Nazis recogiendo libros para quemarlos
La costumbre de quemar libros, de secuestrar obras, de prohibir, de censurar… El miedo al saber, a la cultura, a la diversidad de opiniones… algo tan antiguo como la propia literatura y tan frecuente a veces por desgracia, dentro y fuera de nuestras fronteras.
Un producto de la cultura del fanatismo, de la intransigencia, de la estupidez, de la ignorancia, de la intolerancia, característico de sistemas sin libertades.
Son muchos los casos que han tenido lugar a lo largo de la historia. Algunos ejemplos:
En el siglo III, el emperador Diocleciano mandó quemar los libros de alquimia de la Biblioteca de Alejandría.
Girolamo Savonarola, el fraile dominico, hizo famosas sus “hogueras de las vanidades”.
También es archiconocida la quema de libros judíos y contrarios a la raza aria por parte de los nazis, acción que luego copiaron los militares chilenos bajo el mandato del general Pinochet. Cuentan que al parecer quemaron equivocadamente unos libros sobre arte cubista, pensando que eran libros comunistas cubanos. La cultura no era lo suyo, estaba claro.
En la ficción literaria también tenemos buenos ejemplos:
El expolio de la biblioteca del ingenioso pero enloquecido hidalgo
don Quijote por parte del ama y la sobrina, con ayuda del cura y del barbero, episodio conocido más como el “
donoso escrutinio”.
La labor de quemalibros de los “bomberos” de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, novela de ciencia ficción en cuyo título se habla de la temperatura a la que arde el papel, todo un clásico del género.
Manuel Vázquez Montalbán hace que su detectivesco personaje Pepe Carvalho encienda la chimenea quemando algún mal libro. ¿La mala literatura merece la hoguera? ¿Merece la hoguera la mala literatura?
Por su parte, Heinrich Heine, poeta y ensayista alemán del siglo XIX, escribió “Ahí donde se queman libros se acaban quemando también seres humanos.”
Otros, acostumbrados precisamente a quemar personas por cuestiones de controversia, prohibieron expresamente la lectura de ciertos libros y autores bajo amenaza de excomunión por considerar dicha lectura un grave pecado.
Así aparece el Index Librorum Prohibitorum o famoso Índice de Libros Prohibidos, catálogo de obras señaladas en su día por la Iglesia de Roma como perniciosas o contrarias a la fe.
Allí se dan cita obras supuestamente revolucionarias como “La Enciclopedia” francesa o “El contrato social” de J. J. Rousseau y otras más inocentes aparentemente, como “El lazarillo de Tormes”, “Los miserables” de Víctor Hugo o “Madame Bovary” de Gustave Flaubert. Autores malditos, señalados por el dedo acusador de la Santa Inquisición, como Zola, Voltaire, Clarín, Balzac, Copérnico, Descartes, Alejandro Dumas (padre e hijo), Erasmo de Rotterdam, Kant, Galileo, Montesquieu, Rabelais, etc., etc.
El “Index” fue fruto del clima de intransigencia desatado por la Contrarreforma del siglo XVI ante el empuje de la Reforma protestante, una manera de velar por la pureza de la fe y del credo católico, impulsado por el Papa Pio IV.
Tras el Concilio Vaticano II y el posterior papado de Pablo VI, se retiró el índice y la amenaza de excomunión que pesaba sobre los potenciales lectores.
Hay otros índices o listados de libros prohibidos, como el que cita
Manuel Rivas hecho por el
Opus Dei.
Hay un
excelente artículo de
Joseph Fontana sobre el tema, muy ocurrente, ameno y acertado, donde, refiriéndose a los listados de libros poco convenientes, se dicen cosas como ésta
“Pero ninguno de ellos tiene la utilidad y el encanto de los índices de libros prohibidos, donde la estupidez de los censores resulta una guía segura para el hallazgo de la excelencia, que parecen oler igual que los cerdos descubren las trufas bajo tierra. ¡Benditos sean los censores que nos han descubierto tantos libros que merecía la pena leer! Y, de paso, gracias por haberme condenado. Son ya muchos los amigos que me han felicitado por esta distinción.”