Ya perdió la cuenta
Eladio de cuándo empezó a trabajar.
Sí recuerda que era un
chaval, un mozalbete que apenas levantaba del suelo metro y medio,
cuando su tío se lo llevó a la tahona como aprendiz. Era un trabajo
muy duro para un crío que apenas tendría trece o catorce años.
Eladio se levantaba muy
de madrugada para acudir a su ocupación. Con la oscuridad y el frío
metidos dentro del cuerpo llegaba al obrador. Había que acarrear la
leña que yacía apilada en el patio, encender el horno, abrir los
sacos de harina, preparar la masa... Luego llegaba su tío y, con la
ayuda de la pala de madera, comenzaba el ritual mágico de la coción
del pan. El panadero no usaba levadura química sino masa madre; y,
gracias a ella, fabricaba un pan natural y crujiente.
Y así fue creciendo
Eladio. De aprendiz pasó a oficial. Y de oficial a encargado. Luego
su tío murió. Y un primo suyo que estudiaba abogacía en Madrid, y
que jamás había pisado la tahona, pasó a ser el propietario del
negocio familiar. Se llamaba Borja y era una mosca cojonera, un
incordio, pues además de no tener ni idea de cómo llevar una
panadería, era un pijo insolente, malcriado y creído que pretendía
dar lecciones de todo a su primo. Lo que se dice un tocapelotas: que
si en Madrid se hace esto y lo otro, que si es más rentable usar
levadura en polvo, que si hay que quitar el horno de leña y poner
el eléctrico, que hay que ver qué paleto estás hecho, primo, que
hay que dejar las hogazas y hacer baguettes, que se consumen mucho en
la capital, que se puede comprar masa congelada o refrigerada, que
la traen de fuera y a la larga es más rentable porque ahorras mano
de obra... En fin: el listo de su primo apostaba por el pan basura. Y
él no estaba dispuesto a tragar con ello. Había llegado a los
treinta años haciendo pan de calidad y no iba a renunciar ahora por
los caprichos de un niñato advenedizo. Así que, harto ya de las
imposiciones del pijo de Borja, después de asegurarse el empleo en
una panadería artesana del centro de la ciudad, decidió mandar todo
a paseo, no sin antes despedirse como un señor y salir por la puerta
grande. Fue con ocasión de la apertura de un bufete de abogados en
el centro de la capital, "Borja y asociados".
Aprovechando
que se acercaban las navidades, invitó su primo a la finca del
pueblo a gente conocida del mundo del derecho. Allí se dieron cita
personas de la abogacía, con sus señoras enjoyadas y ataviadas para
la ocasión. Gente fina y elegante. Se hizo traer un par de cocineros
de un restaurante de moda que elaboraron platos de alta cocina. Y
para rematar, para acompañar el café y los licores, nada menos que
un enorme roscón de reyes artesano, elaborado por Eladio. Y su
primo, como no podía ser de otra manera, aceptó el encargo y se
puso manos a la obra.
Preparó los
ingredientes con sumo tacto y cuidado para que fuera un postre
inolvidable. La harina la mezcló con pan rallado, leche y huevos
caducados. Para que la masa creciera echó una botella de agua con
gas y levadura química en polvo a tutiplén, de esa que tanto
prefería su adorable primo. Añadió manteca rancia de cerdo en vez
de mantequilla. En lugar de rallar un limón echó las pieles enteras
de seis o siete limones pasados de fecha, también la de cuatro o
cinco naranjas, pero de naranjos de ciudad, sal y azúcar a partes
iguales, y aromatizantes y colorantes a mogollón para disimular.
Amasó todo, lo horneó convenientemente, lo dejó reposar un par de
horas, no sin antes echarle al conjunto unos buenos pegotones de
azúcar escarchada y para que quedara bonito quemó un poco el
exterior con ayuda de un soplete de esos que usan los soldadores.
Luego lo sirvió a la hora de los postres, con su mejor sonrisa. Y
allí entró triunfal, empujando el carro, ataviado de maestro
panadero, con su gorrito y todo, inmaculadamente blanco, mientras el
personal aplaudía...
"Menudo truño te
he endiñao, primo —se dijo para sus adentros—. No querías
basura; pues tómala. Para ti toda. Que te aproveche."
El primo, mientras,
sonreía con cara de bobalicón y se dispuso él mismo a servir,
solícito, el postre a sus invitados.
No se esperó Eladio
para ver las caras de los comensales. Salió de allí escopetado. Su
autobús salía a las dieciséis treinta y ya se le iba haciendo
tarde.
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Relato publicado originariamente en lacharcaliteraria.com