.
Y en la calle practicábamos con los conocidos esas habilidades, aunque las preferidas por nosotros eran dos: las tobas y las sardinetas.
Tobas:
Se pilla el dedo corazón o el índice con el pulgar, como diciendo “okey”. El dedo pillado hace la intención de salir disparado, pero el dedo “gordo” se lo impide. De golpe, se libera el dedo retenido, que sale como una centella hacia su objetivo. La toba era válida para el juego de las canicas, para el de las chapas y, cómo no, para sacudirle en la oreja a nuestro rival, oponente o víctima propiciatoria. En días fríos de invierno, con las orejas coloradas por causa de las bajas temperaturas, sentir el aguijón de la toba impactando en los desprevenidos soplillos era una de las experiencias más desagradables que se pueden sufrir en esta vida, casi tanto como ser obligado a comerte a esa edad un plato de acelgas hervidas.
Para sacudir en el trasero, optábamos mejor por la sardineta.
Sardineta:
Júntense los dedos pulgar y corazón como en pinza. El dedo índice queda libre y, al agitar la mano como si quisiéramos bajar el mercurio de un termómetro, notamos como el índice choca contra los dedos en pinza… Estamos ensayando el golpe. Si no suena “clap clap”… la sardineta no está preparada. Hay que practicar un poco. Ahora sí. Cuestión de acercarse por detrás hacia el trasero de alguna víctima y ensayar. El truco consiste en golpear de refilón con el índice a modo de látigo, apenas rozando el culo desprevenido de nuestra víctima. Si grita, es que la sardineta ha cumplido su objetivo. Si la víctima es más fuerte que tú, se aconseja salir por patas.
Y a estos menesteres nos dedicábamos algunos: Sebas el Garrapata, Aniceto Caralija, el Carapastel, el Mosca, el Flauta, el Tirillas, y tantos otros, mientras esperábamos, anhelantes, la llegada de la democracia.


Texto publicado en La Charca Literaria


lunes, 2 de septiembre de 2019

Suicidios y chapuzas



Zoila Zabaleta Zunzunegui decidió quitarse la vida el día en que un muchacho bromista, dispuesto a pasar el rato gastando bromas telefónicas, al modo antiguo, la llamó diciéndole que cómo no le daba vergüenza estar la última en la guía telefónica. No lo pudo soportar. Cayó en una grave depresión y estuvo a punto de cometer una locura: darse de baja de Movistar o de Facebook. Luego, lo pensó mejor e intentó matarse; pero no lo logró: la pistola que le vendieron por internet era de fogueo. 

Aniceto Sepúlveda se tiró por la ventana desde el piso undécimo de aquel bloque de viviendas -con tan buena suerte que fue a caer sobre el toldo de la charcutería y se salvó-, cuando se enteró de que su padre le puso ese horrible nombre, como una maniobra de distracción, para que nadie se fijara en el suyo propio: Desiderio.  

Edelmiro Queme Piro, periodista de la cadena ESTAR, se ahorcó con un cordón de bota de hacer senderismo (la del pie derecho, concretamente), colgándose de la viga de madera del techo de un albergue rural en las afueras de Bruselas, tras nueve semanas ininterrumpidas de aguantar estoicamente a diario las declaraciones de Puigdemont, cuando este señor estuvo allí pasando una temporada antes de que partiera a Waterloo. En un papel firmado a los pies del ahorcado se podía leer: me voy porque no aguanto al tipo del flequillo con gafas. Me tiene aburrido. Todos los días tiene que ser él el centro de las noticias. 

Froilán, un joven consentido y prepotente de familia con posibles, se suicidó el día en que se enteró de que, aparte de ser el rey de su casa, no podía serlo del resto del país, dado que, entre otras cosas, por motivos que ahora no vienen a cuento, se había proclamado la república.