martes, 31 de mayo de 2016

La leyenda del enmascarado



La nueva obra de Montserrat Suáñez.
Ganadora del IV premio Alexandre Dumas de Novela Histórica.

En la contraportada se nos cuenta:

"A comienzos del siglo XIII, viejos conflictos familiares y el amor a una misma mujer impulsan a Robert de Montfort a acusar falsamente a su rival de practicar la herejía de los cátaros. Torturado y sometido a proceso, Raymond logra escapar cuando está a punto de sufrir el castigo de la hoguera. Todos creen que ha muerto durante la huida."

Lo primero de todo: la portada. 

No es casual. Los que conocemos a Montserrat desde hace tiempo y seguimos su trayectoria en sus blogs lo sabemos. Una imagen galante, gente joven pasando el tiempo de forma desenfadada y tranquila, jugando… al ajedrez. 
La historia –la vida misma- a veces se plantea como una partida donde hay jugadores, ganadores y perdedores. Y para alcanzar el triunfo o la derrota, suele haber una estrategia en medio, con intrigas, maquinaciones, hasta puñaladas por la espalda… No en vano el blog “De reyes, dioses y héroes”, siempre tuvo alusiones al tablero de la historia, jugadores incluidos. 

La novela. 

Sumamente entretenida. Ágil, dinámica, trepidante, llena de acción… Una narración que te atrapa desde las primeras líneas. Muy visual. A menudo cree el lector estar asistiendo a la proyección de una película de capa y espada, con sus buenos y sus malos, sus seres repugnantes y perversos. Donde no falta la iniquidad, pero tampoco la piedad, la abnegación, el desinterés.
Y por ella circulan caballeros y damas, nobles y aldeanos, esbirros y canallas, villanos de la villa y seres llenos de vileza, traidores y torturadores, gentes de buen corazón y bestias de malas entrañas.

El amor, el odio, la injusticia, la traición, el honor y la venganza se convierten en ejes vertebradores que van dando sentido a la trama.

No faltan ingredientes medievales como los "torneos, los procesos inquisitoriales, aquelarres, batallas, raptos, ritos de caballería, crímenes y maldiciones, cruzados, trovadores y señores feudales."

Ni siquiera falta una de las  batallas más memorables de la Edad Media, la de las Navas de Tolosa.

La propia autora nos dice

"El Medievo fue, ante todo, tinieblas, oscuridad arrolladora que resultó más fuerte que la luz. El dogmatismo religioso hizo mucho daño. El arte estaba casi exclusivamente al servicio de la religión, y el sistema feudal propiciaba injusticias inimaginables. Y, sin embargo, cuando pienso en la Edad Media estoy convencida de que son sus tinieblas lo que más nos seduce y atrapa nuestra imaginación."

Novela histórica, muy bien ambientada en cuanto a escenografía, vestuario, ambientes, utilería... (lo que se dice, el "atrezo"); pero también novela de intriga, de capa y espada, novela "romántica"... Y no digo más, que tampoco conviene "destripar" el contenido a los potenciales lectores... 

Mis felicitaciones a la autora por haber logrado dar forma a una estupenda narración, siempre  amena y convincente.
Y mis felicitaciones también a la editorial por elegir y conceder el preciado galardón a una obra que se lo merece.


"La leyenda del enmascarado" es una novela de M.A.R. Editor.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Sombras

Imagen de Alexei Bednij

"De niños acostumbrábamos a perseguir las sombras. Y a pisarlas. Las de los demás o las nuestras propias. Era un juego divertido. La cuestión consistía en iniciar una carrera y saltar sobre ellas para que, desprevenidas,  no pudieran zafarse de nuestros pies. Pisar las sombras… todo un entretenimiento.  Ninguna se quejaba. La sombra propia era mucho más escurridiza y esquiva que las de los amigos  o las de los transeúntes que pasaban por la calle, y para atraparla,  por mucho que corriéramos, no pasábamos nunca más allá de la altura de sus pies, que coincidían precisamente con los nuestros. Había ciertas horas mágicas en las que por obra de un sol declinante en la tarde o gracias  a la luz de  las farolas, las sombras se alargaban y resultaban tentadoras, ¿cómo no ir tras ellas?"

Fragmento de "Mujer sin sombra", perteneciente a 

sábado, 21 de mayo de 2016

Luis de Córdoba (y 2)


En la entrada anterior, dejamos a Luisillo en casa de los duques de Medina del Pozo Seco...

Una vez que andaba apenado, preso del mal de melancolía, el duque le decía: “Luisillo: no estés triste, que la congoja es mala cosa. Y a ti debe alegrarte lo que a mí me da gusto.” 
Y, sin dejar de devorar el muslo de una perdiz estofada, le tiraba un hueso para que fuera como un perro a buscarlo. Y el otro, haciendo de tripas corazón, se ponía a cuatro patas y salía ladrando como podenco tras su presa y cogía el hueso entre sus dientes y regresaba donde el amo, que lo recibía y celebraba con grandes risotadas: “Buen chico”, le decía. “De sabios es saber dar cumplimiento a las peticiones de tu señor. Y de personas inteligentes dar gracias por las mercedes que este te concede.” Y luego: “Anda a la cocina y que María la manchega te dé alguna cosa. Te la has ganado.” 

Carolina, la hija del duque, simulaba ser un ángel celestial, con ese cuerpo menudo y delicado, esa candidez aparente de su cara redonda y sus tirabuzones rubios, pero era poco menos que el demonio personificado. En el jardín tenían una alberca o estanque que por el invierno criaba un légamo verdoso. Y en su mitad lo atravesaba una pasarela a modo de puente. Y la niña empeñada en que su “juguete” hiciera equilibrios andando por el pasamanos y cruzara el estanque de cabo a rabo y a la pata coja. 
“Vuestra merced tenga a bien la gracia de disculparme de semejantes acrobacias, que hace frío y la puente parece resbaladiza. Y pudiera tener la mala fortuna de tropezar y caer a la alberca- suplicaba Luisillo-, que ya me bañé la semana pasada y hoy no está el día para andar con agua y pudiera partirme la crisma o coger una enfermedad para mis pobres güesos.” 
Pero la niña se mantenía firme en sus deseos y el muchacho no tuvo más remedio finalmente que acceder a los caprichos de su dueña. Y pasó lo que tenía que pasar, que resbaló y por poco se parte la cabeza y salió del estanque empapado y hecho una sopa, lo cual fue muy celebrado por todos con grandes risas y comentarios: “Diablo de muchacho. Qué ocurrencias. Ir a caer al estanque con lo fría que está el agua.” 



Pasaron dos años de esta guisa, donde se alternaban los días de paz con semanas de sustos y sobresaltos. 
De la calle había ido a parar a servir al duque y de la casa del duque fue a parar por fortuna a la del rey don Felipe IV. Porque un buen día, aprovechando que su majestad andaba de visita por Córdoba y le habían preparado alojamiento en el Alcázar de los Reyes Cristianos, el duque tuvo la genial idea de llevárselo de regalo junto a dos perdices que acababa de cazar precisamente para esta ocasión. 
Y, tras anunciar su visita, allá entró el de Medina del Pozo Seco pavoneándose con sus mercedes, haciendo una reverencia y exhibiendo señales de sumisión y lealtad. 
La verdad es que “regalar” a Luisillo casi le costó una enfermedad al duque, puesto que se había acostumbrado a sus ocurrencias y le había cogido cierto afecto, pero la niña finalmente se había cansado de él. Ya era mocita y empezaba a pensar en otros “juegos” en los que no había lugar para su habitual compañero, ideal en tiempos infantiles, pero un estorbo –de corta talla- ahora que su mente y su cuerpo anhelaban otro tipo de compañía. Se cansó de él como los niños se hartan de sus juguetes cuando crecen. Y de bufón pasó a ser de nuevo “muñeco de trapo”, ahora huérfano de dueña. 
Así que nuestro bufón -nuestro “hombre de placer”, que era como también los llamaban- acabó su trayectoria en palacio. Un cambio que le trajo tranquilidad y satisfacción. Y casi siempre más contento que gato con tripas. 
Y allí fue donde tuvo ocasión de mostrar que sus habilidades iban más allá de hacer gracietas, piruetas y simulaciones. Que para sobrevivir había que abrir bien las orejas, pero también hacerse el sordo cuando era conveniente, hablar y no comprometerse con comentarios inoportunos, nadar y guardar la ropa, regalar los oídos con lisonjas y mentir más que sastre en vísperas de pascua. 
Y aprender todo y de todos, que hasta de lo malo saca uno alguna enseñanza de provecho. 




Y así logró con el tiempo ocupar el puesto de “estampillero” o encargado de la estampilla con la rúbrica del monarca, al igual que también tuvieron su gloria Nicolás de Pertusato o Mari Bárbola. 
Luisillo entró a servir el mismo año en que nació Felipe Próspero, en 1657. Y también padeció el duelo que siguió a su temprana muerte cuatro años más tarde. Participó de la alegría de todos cuando nació el infante Carlos, promesa de la continuidad de la dinastía. Eso pensaban entonces. 
En general, la vida era bastante tranquila, al principio casi siempre reducida a ocuparse de los infantes. Luego, con los años, dedicándose a cometidos más serios. 
Por palacio andaba siempre el pintor oficial de la casa, un tal Velázquez. 
No le caían los bufones nada bien al pintor de la corte. De hecho los llamaba “sabandijas de palacio”. Solo que a petición del rey don Felipe o de doña Mariana de Austria, se le encargaba a menudo que hiciera el retrato de este o de aquel enano o bufón de la casa. Y ponía el mismo mimo y cuidado que en retratar a la familia real. 
Se solía enojar bastante cuando la gente le decía si el enano Diego Acedo Velázquez, más conocido como “El Primo”, era realmente primo suyo, de ahí el sobrenombre. Y eso que el bufón estuvo muy considerado, logró ser ayudante del Secretario de Felipe IV. 



Bufones hubo muchos por palacio. Algunos medraron e hicieron fortuna, otros duraron poco tiempo e incluso los hubo que cayeron en desgracia, como aquel denominado “Barbarroja”, que en realidad se llamaba don Cristóbal de Castañeda, muy ingenioso y ocurrente, experto en imitar al célebre turco en su parodia de la Batalla de Lepanto, pero no tan inteligente como para saber medir bien las palabras, como aquellas que le costaron el destierro a Sevilla, cuando el rey le preguntó si había olivas en Valsaín. Y el otro contestó: “Señor, ni olivas ni olivares.” 

La idea de retratar a los reyes o a los infantes con ellos era para potenciar la belleza o el rango real, comparativamente con seres deformes o de corta talla. 
En el cuadro llamado “Las meninas”, por ejemplo, pretendía el pintor destacar la fealdad de Mari Bárbola para resaltar la belleza de la infanta Margarita y de sus dos damas de compañía. 
En el cuadro también había gente mayor, como Marcela de Ulloa, la guardadamas, o el aposentador que conversa con ella. Se conseguía así un contraste que resaltaba la frescura de los más jóvenes, la infanta y sus meninas, frente a la gente adulta. 
A Nicolasillo lo conoció bien. Era envidioso y celoso y no hacía gracia a nadie, pero logró ser Ayuda de Cámara y poseedor de tres viviendas en Madrid. 
De Maria Bárbara, la alemana, o Mari Bárbola, apenas tuvo trato directo con ella y supo más de su carácter por comentarios de aquí y de allá. Era fea como el demonio, pero con más maravedís que todos juntos. Llegó a tener 15000 ducados. 



Y Luisillo aprendió de unos y de otros y con el tiempo prosperó. Que más sabe el necio en su casa que el sabio en la ajena. 
Y así fue como Luisillo se convirtió en Luis de Córdoba. 
Y no se pudo quejar. Tuvo una ocupación por la que fue considerado y respetado. No ganó mucho, pero comió caliente, tuvo buenas ropas. Y cuando se hizo algo mayor, se pudo retirar con una renta anual y una casa en Madrid que le permitieron vivir dignamente los años que le quedaron de vida, que no fueron demasiados, pero tampoco agitados. 
Y, como hubiera dicho don Francisco de Quevedo, más o menos, dejo este escrito para solaz de los discretos y enseñanza para los necios que, si bien nunca dejarán de serlo, alguna enseñanza provechosa sacarán de ello.

Firmado: bachiller don Íñigo de Acuña.


Fragmento de Luis de Córdoba, un relato de "En la frontera"

lunes, 9 de mayo de 2016

Luis de Córdoba


Semblanza que de él hace don Íñigo de Acuña, célebre autor de poesías y entremeses, amigo entrañable de don Francisco de Quevedo, compañero de letras, tabernas y pendencias.


A Luisillo ya le hubiera gustado nacer en otro cuerpo, con otro porte más agraciado, para ser respetado por los hombres, envidiado por los jóvenes y amado por las mujeres; pero tuvo la mala suerte de que Dios o la naturaleza el día de su nacimiento estaban distraídos en otra cosa, o andaban de chanza u ocupados en menesteres más importantes, que tuvo la desgracia de venir a este mundo más pequeño que los demás. 

Al principio, sus padres y hermanos hasta festejaban que su cuerpo fuera menudo; pero con los años fue apareciendo otra realidad: era lo que se dice un enano. Afortunadamente, la naturaleza no se cebó con él. No era deforme como otros que llegó a conocer, sino bastante proporcionado; tampoco se podría decir que fuera feo: sus profundos ojos negros tan expresivos y ese bigotazo que se dejó cuando estrenó su juventud le daban un aire varonil que a nadie repugnaba. Simplemente, era pequeño -no alcanzaba el metro treinta-, pero sano e inteligente. 

Luisillo nació en Lucena, en la provincia de Córdoba, de familia honesta pero humilde. Su padre era campesino y, aunque era propietario de un buen trozo de tierra -lo cual era una excepción y una suerte con tanto latifundio señorial como había-, entre diezmos, alcabalas, sequías y plagas, sacaba poco más que para comer, que los tiempos eran malos y las guerras del rey don Felipe, costosas. Y eran menester muchas vidas para ganarlas y demasiados dineros para mantenerlas. Y, para colmo, les nació un hijo que daría de qué hablar entre el vecindario, que ni para manejar el arado ni para los tercios daría juego, que al hombre desdichado la puerca le pare perros. 




Desde muy pronto tuvo que aprender a convivir con las delicadas flores con que le obsequiaban los demás. Sobre todo los chiquillos de su edad, que gustaban de hacer bromas y chanzas. Para muchos no era Luis, ni siquiera Luisillo, sino simple y llanamente: Mojón, Mediometro, Boñigo de mula, Albondiguilla, Almorrana, Cagarruta, Cagajón… y otras lindezas por el estilo sobre su persona, que los chicos se las gastaban y no andaban con finuras. 
Pero la vida, por dura que pueda ser, es buena consejera y de ella siempre se aprende algo.
Que si hombre fiero se mofa de ti, ríete como necio; pero guarda una piedra en la bolsa para mejor ocasión, que las descalabraduras no entienden ni de valentones ni de miedos. Y nunca hay que tener priesa, aunque sí buena puntería. 
De quien nada da, no esperes ayuda ni compasión. Que más abrazos da un manco que un tacaño. 
Y advierte que si te cruzas con fraile en cuaresma, conviene apretar el paso y la bolsa. 

Luisillo tuvo la suerte o la desgracia de nacer en tiempos del rey don Felipe IV. Una época en la que estaba bien visto entre la gente acomodada llenar las casas de perros, monas, cotorras, criados, enanos y bufones. En otros tiempos, gentes como él habrían sido arrinconados o abandonados como se deja un arado roto o una silla con las patas quebradas, pero ahora estaba de moda imitar los usos de la Casa Real y era un signo de distinción hacer alarde de esa costumbre. 



Lo cual no quiere decir que su vida fuera fácil, pues siendo libre pasó penalidades y teniendo amo perdió su dignidad, aunque logró llenar sus vacías tripas y cubrir su cuerpo con ropas decentes y no con harapos, que la libertad sin pan es mala compañera. Y aquellos eran malos tiempos para andarse con remilgos. 
Siempre se dijo que “cada pueblo tiene su tonto que le divierte”. Y los grandes señores no podían ser menos que el pueblo. Así que nobles y altos caballeros, damas distinguidas y hasta el propio rey se rodeaban de una corte de gente variopinta, ruidosa y especial, formada por locos, enanos, deformes, idiotas y chistosos, grotescos personajes, bufones todos cuya única misión era despertar las risas de los que se creen superiores y desde esa superioridad sentirse consolados de no parecerse a esos monstruos y, dado que jamás podrían hacerles sombra ni disputarles ni su poder ni sus privilegios, permitirles desde su altura lo que a ningún otro mortal les permitirían, ser objeto de sus bromas, de sus críticas ingenuas o de sus chanzas, sin menoscabo de su autoridad, siempre con la gracieta, el chiste, la imitación o el ademán.
Para los bufones, en el fondo, era una especie de trueque: dejarse humillar a cambio de un plato generoso, de un techo y de algunas monedas. Y como reza el dicho popular: mejor vestido que teatino, que la gente principal consideraba a sus bufones como una parte más del mobiliario. Y toda casa con posibles debía tener buenos tapices, cortinajes, alfombras y enseres. Así proveían a sus bufones de camisa, jubón y calzas y a veces hasta de sayo, zamarra o tabardo, no faltando ni botas ni borceguíes, que por el atavío del criado se ve el poderío del amo. Que aparentar riqueza era algo que se estilaba mucho y la gente tiende a juzgar por lo que se muestra no por lo que se cuenta. 

Y ahora veamos cómo empezó todo. 
Un día pasaba por Lucena una pequeña comitiva formada por un carruaje y dos caballeros de escolta a lomo de sus jumentos. Iban camino de Córdoba y pasaron por el pueblo para aprovisionarse y dar de beber y comer a los caballos. Cruzaron por donde se levanta la Iglesia de Santiago Apóstol, junto a un puñado de pequeñas casitas todas encaladas. En aquel lugar, el pequeño Luis estaba entretenido con otros muchachos a la puerta de su casa jugando a la taba… Dentro del carruaje iba una niña como de once o doce años a la que llamó la atención la algarabía que armaban los chicos jugando y sobre todo uno de ellos, el más menudo y vivaracho, que daba volteretas de contento con una agilidad que dejó boquiabierta a la pequeña damisela. La niña hizo detener su calesa y dirigiéndose al chico que le había impresionado le preguntó cómo se llamaba y él contestó que Luis, pero que todos le llamaban Luisillo. 



Cuando la niña volvió a su casa contó a sus padres lo que había visto y que le vendría muy bien un acompañante para sus juegos, dado que por el lugar no había chicos de su edad y se aburría soberanamente. 
Es decir, que la chiquilla se encaprichó de Luisillo como si se tratara de un muñeco de trapo. Y eso que era mayor que ella, como dos o tres años, pero su tamaño era bastante similar. 

Los padres de la criatura no eran otros que los Duques de Medina del Pozo Seco, un matrimonio de avanzada edad, con aspecto más de abuelos que de progenitores,  dispuestos a satisfacer todos los caprichos de la niña de sus ojos. Y por ello decidieron bajar al pueblo al día siguiente para hablar con el niño y con sus padres. 
La propuesta fue clara y directa: llevarse al chico para que entrara a su servicio a cambio de alojamiento y mantenimiento. No le faltaría de nada. 
Y así fue como, con mucho pesar, sobre todo de la madre, el pequeño Luis cambió de casa y de vida. En el fondo, para sus padres era un alivio por no poder criarle convenientemente y por la certeza de las dificultades por las que iba a atravesar el chico dada su condición y porque creían que en casa del Duque no iba a sufrir penalidades. 
Y así fue cómo acabó en la casa del Duque de Medina del Pozo Seco. 
La misión de Luisillo era bastante simple: acompañar a la niña en sus juegos y caprichos y entretener y divertir a sus padres e invitados cuando estos lo vieran oportuno. 
Pronto mostró una extraordinaria habilidad para distraer a todos con sus chistes, sus piruetas, sus ocurrencias, sus agudezas, sus imitaciones y demás destrezas ingeniosas. 
Y para él hubo momentos buenos y otros no tan buenos. Es lo que tiene ser bufón. A ratos se acordaba de sus padres y a ratos también pensaba que la vida le reducía mucho sus posibilidades para ser plenamente feliz.

Continúa...

(1) Don Íñigo de Acuña, personaje imaginario que narra esta historia.

Fragmento de Luis de Córdoba, un relato de "En la frontera"

lunes, 2 de mayo de 2016

2 de mayo

El dos de mayo de 1808 en Madrid
" La carga de los mamelucos"
(Goya)

Aniversario para alegrarse o el inicio de una frustración.

Ese día se conmemora lo que tendría que ser un motivo de alegría para todo un pueblo. La lucha heroica de la gente corriente que daría como fruto la liberación frente a la invasión de las tropas napoleónicas.
Un motivo bueno para la celebración.
El principio del fin de una pesadilla. 
Pero la historia nos dio la espalda.
De regalo: un rey absolutista para dos décadas. 
Nada de progreso. España perdió el tren de la modernidad.
Con la derrota francesa se abrió para nuestro país una etapa oscura y decadente. En vez de una monarquía parlamentaria, aplaudimos el regreso del rey que nos iba a poner las cadenas, Fernando VII, seguramente el peor rey que ha tenido España jamás, quien restableció el absolutismo, las prerrogativas del clero y de la nobleza, derogando la Constitución liberal de Cádiz y resucitando la Inquisición. España siguió siendo un país analfabeto sumido en el atraso y en la pobreza. ¿De qué nos sirvió liberar el país de invasores? Lo que vino fue todavía peor: veinte años de absolutismo y de atraso social y económico.

La idea que ronda  nuestras cabezas es que nos habría ido mejor con "Pepe Plazuelas", un rey moderno, ilustrado, con ideas reformistas... España se habría modernizado.

Dibujo alusivo a "Pepe Botella" o "Rey Pepino"

Pero sería un espejismo.
Porque Viena impuso poco después lo que constituiría el modelo político para la vieja Europa.
Con la derrota de Napoleón en Waterloo, se liquidó la etapa anterior y se restauró en el trono europeo a los monarcas absolutistas. A José Bonaparte lo habrían quitado de en medio, como quitaron a Rafael de Riego Los Cien Mil hijos de San Luis, liquidando la etapa liberal, para reponer en el poder al rey felón.
Así que nos habría dado igual.
Veinte años perdidos.