miércoles, 30 de septiembre de 2020

En el medio está la virtud



Tenía dos hermanos y él era el mediano.
Frente a los que siempre ven la botella medio llena, él siempre la veía medio vacía.
Su naturaleza humana era del género pesimista; aunque siempre negaba esa condición e insistía en que era tan solo un optimista bien informado.
¡Ah, la información! ¡Cuánto daño hacían a veces los bien llamados "medios" de comunicación! Porque eran medios: nunca contaban una verdad entera, tampoco mentían del todo, solo a medias.
Y él, para su familia y sus conocidos, era tan solo un hombre corriente, mediocre, ni bueno ni malo, ni grande ni pequeño, ni amigo ni enemigo.
Su madre llegó a decir de él cuando era un niño y hacía alguna trastada:
—Este hijo mío es medio tonto.
O también:
—Siempre andas estorbando. Anda, quítate de en medio.
Tenía la costumbre de ir al cine o al teatro e irse en el descanso.
Cuando entraba en algún bar siempre se dejaba la mitad de la consumición.
Si le invitaban a comer, pecaba de ser algo grosero, porque siempre se iba al servicio en mitad de la comida.
Si quedaba con los amigos siempre iban con los gastos a medias.
Solía mediar en las disputas entre los demás.
Si hacía el amor con alguna mujer, solucionaba lo suyo justo en la mitad del tiempo necesario y daba el acto por concluido.
Cuando hizo la mili, como no era ni alto ni bajo, sino más bien de estatura media, ocupaba un lugar intermedio en la formación y pasó bastante desapercibido.
Físicamente ni asustaba ni atraía. Podría definirse como semifeo o cuasiguapo. De pelo no andaba muy bien: era medio calvo.
En política no votaba ni a la derecha ni a la izquierda. Él decía que era moderado y de centro.

—Pero serás de centroderecha o de centroiquierda —le decía un amigo.
—No, no —insistía él —. Yo soy de centro.
Creo que era el único ciudadano de España que solo era de centro.
Cuando, harta de él, su mujer se divorció —seguramente por la afición de su marido a concluir en mitad de recorrido—, dividieron a medias el dinero que había en el banco. La casa no la pudieron partir, pero la vendieron y se repartieron el dinero a partes iguales.
Cuando le pilló aquel coche en medio de la calle y le llevaron al hospital, le entraron por la puerta central de urgencias, lo bajaron al quirófano para operarle y el ascensor se estropeó en medio del descenso. Cuando quisieron intervenirle, vieron que no había re-medio para lo suyo y falleció.
Dicen que se quedó a mitad de camino entre el cielo y el infierno.
Nadie lo reclamó.

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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 14 de septiembre de 2020

El agujero




Algún hijoputa ha inundado de agua la galería.
—Si llega hasta nuestras posiciones estamos perdidos.

Año 2026. Tras el estallido de la Tercera Guerra Mundial, muchos sobreviven como pueden, escondidos, semiocultos, en refugios excavados bajo tierra, para evitar las consecuencias nefastas de las bombas empleadas en el conflicto. Aunque la guerra por fin ha terminado, fuera solo reina la devastación, la que corresponde a un mundo desolado, lleno de escombros y miseria. Algunos osan deambular de aquí para allá porque no les queda otra opción. Hay que vivir a toda costa. Son muchos los que buscan su sustento entre la hierba semicalcinada y los cascotes de los edificios en ruinas; no faltan quienes hasta se atreven a cultivar algunas hortalizas en la tierra que en su día estuvo sembrada de césped. Los improvisados huertos urbanos, nunca mejor dicho, se realizan siempre en lugares poco visibles, para evitar los saqueos, y usan el agua que proporcionan algunas fuentes públicas que han sobrevivido milagrosamente a la catástrofe.
Y debajo, a varios metros bajo el pavimento de la calle, en ese dédalo de galerías oscuras, huele a tierra mojada, a humedad, a materia orgánica vegetal en descomposición. Pero se trata de un sitio seguro, siempre que alguien no lo descubra.
Y parece que ahora alguien dio con él.
El miedo y la desazón se extienden entre sus moradores.

—Hay que salir como sea. Podemos morir todos ahogados por la inundación.
—No sé si me da más miedo morir ahogado que exponerme otra vez a que me caiga un trozo de tejado en la cabeza o a las radiaciones. Ese aire de ahí fuera está viciado todavía.
—Habrá que arriesgarse de nuevo. De hecho ya lo hacemos de vez en cuando en busca de algo que llevarnos a la boca.
—Al final vas a tener razón. Se lo voy a comunicar al resto a ver qué opina de todo esto.
—Date prisa. No tenemos todo el día. Cada segundo que pase es decisivo. Deberíamos salir en tromba y ya mismo.
Y la decisión fue unánime: salir de forma ordenada pero rápida. No había que perder tiempo.
—Vamos, rápido. Ahora es el momento. Salgamos ya. Por aquí. Aquella galería no, que está toda anegada.

Así fue cómo abandonaron masivamente aquel agujero, ante el riesgo cierto de perecer ahogadas, por causa del agua a presión que el aprendiz de agricultor aquel metió con su manguera dentro del hormiguero.