lunes, 24 de octubre de 2016

Entrando en el laberinto


Hendidura en la parte exterior de la cueva de Covalanas (Cantabria).
Un sitio de lo más apropiado para iniciar un viaje.

La entrada al laberinto tiene mucho de búsqueda de la libertad, de inicio de aventura, de salto espacio-temporal; pero también tiene connotaciones psicológicas e incluso sexuales: el laberinto podría ser el símbolo del canal del parto y también la vulva oscura que se abre sugerente para el protagonista, no sabemos si para procurarle placer o para complicarle la vida...

"En ese preciso instante, se oyó una sirena y los potentes focos de las torretas comenzaron a moverse de aquí para  allá como buscando algo entre el follaje y las sombras. Seguramente me habían descubierto. Resultaba del todo imposible volver al refugio para  avisar a los otros. Si no me daba prisa me quedaría allí también atrapado. No había tiempo que perder. Sin pensármelo dos veces, me dirigí hacia aquel pasadizo sin perder de vista el hilo que me conducía a él.

Y ante mí se abría como una siniestra boca la entrada de lo que parecía una cueva. Por allí debía entrar. No sé dónde me conduciría pero no estaba en condiciones de elegir ni podía pensármelo mucho. El tiempo apremiaba. Así que sin dudarlo me adentré en aquel lugar."

Fragmento de "Sombras", un capítulo de "Desde el laberinto"



Para información y pedidos:

  Desde el laberinto

y
geaberca@gmail.com

lunes, 17 de octubre de 2016

Toro Sentado (y 2)



Te conocías cada brizna de hierba, cada matorral espinoso, cada rama tronchada, cada piedra del camino. Reconocías cada huella, cada pluma de águila, cada insecto, cada trocito de musgo, cada serpiente cascabel agazapada al acecho entre las hierbas. Distinguías los ecos, los sonidos, el relincho del caballo salvaje, el chillido de la comadreja, el crepitar de la madera en la hoguera, el olor del humo que impregnaba tu piel… Esa era tu sabiduría. La habías aprendido de tus mayores, en esas largas horas de oscuridad en torno al fuego frente a la tienda, cuyo resplandor iluminaba la cara de tu padre, la de tu madre, la de tus hermanos… esos rostros curtidos por las penalidades, por el sol, por el viento y por los años. Y entonces, como niño que aspirabas a convertirte un día en adulto, a ser aceptado por todos como uno más, no quitabas ojo de esas caras ni de esos labios que contaban historias antiguas, hechos legendarios, secretos sobre la vida y la muerte… Eras todo oídos. No te perdías un detalle y así poco a poco, luna a luna, te ibas empapando de sabiduría. Querías aprenderlo todo para ser como ellos. El respeto a la naturaleza, a los árboles, a los animales… las técnicas de caza, cómo sorprender al búfalo sin que te percibiera cuando tienes el viento a tu favor, cómo conservar la carne seca bajo una capa de grasa para evitar que se pudra, cómo ahumar la carne, cómo construir tu “tepee”, cómo conservarlo curtiendo las pieles que lo recubren con sesos de búfalo, cómo golpear la hierba para descubrir y espantar las serpientes; pero también aprendiste el valor de la verdad, de la sinceridad, del sacrificio, de la amistad… aprendiste el arte de la generosidad y del respeto hacia los demás. 

Lo peor era siempre la mentira, el engaño… Y de eso fueron otros los encargados de abrirte los ojos… 

Eras todavía un adolescente cuando ya veías rodar por las llanuras las primeras columnas de carromatos que se dirigían hacia el oeste, bordeando por el sur vuestras tierras para no tener que atravesarlas. Aquello llenaba tu espíritu de curiosidad y de inquietud. Era el principio de todo y de momento no parecía constituir un grave problema. Luego todo cambió: la presión del hombre blanco fue en aumento y creció la amenaza de ser desplazados. 

El Tratado de Fort Laramie por el que se respetaba una zona reservada en el área sagrada de las Colinas Negras, entre Dakota del Sur y Wyoming fue una pantomima, una puesta en escena de un acuerdo que acabó en un monumental engaño. El descubrimiento del oro y la llegada de aventureros en busca de fortuna hicieron que vuestros campos de caza fueran invadidos por los rostros pálidos. Os engañaron porque pronto se decretó por parte de las autoridades americanas el establecimiento de esos nuevos pobladores que invadieron vuestra reserva sagrada. Era la guerra. Con ayuda de Caballo Loco fuiste capaz de unir muchas tribus para plantar cara al invasor. Celebrasteis un Consejo de Guerra y lograsteis reunir miles de indios entre sioux, cheyennes, arapahoes y otros. 

 La batalla de Little Big Horn fue una victoria aplastante de los tuyos sobre los americanos y una tremenda derrota para el general Custer y sus soldados. Aquel verano, el Séptimo de Caballería mordió el polvo y sufrió numerosísimas bajas. De hecho, el único superviviente del ejército de Custer fue un caballo llamado “Comanche”. El general, confiado en la superioridad táctica de los suyos, tuvo un error estratégico de envergadura y pagó las consecuencias con su propia vida. Ello desató la ira del hombre blanco, propagando por todas partes la idea de que el indio era un salvaje despiadado al que había que aniquilar. 


El general Custer

Querían eliminaros, quedarse con vuestras tierras. Ante el hostigamiento americano, poco a poco los jefes de las tribus se fueron rindiendo, no querían que asesinaran a sus mujeres e hijos como ya hicieron como aviso en Slim Buttes. 

 Tú seguiste luchando. Pero ya era el último acto de una tragedia que acababa mal para todos vosotros. Cuando la comida escaseaba, decidiste por fin rendirte para no hacer sufrir más a los tuyos. Fuiste hecho prisionero. Luego te soltaron y te tuvieron vigilado. Y después permitieron que a cambio de 50 dólares semanales participaras en el show de Búfalo Bill, montando a caballo y entreteniendo a niños y a mayores… Una humillación más que tuviste que soportar, pero era necesario si querías comer. 

Al final acabaron contigo porque te seguían teniendo miedo y pensaban que en cualquier momento ibas a volver a tomar las riendas de la liberación de tu pueblo. Te mataron a traición de un balazo en la cabeza. 

Hoy las praderas están de luto. Recuerdan a un hombre valiente que supo defender a su pueblo y antepuso el bienestar de los demás al suyo propio. Mientras, se sigue escribiendo la historia de unos colonos que vinieron de fuera y que usurparon su tierra a los indios. Y se hace con letras de sangre. Porque el nuevo mundo americano que se quería fundar llevando como bandera las ideas de libertad y felicidad, en realidad se edificó sobre un solar arrasado por las armas, donde lo que imperó fue la injusticia, la destrucción, la desolación y la violencia. 

Gerónimo, el apache chiricahua, había fallecido. El alcohol fue su último refugio y le pasó factura. Antes de morir le sometieron a un episodio vejatorio: le hicieron participar en el desfile organizado en Washington en ocasión de la elección como presidente de Theodore Roosevelt, exhibiéndole como un trofeo, junto a otros jefes, el indio que enterró el hacha de guerra, domesticado por la superioridad americana. 

Caballo Loco también murió. Fue asesinado a bayonetazos por un soldado tras ser detenido.

Tan sólo quedabas tú y estorbabas, Toro Sentado. Lo tuyo era el penúltimo acto de una barbarie fríamente calculada. 

Despejado el campo, sólo quedaba rematar la faena: el Séptimo de Caballería se cubrirá de gloria cuando unos días después, estando los indios en la reserva, desnudos y desarmados en su campamento de Rodilla Herida, fueron aniquilados al grito de 
 “¡Recuerdos de Little Big Horn y del general Custer!”. 
 Murieron más de 300 sioux. 
 Era el final.



Fragmento de un capítulo de


Un pdf de descarga gratuita.

lunes, 10 de octubre de 2016

Toro Sentado (1ª parte)



Jamás pudiste adivinar hace unos años que tú, el señor de las praderas, conocido y hasta respetado por coyotes y bisontes, ibas a terminar tus días entreteniendo a niños y grandes, como si te hubieras convertido en una atracción de feria o en un payaso, en el espectáculo de ese personaje aventurero y estrafalario que respondía por el nombre de Búfalo Bill. Ese cazador sin escrúpulos, que tiempo atrás fue contratado por el gobierno americano para exterminar la principal fuente de vuestro sustento, que pobló las llanuras de cientos de cadáveres de bisontes con el propósito de doblegaros por el hambre. Qué tristeza acabar así. Qué humillación. 

Tú, que eras temido y querido, por los tuyos y también por tus enemigos. 

Tú, que naciste en las bravías tierras de Dakota del sur, en la zona que luego llamaron del Grand River, en la tribu de los hunkpapa. 

Tú, el bravo guerrero sioux, que llevaste la fama de valientes de este pueblo por todos los confines de las tierras habitadas, que con sólo doce años fuiste capaz de montar un búfalo sin importarte el peligro, por lo que tu padre, orgulloso de ti, te hizo llamar desde entonces Toro Sentado. 

Tú, que no temías ni a la picadura del escorpión ni al veneno de la serpiente. Tú, que expandiste las zonas de caza de tu tribu, que lograste ser el caudillo de un bravo pueblo de hombres valientes. 

Supiste ser fiero, sabio y generoso, las tres cualidades que debe tener todo guerrero que aspira a conducir a su pueblo como jefe y como padre, respetuoso con los ancianos y los desvalidos, amigo de la paz más que de la guerra, amante de la naturaleza, chamán y jefe espiritual de los tuyos, compasivo con los necesitados y los débiles, implacable pero justo con tus enemigos. Nunca usaste la crueldad frente al vencido. 


Toro Sentado y Búfalo Bill

Eras un hombre honrado que intentabas estar en paz con los demás y también contigo mismo. Por eso elevabas tu plegaria al Gran Espíritu cuando estabas en soledad, con la única compañía de la naturaleza sagrada: 

 “Oh, Gran Espíritu, cuya voz oigo en el viento. 
 Óyeme. Soy pequeño y débil. Soy uno de tus hijos. 
Permíteme que mis ojos siempre puedan contemplar el rojo y el púrpura de la puesta de sol.
Haz que mis manos respeten las muchas cosas que tú has creado. Agudiza mis oídos. Hazme sabio para comprender las lecciones que tú has escondido detrás de cada hoja, detrás de cada roca. 
Dame fuerza, no para ser más fuerte que mi hermano sino para luchar contra mi peor enemigo, yo mismo. 
Hazme justo, con las manos limpias y la mirada recta para que cuando la luz se desvanezca mi espíritu pueda llegar hasta ti sin ninguna vergüenza.”(1) 

Batallaste contra el hombre blanco que ocupó tus tierras. Era una cuestión de dignidad. Tanta sangre derramaron los tuyos… 

Realmente te preocupaban. Te habías convertido en un padre para ellos. Su incierto futuro llegaba a desvelarte, a quitarte el sueño. Cuántas veces te levantabas en medio de la noche y salías sigiloso fuera del “tepee”, arropado con una piel de búfalo, sin más compañía que la noche de la pradera y sin más consuelo que el cielo estrellado. Y allí, en medio de la inmensidad y de las sombras, te sentabas en el suelo, acurrucado bajo tu abrigo y, sin apartar la vista de las estrellas, meditabas, reflexionabas, y hasta rezabas al Wakan Tanka, al Gran Espíritu… esperando hallar una respuesta a todas tus inquietudes en el silencio de la noche, sin más testigos que las rocas y el horizonte de ese mar o llanura de hierba corta que se perdía en el camino infinito de la oscuridad. 

Y el mutismo de la noche de alguna manera te reconfortaba y parecía responder a tus preguntas como ese amigo fiel que tuviste y que te escuchaba callado y respetuoso, dando tranquilidad a tu corazón, haciéndote compañía en medio de tu tristeza…  



Sientes ahora que una leve humedad emborrona ligeramente tus ojos y recuerdas la última vez que derramaste unas lágrimas. Fue hace tan sólo un par de lunas. No fue por dolor, aunque las heridas recibidas fueron muchas. Fue porque entre tus brazos exhaló un hombre honorable su último suspiro, Nube Gris, el bravo amigo de tu infancia, inseparable y fiel, con el que tantos juegos y fatigas llegaste a compartir. Un hermano para ti. Revives de nuevo todo lo que pasó. La emboscada, los caballos, los disparos… la batalla. Una batalla desigual, injusta, innecesaria, infernal…Recordabas cada detalle, cada grito, cada disparo, el fragor del combate, sus ecos, sus muertos, el polvo levantándose bajo los cascos de los caballos, el olor a la pólvora, a la carne quemada, a la sangre vertida… Y cómo aquel valiente cayó abatido del caballo por un disparo certero. Y luego, cuando todo acabó, el cuerpo yacente y sin vida sobre tu regazo. El cuerpo rígido del guerrero, el frío de la muerte bajo la luna… Una muerte azulada y pálida. Y vuelves a revivir la humedad de la noche bajo tus ropas. Estás cansado. La batalla ha sido encarnizada y sobre todo larga. Han sido muchos los que han caído. Pronto no podréis resistir mucho más. Lo sabes. Y es eso lo que ahora te quita el sueño, lo que te mantiene despierto esta noche mientras dentro todos duermen. 

La noche es larga y hay lugar para otros recuerdos. 
A tu mente vienen a visitarte ahora los años de la niñez. Lo rápido que creciste y que aprendiste. Junto a tus padres y hermanos llegaste a conocer el valor de cada cosa en la naturaleza. 
También aquella muchacha, Gacela Blanca, que tanto quisiste y que te ayudó a abrir los ojos y a crecer… 
Toda tu vida consistió en aprender. De niño no eras nada impetuoso. Todo lo contrario: eras reflexivo, lento, meticuloso, de buen juicio. Desde siempre fuiste consciente de que tu hogar estaba allí donde los cielos se extienden sobre las infinitas praderas.

(1)  Plegaria sioux


Fragmento de un capítulo de "En la frontera", un pdf de descarga gratuita.

martes, 4 de octubre de 2016

Suspensión temporal


Por mudanza, este blog se cierra hasta nuevo aviso. 
Volveremos a publicar y a visitar convenientemente a los amigos cuando todo se normalice.
¡Hasta muy pronto!