lunes, 21 de junio de 2021

La tía Elvira



No vas a salir a la calle. Quítatelo de la cabeza.

Aquella era una frase contundente, una de las preferidas de mi tía Elvira. Parece que le encantaba hacerme infeliz. De hecho lo decía con cierto brillo en los ojos y una mueca de triunfo esbozando media sonrisa.

¿Disfrutaba con ello? Yo creo que sí, al menos un poco.

Mi tía Elvira, espigada, seca y antipática, era la hermana mayor de mi madre y siempre fue muy mandona, severa gobernanta de lo suyo y de lo ajeno, una personalidad fuerte, acostumbrada a ejercer la autoridad dentro y fuera de la casa.

Mi madre, que tenía un carácter débil, la dejaba hacer. Raramente se atrevió alguna vez a contradecirla. Mi padre tampoco.

Amelia —continuaba ella—. A este chico hay que atarle corto. Yo creo que debería quedarse en casa y hacer sus deberes, que fuera en la calle no aprende nada bueno.

Y mi padre, mudo como la pared, enfrascado aparentemente en la lectura del periódico, pendiente de las noticias de actualidad, quedaba por voluntad propia al margen del asunto.

No me gustan esos amigos tuyos —insistía—. Parecen unos zarrapastrosos, unos tontos del bote y unos desarrapados. Así que hoy no sales y menos con esos.

Era su frase favorita dirigida hacia mis compañeros de juegos. Y se quedaba tan pancha tras prohibirme pisar la calle, algo que para un niño de nueve años era tan imprescindible como el respirar, una necesidad imperiosa tras largas horas en la escuela, lo más parecido al paraíso: un lugar para ser feliz unas horas.

Así, durante cuatro largos años, me estuvo haciendo la vida imposible. Mi infancia quedó secuestrada. Un tiempo que nunca recuperé.

Luego mi tía enfermó, quedó confinada de por vida en una silla de ruedas, y fue perdiendo fuelle y determinación, aunque mantuvo siempre su mirada desaprobadora cuando yo bajaba a la calle a jugar.

Hasta que un día el médico prescribió como terapia de recuperación un paseo diario en su silla de al menos una hora, para que le diera el sol y el aire. Alguien en la casa tendría que hacerse cargo de esa responsabilidad. Y por decisión familiar esa tarea recayó en mí. Y llegó mi momento:

Tía: esta tarde no te puedo sacar de paseo porque tengo deberes. Además, la calle está llena de gente poco recomendable. Otro día será.

Veinticuatro horas más tarde:

Tía: hoy tengo partido de fútbol. Tú verás. Si quieres te saco un poco y luego te pongo un rato de portera, que nos falta Luisito. No te preocupes. Tú no tienes que hacer nada. Ahí quieta como un poste. Con la silla ocupas casi todo el arco. Y no temas por los balonazos, que mis amigos tienen muy mala puntería y además la pelota es de goma, no de reglamento.

Y la tía, con tal de salir un poco a que le diera el aire, afirmaba con un gesto de la cabeza y comulgaba con ruedas de molino.

Porque la venganza es dulce y, si se tiene un poco de paciencia, llega a su debido tiempo.



martes, 15 de junio de 2021

Lecciones de cultura clásica


Afrodita. Museo Arqueológico de Tesalónica (Foto de Jean Housen)


Alexis Demóstoles nació en la Macedonia central, en la ciudad de Tesalónica, sin previo aviso. Llegó a este mundo, junto al Egeo, un 12 de abril, aunque él no lo recuerda; pero fue aquella mañana, la de su nacimiento, una mañana luminosa: el viento estaba en calma y el mar tranquilo, como una piscina de color azul intensísimo. Seguro que Poseidón y Eolo estaban durmiendo. O no andaban enfadados con los mortales, pues siempre fue costumbre de estos dioses agitar los vientos, encrespar las aguas y provocar oleajes de ruido y espuma.

Alexis era de cuerpo esbelto y bellas proporciones. Su agraciada anatomía respondía a la perfección al canon clásico de Policleto, con su altura de siete cabezas, su cabello negro rizado y la nariz recta y perfecta. Creció rodeado de cabras y olivos. También del afecto de su madre y de sus hermanas, mayores que él. Ya de niño mostró habilidades en lo referente al cultivo floral y al encalado de las casitas marineras, y se convirtió pronto en un experto en el arte de bailar el sirtaki. También se reveló como un enamorado del arte culinario y un aficionado a catar buenos vinos de la tierra. Solo tenía un defecto, si es que se le puede llamar así: era poco dado a perseguir a las helenas cual sátiro en celo. Más bien era comedido, sosegado y prefería el embeleso de la música o de las columnas de capiteles jónicos antes que las volutas y redondeces insinuantes de las damas del lugar, aunque en las noches tórridas de verano, con el Egeo como testigo, Selene bañara de luz lechosa sus desnudeces, que más parecían diosas ansiosas de libar el néctar de sus copas y otros placeres que mujeres discretas que, como Penélope, aguardan fieles el regreso del esposo tras su dura travesía.

Eran otros placeres los que le seducían: su trabajo como guía en el museo arqueológico de Tesalónica, contemplar la puesta de sol cuando tiñe de tonos cárdenos el firmamento, degustar una musaka o una ensalada con queso de cabra acompañadas de un buen pan de pita frente al mar en uno de los innumerables chiringuitos de la costa, todo ello regado con un buen vino blanco de Santorini.

Recordando los viejos versos de Cavafis: "si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo... Pide que el camino sea largo."



Alexis era un enamorado de la gastronomía, del arte y de la música de cámara, pero nunca fue un depredador sexual... al menos del sexo femenino, que se sepa. Y no era falta de sensibilidad ante la belleza. Antes al contrario: en cada mujer encontraba la reencarnación de una diosa, solo que sus preferencias no iban por ese camino, a no ser el meramente estético.

Cuando le propusieron aquel cargo en Bremen (Alemania), lejos de su tierra, lejos de su mar y de sus puestas de sol, renunció a él para seguir con su empleo de guía en el museo arqueológico local. Prefirió quedarse a esperar la vejez a orillas del Egeo, sin más compañía que los atardeceres y el vino blanco de Santorini.

Tranquilo y feliz.

Más solo que la una.

Siempre Cavafis:

"Dejadme estar aquí. Dejadme también mirar la naturaleza un rato.
La orilla del mar matutino y el cielo
sin nubes, brillante, azul y amarillo
todo iluminado bellamente, y vasto."


martes, 1 de junio de 2021

La operación

 


Intervención por "lamparoscopia"

Gaudencio Gómez nunca tuvo arrestos para proclamar abiertamente su condición de ateo convencido. Pusilánime e inseguro, siempre dijo, para no complicarse la vida ni entrar en largas discusiones, que él era agnóstico. De esta manera su "no sé" le procuraba menos desencuentros que su "seguro que no". Una especie de equidistancia entre los intransigentes de ambos extremos. Y aún así tuvo encontronazos con gente poco tolerante.

Luego le sobrevino la enfermedad, los días de hospital, varias intervenciones quirúrgicas.

Tras la que sería su última operación vio la luz al final de la oscuridad. Eso comentan algunos que un día se encontraron entre la vida y la muerte: un pasillo oscuro y la luz al fondo. Pero en este caso no era la salida a ninguna parte, sino efectivamente la luz de una locomotora de esas antiguas que, como cíclope furibundo, venía hacia él bufando por aquel angosto túnel enfocándole con su único ojo. La locomotora paró y un señor con bigote de pretenciosas guías hacia arriba y gorra de revisor le hizo una señal para que subiera.

Fue subir al vehículo, ponerse este en vertical, despegar, coger velocidad y en un santiamén llegar a las puertas del cielo, paraíso o valhalla. Tras la verja semitapada por nubes algodonosas había un grupo de gente que le estaba esperando. Creyó distinguir a San Pedro, de enorme barba blanca, que llevaba un gran manojo de llaves de padre y muy señor nuestro (nunca mejor dicho); a otro señor con pinta de rabino ultraortodoxo, lleno de tirabuzones negros en cabello y barba, con kipá o tapacoronilla en la cabeza; a un imán de mezquita, también de luenga barba y gorrito kufi ceremonial. No faltaba un Buda con cara de despiste, como el que se ha equivocado de fiesta. Algunos del grupo aquel aparecían afeitados: uno tenía cara de perro o de chacal. Era el egipcio Anubis. También estaba Hela, diosa de los muertos en la mitología vikinga.

Gaudencio, asombrado por el recibimiento aquel, soltó:

O todas las religiones eran verdaderas o habéis llegado a una especie de pacto o consenso para repartiros la tostada.

Algo así dijo el de los tirabuzones. En todo caso estamos aquí para juzgarte. Vamos a valorar lo que hiciste y lo que omitiste.

Vamos a ver, chaval... le preguntó Anubis. ¿Abusaste de las viudas? ¿Quitaste a los niños sus alimentos?

Le interrumpió el de las llaves:

¿Te beneficiaste a la mujer de tu prójimo?

Le llovieron las preguntas de los demás:

¿Guardaste ayuno durante el Ramadán?

¿Te gusta la carne poco hecha?

¿Hiciste el amor contra natura?

¿Votaste a Podemos?

¿Y yo qué pinto aquí? —se preguntó un Buda con cara de asombro.

¿Adoraste imágenes? intervino el imán.

Bueno, bueno. A ver si nos respetamosinterrumpió el de las barbas blancas—. No la tengamos ahora con lo de las imágenes, ¿eh? Creo que habíamos llegado a un acuerdo.

Retiro la pregunta y la reformulo: ¿adoraste algo ajeno a tu Dios, por ejemplo al dinero?

Y dale. Tampoco hay que faltar —protestó el rabino de los bucles.

¡Copón! Es una manera de hablar —se defendió el imán.

¡Lo que faltaba! ¡Ahora nos metemos con los objetos de la liturgia! ¡Así no hay quien juzgue a nadie! —protestó San Pedro tirando las llaves con estrépito al suelo—. ¡Me cago en el consenso! Apañaos vosotros solos. A mí me da igual.

Va, no te mosquees —intervino Hela, mostrando su mejor perfil—. Podemos decidir el destino del alma del difunto echándolo a suertes y acabamos antes. Total, a nosotros qué más nos da. Y además, este pájaro no creía en ninguno de nosotros. No perdamos tiempo.

Esto no es formalidad —protestó Gaudencio. Tengo derecho a un juicio justo.

Sí, hijo mío— dijo el de las barbas blancas, ya algo más calmado—, pero mientras nos ponemos de acuerdo nosotros en cómo llevar esto, te vamos a mandar una temporada al purgatorio para que medites sobre tus pecados, porque como poco eres un descreído. Nos vemos en un tiempo.

Y en un santiamén —nunca mejor dicho—, el que estaba sometido a juicio se vio de nuevo dentro de la locomotora y en el túnel oscuro aquel y transportado al punto de partida. Al fondo, otra luz: la lámpara del quirófano. Y junto a ella, unos ojos indagadores rodeados de gorro y mascarilla: el cirujano.

Como entre nubes, medio amodorrado todavía por la anestesia escuchó:

Todo ha ido bien. Enseguida le pasamos a planta y podrá estar con su mujer y con su suegra que andan preguntando por usted.

¿Mi mujer y mi suegra? ¡Evidentemente: debo estar en el purgatorio!

¿Cómo dice?

Nada, cosas mías. Efectos de la anestesia, supongo.