jueves, 26 de octubre de 2017

Cuento



Científicos norteamericanos han llegado a la conclusión de que muchos delincuentes actuales no habrían llegado a serlo si, cuando eran niños, sus educadores hubieran utilizado técnicas pedagógicas modernas... 

Como la silla de pensar.

—Fulanito, ¿qué has hecho? No se tiran piedras a las viejecitas. ¡Castigado a la silla de pensar!
—Menganita. Está muy feo que insultes a tus profesores. ¡A la silla de pensar!
—Zutanito, no se tira la dentadura del abuelito a la taza del váter. ¡Vete inmediatamente a la silla de pensar!

El mundo actual sería mucho mejor si hubiéramos utilizado a tiempo esta y otras técnicas…

—Lo que has hecho ha estado muy mal. Así que…  castigado.  Vete a la silla de pensar.

Y  se fue a la silla.

Pero ya era tarde.
Por eso, cuando Aaron Tanner, de treinta y ocho años de edad, estuvo convenientemente sentado y preparado, el responsable del asunto accionó la llave permitiendo que dos mil quinientos voltios circularan de golpe por el cuerpo del condenado a muerte.

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P. D.: el autor de este cuento es contrario a la pena de muerte. Solo que, esto de la silla, da que pensar.

domingo, 22 de octubre de 2017

La Ignorancia


Inicios de 2015: se estrena un nuevo proyecto cultural de la mano de Javier Herrero, una revista de creación a la que se le da el nombre de “La Ignorancia”

http://www.lapublicidad.net/descubre-la-nueva-revista-digital-la-ignorancia/ 

En el enlace de arriba se habla precisamente de ella, con motivo de la aparición de su número CERO, que tiene connotaciones de inicio, semilla, punto de partida u origen de algo: 

“Además de una extensa entrevista al músico Charles Lavaigne, incluye un dossier con el Cero y sus ideas derivadas, en el que ha participado una buena cantidad de colaboradores, entre los que hay físicos, filósofos, poetas, ilustradores, fotógrafos, actores, artistas, diseñadores… 
Además, la revista reserva una sección fija para las reseñas de novedades literarias, de ensayo, ilustración, cómic o cine. Para terminar, se recupera la antigua costumbre de publicar novelas por entregas, y en su número de presentación, la revista empieza con la primera parte de dos novelas, “El sueño de la gacela derribada por el león”, de Antonio Pastora y “La historia del Niño Cabrón que siempre decía NO”, cuyo autor es el propio Javier Herrero. 
La periodicidad de la revista será bimensual y variará el tema del dossier en cada número, así como el mismo diseño de la revista, que quiere ser creativa hasta en su puesta en escena. Accesible para todo tipo de públicos, y de forma gratuita, Javier deposita toda su ilusión en este nuevo proyecto y desde El Periódico de la Publicidad le deseamos mucha suerte.” 

Enlace al número nueve

Como se puede leer en su página de Facebook, se trata de una “revista cultural, colaborativa, temática y gratuita. Cada estación, un nuevo argumento centra las ocurrencias de los participantes de esta publicación.” 
Géneros diversos: ideas, opinión, literatura, música, cine, arte, fotografía, poesía… Todo ello enmarcado dentro de un diseño gráfico de gran calidad, con una cuidada maquetación y un indudable buen gusto estético. 

Este es su enlace de Facebook: https://www.facebook.com/laignoracia/ 

Este otro es el enlace a la Revista: http://www.laignoranciacrea.com/ 

Enlace al número 16 dedicado al ruido

Y aquí podrás encontrar los números disponibles hasta la fecha. : http://www.laignoranciacrea.com/portfolio/


domingo, 15 de octubre de 2017

Un hombre imprescindible


No hay animales más inmundos que las rastreras y sucias cucarachas…
En la sección de personal, el engominado cuarentón, encorbatado y estirado, obediente y servicial, embadurnado de colonia y after shave de supermercado, esboza una forzada sonrisa ante su jefa y asiente con la cabeza. Comunicará las órdenes a los empleados.
Al despedirse, sólo le ha faltado cuadrarse y hacer una reverencia. Silencioso y servil, avanza cauteloso y desapercibido con su traje oscuro por el pasillo hacia su cubil y allí frente al ordenador preparará el escrito con los ajustes que afectan a los trabajadores de la empresa.
Son lentejas. Y lo que decide la superioridad no se discute.

La mantis de la oficina, Brenda, la Directora de Finanzas, la que te saca el jugo y luego te devora, la que te exige y te da órdenes de forma amable mientras te hace tragar algún sapo, alguna medida que caerá sobre ti o sobre los empleados de menor categoría que tú: esos pulgones que serán aniquilados de forma inmisericorde porque “así lo requiere la planificación de recursos humanos de la empresa, según los objetivos planteados a medio plazo en lo referente a la optimización de beneficios.” Es decir: despido objetivo, más gente en la cola del paro, empleados desechables, de usar y tirar. Al fin y al cabo nadie es imprescindible. Tú tampoco.

La jefa es una hembra de rompe y rasga; fría y calculadora; esbelta, atractiva y seductora; segura siempre de sí misma; de bellos labios rojos, con esa fragancia de perfume caro y esa blusa modelando sus sinuosas formas… Y él, su hombre de confianza en la empresa.
La jefa era la mantis y él, el jefe de recursos humanos, la sabandija rastrera y salida, el hombrecillo gris obediente, sigiloso y siniestro, incapaz de enfrentarse a ella, siempre arrastrándose a sus pies, lamiendo sus zapatos,  esperando la palmadita en la espalda: porque a fin de cuentas él es la persona de confianza, el hombre necesario, “para que la empresa siga a flote, porque esto es un barco donde sus tripulantes tienen un cometido para que no haya un naufragio y que el barco se hunda con todos dentro, etc., etc.”

Y al fin y al cabo qué mejor que una cucaracha para hacer el trabajo sucio.



martes, 3 de octubre de 2017

Poseído


Mi nueva aportación a La Charca Literaria


Me tomo unos días libres. Tengo que meditar sobre el tema.
Os dejo en buena compañía.


Me llamo Antonio Mollinedo, pero no sé bien quién soy.
Mi cuerpo ya no me pertenece. Me di cuenta enseguida aquella fatídica mañana cuando fui al baño. Es sabido que todos tenemos nuestro olor característico. Al asearme me percaté de que los efluvios que emanaban de mis sobacos no eran los de siempre. Hasta ese día, mi olor corporal era un leve aroma, poco concentrado, suave, nada molesto. Ahora era muy distinto: mucho más rancio, más agrio y fuerte. No era el mío.
Mi cuerpo parecía estar siendo suplantado por un intruso invisible.
Me sentía mal. Una especie de vacío existencial se fue apoderando de mí.
Las dudas se convirtieron en certeza cuando me vi desayunar. No era yo el que desayunaba, sino un hombre hambriento, grosero y desaforado que engullía a toda velocidad tazas de café y montañas de tostadas con mantequilla y mermelada.
El chorretón generoso de brandy en el último café, que me serví maquinalmente como si se tratara de un ritual cotidiano, vino a confirmar mi sospecha: yo era abstemio, por lo tanto alguien se había apoderado de mi cuerpo y lo manejaba a su antojo. Cogí el periódico de la mañana y no entendí el gesto mío al saltarme las noticias importantes del día para ver los resultados de los partidos del fin de semana, la quiniela ganadora y la foto de la chica ligera de ropa que solía venir en la penúltima página, sin percatarme de que aquel no era un diario deportivo.
Luego me dispuse a salir a la calle. Entré en el ascensor y pegué el chicle en el botón del bajo. Cogí el coche y me dediqué a insultar a todo el que se me ponía por delante. Aparqué de cualquier manera en el parking, ocupando dos sitios en vez de uno.  Antes de bajar, vacié el contenido del cenicero en el suelo. En el trabajo discutí de fútbol con todo el mundo. Yo, que siempre odié el fútbol. Esa misma mañana, por un comentario que no me gustó, me cagué en el padre del jefe y le tiré los informes a la cara. “¡Está usted despedido!” Le oí gritar mientras, levantándome enfurecido del sillón, pegaba una patada a la papelera que se interpuso en mi camino.
Me quedé sin trabajo y mi mujer me abandonó.
Caminaba hacia el abismo.
¿Quién era yo? ¿En qué me había convertido?
Acudí al médico, al psicólogo, al psiquiatra. No encontraron solución a mi problema. Sólo se empeñaban en inflarme a pastillas o en torturarme haciéndome preguntas, indagando en mi pasado las posibles causas del trastorno que me aquejaba. Recurrí a la cartomancia, a la quiromancia, visité incluso a un sacerdote experto en exorcismos que no logró expulsar al diablo que, según él, habitaba en mí.
Estaba desesperado.
Decidí poner fin a mi vida, una vida que no me pertenecía. Me dirigí una noche al barrio de peor fama de la ciudad y desafié al grupo de matones que fumaban porros en la puerta de aquel tugurio. Después de pegarle un cabezazo en la nariz al más grande de todos, les dije: “Yo, desarmado, y vosotros no tenéis ninguno cojones de acabar conmigo.”
Me nombraron jefe de la banda.

Una nueva vida se abría ante mí, la que realmente me correspondía.


Texto publicado en La Charca Literaria