—No vas a salir a la calle. Quítatelo de la cabeza.
Aquella era una frase contundente, una de las preferidas de mi tía Elvira. Parece que le encantaba hacerme infeliz. De hecho lo decía con cierto brillo en los ojos y una mueca de triunfo esbozando media sonrisa.
¿Disfrutaba con ello? Yo creo que sí, al menos un poco.
Mi tía Elvira, espigada, seca y antipática, era la hermana mayor de mi madre y siempre fue muy mandona, severa gobernanta de lo suyo y de lo ajeno, una personalidad fuerte, acostumbrada a ejercer la autoridad dentro y fuera de la casa.
Mi madre, que tenía un carácter débil, la dejaba hacer. Raramente se atrevió alguna vez a contradecirla. Mi padre tampoco.
—Amelia —continuaba ella—. A este chico hay que atarle corto. Yo creo que debería quedarse en casa y hacer sus deberes, que fuera en la calle no aprende nada bueno.
Y mi padre, mudo como la pared, enfrascado aparentemente en la lectura del periódico, pendiente de las noticias de actualidad, quedaba por voluntad propia al margen del asunto.
—No me gustan esos amigos tuyos —insistía—. Parecen unos zarrapastrosos, unos tontos del bote y unos desarrapados. Así que hoy no sales y menos con esos.
Era su frase favorita dirigida hacia mis compañeros de juegos. Y se quedaba tan pancha tras prohibirme pisar la calle, algo que para un niño de nueve años era tan imprescindible como el respirar, una necesidad imperiosa tras largas horas en la escuela, lo más parecido al paraíso: un lugar para ser feliz unas horas.
Así, durante cuatro largos años, me estuvo haciendo la vida imposible. Mi infancia quedó secuestrada. Un tiempo que nunca recuperé.
Luego mi tía enfermó, quedó confinada de por vida en una silla de ruedas, y fue perdiendo fuelle y determinación, aunque mantuvo siempre su mirada desaprobadora cuando yo bajaba a la calle a jugar.
Hasta que un día el médico prescribió como terapia de recuperación un paseo diario en su silla de al menos una hora, para que le diera el sol y el aire. Alguien en la casa tendría que hacerse cargo de esa responsabilidad. Y por decisión familiar esa tarea recayó en mí. Y llegó mi momento:
—Tía: esta tarde no te puedo sacar de paseo porque tengo deberes. Además, la calle está llena de gente poco recomendable. Otro día será.
Veinticuatro horas más tarde:
—Tía: hoy tengo partido de fútbol. Tú verás. Si quieres te saco un poco y luego te pongo un rato de portera, que nos falta Luisito. No te preocupes. Tú no tienes que hacer nada. Ahí quieta como un poste. Con la silla ocupas casi todo el arco. Y no temas por los balonazos, que mis amigos tienen muy mala puntería y además la pelota es de goma, no de reglamento.
Y la tía, con tal de salir un poco a que le diera el aire, afirmaba con un gesto de la cabeza y comulgaba con ruedas de molino.
Porque la venganza es dulce y, si se tiene un poco de paciencia, llega a su debido tiempo.