lunes, 26 de noviembre de 2018

Leer o no leer a Julio Cortázar



El día había sido algo más ajetreado de lo normal. Se podría decir que intenso, agobiante, incluso estresante. Varias citas con clientes que nunca quedaban satisfechos del todo con las propuestas y los proyectos, y un pequeño choque con el jefe de personal que, afortunadamente, se resolvió a última hora con una buena dosis de tacto y diplomacia.
Estaba realmente cansado; por ello, cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue tomar una buena ducha, ponerse ropa cómoda, prepararse un whisky con un par de cubitos de hielo y dirigirse directamente al despacho. Y allí, sentado cómodamente en su butacón frente al ventanal que daba al jardín, se dispuso a dar lectura al libro que recientemente había adquirido. 
Absorbido por la trama del relato, se sintió arrastrado casi inmediatamente por la fuerza de las descripciones, por la firmeza del argumento, por las vicisitudes de los protagonistas, en esa especie de complicidad, la que da la comodidad de permanecer sentado en el sillón de una mansión espaciosa y acogedora, mientras los acontecimientos se van desgranando, a la par que los personajes se implican en la trama y se complican la vida. Había algo de regodeo por su parte debido a esa actitud de disfrutar de las peripecias de los demás sin exponer nada a cambio, mientras disfrutaba del confort de su casa y de su whisky con hielo...

En la calle, un hombre y una mujer, como de cuarenta y tantos años, conversaban en voz baja. Parecían nerviosos y miraban con recelo a su alrededor. 

—Debes hacerlo —decía ella al hombre—. Es preciso. Cuanto antes lo hagas, mejor para los dos. 
—Ya lo sé. Solo que estoy algo nervioso. No sea que no salga bien. Es muy arriesgado. 

 El diálogo era interesante. Típico caso de una pareja, seguramente amantes que, tratados con dureza por la vida, se veían abocados a realizar algo terrible, a la desesperada. 

—Toma. Esto te ayudará —le animó ella, mientras le pasaba discretamente una pistola. 
—Venga. Ahora o nunca —dijo él mientras guardaba el arma en el bolsillo de su abrigo—. Tú espérame a la vuelta de la esquina. 

El lector estaba disfrutando mucho del relato. Por eso, le incomodó sobremanera el timbrazo en la puerta. Estaba solo en casa. Su mujer había salido a la ciudad, a realizar unas compras. Volvería tarde. Eso dijo. Y él no tuvo más remedio que aplazar la lectura, dejar el libro sobre la mesa abierto boca abajo con el fin de no perder la página, levantarse del butacón y salir del despacho para ver de quién se trataba. Tras mirar por el videoportero, y comprobar que quien llamaba tenía un buen aspecto, se decidió a abrir la puerta, no sin antes lanzar las preguntas de rigor: 
—¿Quién es? ¿Qué desea? 
—Buenas tardes, soy Rafael, un vecino que vive unos cuantos chalets por encima del suyo. ¿Sería tan amable de permitirme telefonear a mi mujer para que venga a casa? Me he dejado dentro el móvil y las llaves y no puedo entrar. 
—Faltaría más. Ya le abro. Pase usted. 
—Muchas gracias —dijo el tal Rafael—. Igual no me conoce porque soy nuevo en el barrio. Nos mudamos hace tan solo un par de semanas. Y ya ve: molestando a los vecinos nada más llegar. 
—No es ninguna molestia. Nos puede pasar a cualquiera. Entre, por favor, al despacho y llame desde allí. 

El visitante entró y reparó que sobre la mesa había un libro de Julio Cortázar, titulado “Final del juego”. Con un gesto lleno de osadía, lo cogió, le dio la vuelta y comprobó que estaba abierto por el relato titulado “Continuidad de los parques”. 

—Perdone mi atrevimiento. ¿Está leyendo este libro? 
—Sí. 
—¡Qué casualidad, yo lo acabo de terminar hace unos días! 
—¿Le gusta a usted Cortázar? 
—Muchísimo. Es uno de mis autores favoritos. ¿Acabó usted el relato que estaba leyendo, el de “Continuidad de los parques”? 
—No. La verdad es que acababa de empezarlo. 
—Una lástima— dijo mientras sacaba lentamente la pistola y le quitaba el seguro—. Si lo hubiera terminado, sabría de qué va esto. Se ve que hoy no es su día de suerte.


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Para evitar que la historia se repita, ¿el lector debe también leerla,  si es que  no lo hizo ya?
https://narrativabreve.com/2014/07/cuento-julio-cortazar-continuidad-parques.html

Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia


jueves, 15 de noviembre de 2018

Normativa urbana


Cuando a Nicomedes González le concedieron las concejalías de Medio Ambiente, Urbanismo y Seguridad Ciudadana, tras arduas negociaciones entre su formación política y el alcalde electo, se frotó las manos y, desoyendo los consejos de los más afines, sin miedo a la posible pérdida de miles de votos, juró vengarse:
“Se van a enterar ahora todos estos cerdos”, comentó.
Lo primero de todo era ampliar la normativa existente:
“Anexos al reglamento que articula las normas de convivencia en materia de salubridad pública, aplicables a todos, incluyendo también a la gente incívica:
1.- Motocicletas modelo “chicharra”, de escape libre, de esas que atruenan en las calles precisamente a la hora de la siesta y a medianoche. A los propietarios de las mismas se les implantará a la altura del tímpano un microchip autoamplificado, donde se recogerá la grabación del ruido producido por sus diabólicos cacharros, a volumen real, con la obligatoriedad de oírlo entero, al menos dos veces al día, durante sus horas de descanso. La grabación se activará por control remoto y sin previo aviso.
2.- Recogida de residuos: imprescindible el uso de recipientes apropiados. Iniciamos la campaña “use el contenedor específico”. Hay que reciclar. Cada cosa en su sitio:
Los suspiros, en el contenedor blanco. Los proyectos malogrados, en el gris: ideas que no cuajaron, poemas rotos… Vomitonas de fin de semana, contenedor a lunares, con gama de colores psicodélicos, según la naturaleza de lo arrojado, que va desde el rojo- pimiento morrón al verde- pistacho, pasando por el marrón-browni. Cadáveres de suicidas en el contenedor negro; recogida de 6 a 8 de la mañana salvo festivos. Atención al cartel: “Se ruega a los señores suicidas no hacer uso de este servicio los domingos y las fiestas de guardar, salvo a última hora”.




3.- Desaprensivos que dejan su coche o moto aparcado en la acera, en los pasos de cebra o en los accesos para personas con movilidad reducida: uso del cepo para el coche, pero también para el propietario, a quien se exhibirá públicamente en lugares concurridos para mofa de la ciudadanía, distracción de la chiquillería y escarnio del infractor insolidario, patada en el trasero incluida.
4.-Ancianos gruñones con bastón, con tendencia a convertir el mismo en una prolongación natural del brazo cada vez que optan por señalar algo a sus acompañantes, con el peligro que ello conlleva para los desprevenidos peatones, con riesgo cierto de sacar un ojo o proporcionar un bastonazo a gente inocente: obligatoriedad de llevar adherido a su gorra, boina o sombrero un espejo retrovisor que les advierta de la posible presencia de otros transeúntes que circulen tras ellos por la acera y se aventuren a efectuar un adelantamiento.
5.- Dueños de perros que sacan a sus mascotas para que se alivien en la vía pública, dejando todo impregnado de meadas y excrementos; pues, como todo el mundo sabe, no basta con la consabida bolsita recoge- mierdas, dado que es ineficaz para la orina y máxime cuando el mejor amigo del hombre anda con el vientre suelto y, en todo caso, siempre queda en la calle el “remostillo”, la huella de la defecación, susceptible de acabar adherida a los zapatos o bien ser aprovechada por insectos con escasa conciencia social, con el consiguiente riesgo para los viandantes: obligatoriedad de pagar una tasa específica por tenencia de perros, al igual que las personas debemos pagar una multa si nos pillan meando o cagando en la vía pública, aunque nos limpiemos convenientemente, aunque insistamos en que se trata de un homenaje al “caganer” o aunque recojamos nuestras heces en una bolsita posteriormente; que debemos tener los contribuyentes, cuanto menos, los mismos derechos que los perros. Digo yo.”
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Texto publicado en "La Charca Literaria.



jueves, 1 de noviembre de 2018

Reivindicación de los funerales


Donde esté un buen entierro que se quiten las bodas.
No hay color.
Cuando vas de entierro no tienes que aguantar al gracioso de turno, al pariente borracho metepatas, a los impresentables que quieren cortar la corbata del novio, ni siquiera a la Tuna cantando “clavelitos de mi corazón”. No tienes que soportar los estúpidos chistes del compañero de mesa, ni el “vivan los novios”, ni los horrendos bailes nupciales, ni los langostinos de sospechoso rebozado, ni la asquerosa tarta, ni el mal cuerpo que se te pone tras la ingesta abusiva de comidas y bebidas, ni a los nenes maleducados que corretean entre las mesas tirándolo todo, que parece que los padres, cuando andan de farra, socializan su paternidad y reparten los inconvenientes de la misma entre todos los presentes.
Un entierro además dura poco. Lo justo, no como esos bodorrios interminables, seguidos de baile con todo el repertorio de canciones horribles tipo “La conga” o “El baile de los pajaritos” que, modestamente, creo que se fabrican pensando exclusivamente en torturar al personal.
Un entierro sale mucho más barato para los asistentes. No tienes que pagar el cubierto ni contribuir a los gastos de ningún viaje tras la ceremonia. Al contrario de lo que pasa con el viaje de novios, la barca de Caronte es muy económica. Al único que le sale caro el asunto es al difunto o a la compañía de decesos.
Además puedes estar serio, sin hablar con nadie, con cara de vinagre, que nadie va a notar que estás a disgusto puesto que tu expresión la achacarán siempre al momento grave y luctuoso que se vive. 
No me imagino en un funeral a la viuda del finado, vuelta de espaldas a la concurrencia, tirar el ramo de crisantemos al grito de "a ver quién es el próximo", mientas la peña pugna por hacerse con él.
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Entrada publicada originalmente en La Charca Literaria