martes, 25 de mayo de 2021

Masa madre



Ya perdió la cuenta Eladio de cuándo empezó a trabajar.

Sí recuerda que era un chaval, un mozalbete que apenas levantaba del suelo metro y medio, cuando su tío se lo llevó a la tahona como aprendiz. Era un trabajo muy duro para un crío que apenas tendría trece o catorce años.

Eladio se levantaba muy de madrugada para acudir a su ocupación. Con la oscuridad y el frío metidos dentro del cuerpo llegaba al obrador. Había que acarrear la leña que yacía apilada en el patio, encender el horno, abrir los sacos de harina, preparar la masa... Luego llegaba su tío y, con la ayuda de la pala de madera, comenzaba el ritual mágico de la coción del pan. El panadero no usaba levadura química sino masa madre; y, gracias a ella, fabricaba un pan natural y crujiente.

Y así fue creciendo Eladio. De aprendiz pasó a oficial. Y de oficial a encargado. Luego su tío murió. Y un primo suyo que estudiaba abogacía en Madrid, y que jamás había pisado la tahona, pasó a ser el propietario del negocio familiar. Se llamaba Borja y era una mosca cojonera, un incordio, pues además de no tener ni idea de cómo llevar una panadería, era un pijo insolente, malcriado y creído que pretendía dar lecciones de todo a su primo. Lo que se dice un tocapelotas: que si en Madrid se hace esto y lo otro, que si es más rentable usar levadura en polvo, que si hay que quitar el horno de leña y poner el eléctrico, que hay que ver qué paleto estás hecho, primo, que hay que dejar las hogazas y hacer baguettes, que se consumen mucho en la capital, que se puede comprar masa congelada o refrigerada, que la traen de fuera y a la larga es más rentable porque ahorras mano de obra... En fin: el listo de su primo apostaba por el pan basura. Y él no estaba dispuesto a tragar con ello. Había llegado a los treinta años haciendo pan de calidad y no iba a renunciar ahora por los caprichos de un niñato advenedizo. Así que, harto ya de las imposiciones del pijo de Borja, después de asegurarse el empleo en una panadería artesana del centro de la ciudad, decidió mandar todo a paseo, no sin antes despedirse como un señor y salir por la puerta grande. Fue con ocasión de la apertura de un bufete de abogados en el centro de la capital, "Borja y asociados". 

Aprovechando que se acercaban las navidades, invitó su primo a la finca del pueblo a gente conocida del mundo del derecho. Allí se dieron cita personas de la abogacía, con sus señoras enjoyadas y ataviadas para la ocasión. Gente fina y elegante. Se hizo traer un par de cocineros de un restaurante de moda que elaboraron platos de alta cocina. Y para rematar, para acompañar el café y los licores, nada menos que un enorme roscón de reyes artesano, elaborado por Eladio. Y su primo, como no podía ser de otra manera, aceptó el encargo y se puso manos a la obra.

Preparó los ingredientes con sumo tacto y cuidado para que fuera un postre inolvidable. La harina la mezcló con pan rallado, leche y huevos caducados. Para que la masa creciera echó una botella de agua con gas y levadura química en polvo a tutiplén, de esa que tanto prefería su adorable primo. Añadió manteca rancia de cerdo en vez de mantequilla. En lugar de rallar un limón echó las pieles enteras de seis o siete limones pasados de fecha, también la de cuatro o cinco naranjas, pero de naranjos de ciudad, sal y azúcar a partes iguales, y aromatizantes y colorantes a mogollón para disimular. Amasó todo, lo horneó convenientemente, lo dejó reposar un par de horas, no sin antes echarle al conjunto unos buenos pegotones de azúcar escarchada y para que quedara bonito quemó un poco el exterior con ayuda de un soplete de esos que usan los soldadores. Luego lo sirvió a la hora de los postres, con su mejor sonrisa. Y allí entró triunfal, empujando el carro, ataviado de maestro panadero, con su gorrito y todo, inmaculadamente blanco, mientras el personal aplaudía...

"Menudo truño te he endiñao, primo —se dijo para sus adentros—. No querías basura; pues tómala. Para ti toda. Que te aproveche."

El primo, mientras, sonreía con cara de bobalicón y se dispuso él mismo a servir, solícito, el postre a sus invitados.
No se esperó Eladio para ver las caras de los comensales. Salió de allí escopetado. Su autobús salía a las dieciséis treinta y ya se le iba haciendo tarde.

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Relato publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 17 de mayo de 2021

Amigos de la infancia


Antonio y Luis iban al mismo colegio y vivían en la misma calle. Ya desde que eran unos adolescentes les preguntaban si eran hermanos. Tenían cierto aire, un parecido razonable. Los dos  eran de rostro anguloso, nariz aguileña, complexión delgada, pelo lacio moderadamente largo de color castaño… Cuando se volvieron a ver después de tanto tiempo mantenían ese parecido. Fue en Madrid. Se encontraron casualmente en una cafetería. Les dio cierta alegría el encuentro. Se sentaron en una mesa para tomarse un café y charlar un rato. Luis estaba en la capital por un asunto de negocios.  Era un importante socio de una empresa puntera en el sector de las telecomunicaciones.  Se hospedaba en un hotel del centro de la ciudad.

—Mira que es casualidad, con lo grande que es Madrid y coincidir el mismo día, a la misma hora y en la misma cafetería —decía Luis. 
—Sí ­—replicó Antonio—. Ni adrede hubiéramos acertado en el encuentro.
—Cuéntame cómo te va —preguntó Luis.

Antonio le contó una película muy alejada de la realidad. Le dijo que también estaba de paso, que se hospedaba en la casa de un amigo y que había venido simplemente a hacer turismo. En un par de días regresaría a Talavera, lugar donde ahora residía tras abandonar el pueblo hacía ya unos veinte años. No le contó que realmente vivía en Madrid,  que no tenía oficio ni beneficio  y que su principal ocupación era la estafa inmobiliaria a base de pillar incautos a los que les ofrecía una estupenda vivienda en alquiler a buen precio y según fotos a cambio de adelantar una pequeña señal  en metálico y en mano, dinero que no volvían a ver. Por eso, cuando Luis le contó que iba a asistir a una reunión con gente a la que no había visto nunca, que iba a recibir allí mismo una cantidad importante tras la firma de un acuerdo,  como anticipo en “B” de futuros negocios y que después se volvería a casa, a Antonio los ojos le hicieron chiribitas y enseguida comenzó a maquinar un plan.

—Podríamos comer juntos. ¿Tendrás tiempo?
—Sí, la reunión no es hasta esta tarde a eso de las cuatro —respondió Luis—. Ahora me voy para el hotel, que tengo que redactar un documento, me doy una ducha, me cambio de camisa, cojo la tarjeta acreditativa, comemos y hasta nos da tiempo para tomarnos un café.
—¿Dónde tienes la reunión? —preguntó Antonio con un tono que pretendía ser inocente y desinteresado.
—Pues muy cerquita de aquí. En el número siete de la calle del Pez, en el despacho de Arteaga S. L.
—Ah, pues muy bien. Si quieres hasta te acompaño.
—Genial. Busca tú que tienes más tiempo un lugar para comer y a eso de la una y media me das un toque. Dime tu teléfono y te hago una perdida para que tengas el mío.

Y Antonio le dictó su número mientras Luis lo fue tecleando para que quedara registrado en su móvil. A continuación este le hizo una llamada para que también lo tuviera Antonio.
Luego se despidieron.
A  eso de la una y treinta y cinco sonó el teléfono de Luis.

 —¿Cómo vas? —preguntó Antonio.
 —Todo terminado. Meto en un pendrive el texto, me ducho, me cambio y en menos de media hora  estoy saliendo por la puerta. ¿Dónde quieres que quedemos?
 —Mira. Hay un restaurante italiano muy bueno cerca de donde tienes la reunión. Es lioso explicártelo por teléfono. Está en una callejuela poco visible. Mejor quedamos en la puerta de la cafetería de esta mañana y vamos desde allí andando, queda cerca.
  —Perfecto. ¿Te viene bien a las dos y media?
  —Me viene genial.
  —Pues hasta entonces.

Lo que Luis desconocía es que su amigo de tiempos juveniles tenía la intención clara de deshacerse de él en cuanto acabara la reunión. Por eso, tras comer, le acompañó hasta el lugar indicado e insistió en esperarle hasta que saliera. Cuando salió, tampoco le extrañó que su amigo le invitara a tomar un café y que se internaran por calles estrechas y poco transitadas. No se esperaba tampoco el golpe que recibió en la cabeza con algo contundente, posiblemente metálico, que le abrió el cráneo y le produjo una hemorragia que terminó con su vida. Ni se percató, ya tirado por el suelo y totalmente inerte en un charco de sangre, de que su amigo de la adolescencia le arrebatara la documentación, la tarjeta acreditativa,  el pendrive y el maletín donde guardaba un abultado sobre con cuarenta mil euros en billetes grandes.