lunes, 25 de octubre de 2021

Pedazos de papel

 

Roberto Peñalba. A finales de los años setenta, todos los jóvenes escritores anhelábamos parecernos a él: alto, atractivo, carismático, con esa melena calculadamente desaliñada, la mirada inteligente y cautivadora y, sobre todo, con esa facilidad para convertir cualquier cosa que escribiera en una obra de calidad innegable y de éxito asegurado. Posiblemente era uno de los pocos autores españoles que podían vivir de lo que escribían. Un afortunado.

—Mira —me decía Luisa señalando con el índice la ventana de un sexto piso— . Ahí, donde hay luz y la persiana está levantada, es donde vive Peñalba. Precisamente esa ventana es la de su cuarto de trabajo.

Me quedé embobado mirando el lugar indicado, cuando, de pronto, un proyectil de papel hecho bola desechable salió desde la ventana del escritor y vino a caer a la calle justo delante de nuestros pies.

—¡Ostras, tú! —exclamé— . Lo acaba de tirar.

Y sí, lo acababa de tirar. Era en efecto un gurruño volandero y voladero, un ovillo de papel manuscrito que el destino nos brindaba en exclusiva.
Cuando lo recogimos del suelo y lo desenvolvimos, comprobamos que se trataba de fragmentos de un texto, tal vez poético, que el autor había hecho pedazos deliberadamente. El texto estaba escrito a mano con tinta negra. Ahora tan solo era una bola de papel, un batiburrillo inconexo de frases cortadas y palabras arrugadas.
Nos apresuramos a desenrollar los trozos para ver qué ponían.
Estuvimos un rato especulando sobre el contenido. Nos rompíamos la cabeza intentando adivinar su significado.


Acabamos en mi casa. En el suelo del comedor fuimos colocando desplegados los pedacitos que antes formaban parte de la bola de papel. Como si se tratara de un puzle, queríamos recomponer las palabras y luego buscábamos sentido a las mismas, combinándolas entre sí, formando posibles sintagmas u oraciones con ellas.


en forma de regalo              que espera del cie              te por tu te             mente me he

oso lect               ezas de este p                rece que h                pero no es

logrado                Curi               juntar todas las               són y             paci

trar a un pu               litera                es un poema               as div

. Ab                to ingenuo               lo un milagro               rio, pero los

arle sentido                milagros no e                bro por ello              nto, tampoco

una                uzle y d               . He                . Es

te hay              ur.                de felicitar              recompensa.

Simple               ni un cue                enido un ra                xisten y yo no re

or: pa               to con el fin de encon              galo nad              a sino que co

ertido                pero que               entret               encia;           as               pi               per             


¿Teniamos derecho a investigar su contenido, cuando había sido decisión de Roberto Peñalba que no se conociera?

¿Si un autor tira a la papelera su trabajo porque no le gusta, deja de ser propietario de lo creado?

¿Había que dejar el texto como estaba, hecho pedazos, pues esa era la decisión de su creador cuando lo convirtió en un proyectil que llegó hasta nuestros pies como un regalo caído del cielo?
¿Era un delito apropiarnos de su contenido o difundirlo en nombre del autor?

Estas y otras consideraciones nos venían a la mente.
En todo caso siempre nos quedaría la sensación de estar cometiendo algo prohibido, un robo o peor aún: un sacrilegio, una profanación.

Tras numerosos intentos infructuosos, al final llegamos a dar sentido a todo el conjunto. ¡Por fin! El texto decía:


Curioso lector: parece que has logrado juntar todas las piezas de este puzle y darle sentido. He de felicitarte por tu tesón y paciencia; pero no esperes un poema ni un cuento, tampoco una recompensa. Simplemente me he entretenido un rato con el fin de encontrar a un puto ingenuo que espera del cielo un milagro en forma de regalo literario, pero los milagros no existen y yo no regalo nada sino que cobro por ello. Espero que te hayas divertido. Abur.


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Relectura a modo de homenaje del relato de un clásico: Una bola de papel,  de Dino Buzzati. 

Un rendido tributo mío a este autor, como en su día hice lo propio con Julio Cortázar, Stevenson, Kafka, Monterroso, Homero, Dickens, Cervantes, Francisco Ibáñez... Y que me perdonen todos por el atrevimiento.





miércoles, 20 de octubre de 2021

Encrucijada

Imagen de uso libre de Pixabay

Había llegado el momento de elegir uno de los cuatro caminos que se cruzaban en aquel páramo reseco y despoblado. Solo uno. Y no debía equivocarse. Era un lujo que no se podía permitir. Le iba la dignidad en ello. Y quién sabe si el propio pellejo.

Todo empezó aquella mañana de octubre en que Cipriano Cedeño se encontró con aquel viejo misterioso de cabellos largos y barba canosa. Estaba sentado en un banco del parque y se entretenía en echar migas de pan a los pájaros. El hombre aquel, con un aspecto a mitad de camino entre un mendigo y un filósofo antiguo, se le quedó mirando fijamente y le dijo:

¿Te gusta cómo doy de comer a estos animalitos? A mí no. Simplemente lo hago porque creo que debo hacerlo. En la vida has de tomar decisiones, te gusten o no. Y hay que procurar hacerlo con acierto. Tarde o temprano todos tenemos la ocasión de comprobarlo. Hay que usar siempre la inteligencia. Lo mejor no tiene por qué ser necesariamente lo más tentador. Elige bien o te arrepentirás. Acuérdate de lo que te digo.

Luego el viejo desapareció.

Y Cipriano, que era un poco corto de mollera, se quedó rascándose la cabeza y meditando un poco esas palabras.

Pasados unos días llegó el momento de comprobarlo. Esa mañana había salido a andar al campo, sin ninguna dirección concreta.

Y al cabo de un rato se encontró con aquella encrucijada de caminos. ¿Por dónde tirar?

El que se abría a su izquierda estaba limpio de rocas y era bastante llano, cómodo para andar por él, lleno de árboles a izquierda y derecha que aseguraban buena sombra a los caminantes, fuentes de agua cristalina aparecían aquí y allá para calmar la sed del viajero. Enseguida lo descartó: para conseguir algo en la vida hay que hacerlo con cierto sacrificio. Un camino tan bueno es una tentación pero seguro que no te lleva a buen lugar. Es una trampa. Debía ser sagaz.

El que estaba a sus espaldas lo descartó también: era el camino que le había llevado hasta allí, el camino a su casa, un sendero sin cuestas, algo que ya pertenecía al pasado. No le aportaba nada a una vida marcada ya de por sí por la rutina. Volver ahora sería como claudicar. Ya lo tomaría al regreso, ahora no era el momento.

El de enfrente era tortuoso, enmarañado de zarzas y abrojos, repleto de peñascos; en algunos tramos estaba encharcado, embarrado, parecía más una ciénaga que un camino, lleno de mosquitos, sabandijas y bichejos inmundos típicos de las charcas y de los terrenos pantanosos.

El de la derecha era una carretera con carteles chillones donde se anunciaban clubs de alterne, casas de juegos, bares, restaurantes, casinos y moteles. Una chicas ligeras de ropa hacían autoestop en la cuneta y sonreían de forma encantadora. Una invitación al goce y al pecado. Aquello era claramente un anzuelo para que picaran los amigos de los placeres mundanos.

Enseguida le vinieron a la mente las palabras del viejo aquel de las barbas blancas y mirada firme:

Lo mejor no tiene por qué ser lo más tentador. Elige bien o te arrepentirás.

Estaba claro cuál tenía que elegir.

Y el muy gilipollas se puso de fango, arañazos y picaduras de mosquitos hasta las cejas.


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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 4 de octubre de 2021

De profesión, docente

 


Cuando empecé en esto de la docencia tenía poco más de veinte años. Los alumnos mayores eran casi de mi edad, lo cual suponía un problema a la hora de hacerme respetar por ellos. Me costó un tiempo. Los padres eran poco menos de la edad de los míos. Curiosamente se mostraban en general bastante respetuosos y aceptaban la autoridad del docente como algo natural, tal vez aprendido durante las décadas de la dictadura: la autoridad no se discute. Se asume, se acata y santas pascuas.

Según fui cogiendo tablas, experiencia y habilidades propias del oficio —a enseñar se aprende enseñando—, fui percibiendo cómo la edad de los padres se iba acercando a la mía, hasta tal punto de que mis alumnos y mis hijos se llegaron a equiparar en años. Luego empezaron los progenitores a ser más jóvenes que yo. Primero vino la que algunos denominamos como generación Mecano, la de los años 60. Estos ya no sufrieron apenas la dictadura, pues les pilló de muy niños pero en las últimas. Cuando llegaron a la adolescencia vivieron en un espacio de libertades. Tal vez por eso fueron los primeros en no poner límites a sus hijos y consentirles más de lo debido. Era solo el principio de una moda que se prolongaría hasta nuestros días. Entonces ya había quejas por el ejercicio de la autoridad de los docentes. La verdad es que entre los compañeros más veteranos algunos habían adquirido hábitos en exceso autoritarios desde tiempos de la dictadura, otros habíamos sufrido ese rigor por parte de nuestros padres en nuestras propias casas. La técnica de los capones y de los castigos humillantes pasaron a la historia. Eran otros tiempos y había que adaptarse a ellos.

En las décadas siguientes, según me iba haciendo mayor, aumentaba esa distancia cronológica no solo respecto a mis alumnos, sino que también ocurría esto con sus padres. Los chicos cada vez tenían más derechos y menos responsabilidades. Era frecuente ver cómo en casa se les daba la razón en todo, no se les imponían límites y frecuentemente se cuestionaba la autoridad del profesor incluso delante de los propios hijos. Se fue creando un tipo de padres en exceso permisivos que no ejercían como padres sino como colegas o amiguetes. Muchos lo lamentarían después.

Mis últimos años de docencia fueron como profesor de adultos. Ese era otro mundo. Tuve alumnos mayores que yo y compañeros de trabajo que podían ser mis hijos. Lo nunca visto antes por mí en el ejercicio de la docencia.

Recuerdo algo que me ocurrió sumamente curioso y que está relacionado con el exceso de proteccionismo por parte de los padres, pero no con los padres de los alumnos, como ocurría antes, sino en este caso con el padre de una profesora. Resulta que siendo yo jefe de estudios y recibiendo a principios de curso al nuevo profesorado destinado al centro, se presentó una joven interina, que venía a ocupar durante un curso académico la plaza de otra compañera que estaba en comisión de servicios. Venía acompañada de su padre, un señor de mi edad o algo mayor (yo estaba a punto de jubilarme). El señor decidió darse una vuelta por el pueblo y luego esperar en el vestíbulo de entrada a que saliera su hija, pues entendía que ese día los profesores poco tendrían que hacer, salvo alguna reunión de bienvenida del equipo directivo, reparto de horarios, calendario de actividades para los próximos días y poco más al no haber todavía alumnos. Se equivocaba. Había más cosas, pero a ese progenitor no le entraba en la cabeza. Por eso, preso de su impaciencia, se decidió a abrir la puerta del despacho donde el director y yo hablábamos con ella tras darle su horario y explicarle el funcionamiento del centro y nos espetó:

—Bueno, para ser el primer día, yo creo que ha estado bien. Lo digo por si ya la dejáis salir, que nos vamos a casa a comer.

Le dijimos que los profesores, con clase o sin ella, tenemos un horario que cumplir. Y que, por favor, esperara fuera. La joven interina se puso colorada de vergüenza ajena. No sabía qué decir ni dónde meterse, del apuro tan grande que pasó: una profesora tratada como una niña que necesita protección.

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(Tal vez continúe)