jueves, 30 de enero de 2020

El increíble hombre mangante


Imagen de uso libre de Pixabay

Grueso y sudoroso, de esos individuos que jadean cada vez que hacen un pequeño esfuerzo, de esos que acostumbran a llevar hasta en casa traje y corbata, como si estuvieran en una boda permanente, siempre con el pañuelo enjugando el sudor del rostro, Rigoberto Martín era un hombre sin escrúpulos, un embaucador, un estafador… Su codicia no tenía límites.

También era un tipo algo guarro. Soltaba frecuentemente –y sin previo aviso sonoros cuescos, le gustaba eructar ruidosamente, se sacaba los mocos y los pegaba bajo la mesa de trabajo y le encantaba irse de fulanas. Era guarro, sí. Muy guarro.

Lo malo es que también era codicioso. Y mucho. Hacer dinero, sin importarle el método empleado, era para él una obsesión. En resumidas cuentas, un tipo sin escrúpulos.

Le gustaba estafar a las viejecitas, timar a los parados de larga duración, engañar a los incautos de cualquier edad. Por eso montó un negocio que captaba capital ajeno con el señuelo de una inversión, de un seguro, de un fondo de pensiones, de la compra de acciones de dudosa moralidad. Y le fue bien: contando medias verdades, a base de contratos larguísimos y farragosos, con muchísima letra pequeña, no advirtiendo oralmente del riesgo del desembolso, timando, estafando, a la par que cobrando sustanciosas comisiones.

A medida que su fortuna crecía de forma moralmente reprobable, su cuerpo menguaba. Era algo increíble.

Estás hecho un chaval  le dijo un conocido.
Has adelgazado mucho. ¿Haces ejercicio? –le decía otro.
Juraría que eras más alto –le comentó un vecino.

Hasta notó que el gato le miraba fijamente, como extrañado ante tamaña metamorfosis.

Su masa corporal, su talla, su envergadura, disminuían en proporción directa según lo que consiguiera robar. Y cuanto más “mangaba”, más encogía… Se convirtió pues en “el increíble hombre menguante”, o “mangante”, según se mire.

Poco a poco, día tras día, fue experimentando un proceso de encogimiento. Del metro setenta pasó en un año al metro sesenta. Paulatinamente accedió a cotas más bajas: ciento cuarenta centímetros, ciento diez, noventa, setenta y cinco… Llegó un momento en que para abrir la puerta debía subirse a una silla. Y para subirse a la silla precisaba de un taburete. Y para auparse al taburete, necesitaba un par de libros gordos (en su caso, guías telefónicas, porque la lectura no era lo suyo), donde tras grandes esfuerzos, con la ayuda de sus brazos, conseguía encaramarse a la parte superior. Con el paso de los días tuvo que desistir de abrir la puerta y simplemente se deslizaba por la rendija inferior, como los ratones y bichejos rastreros del tipo cucaracha.
Un viernes se lo comió el gato.
Fin de la historia.

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Este relato fue publicado originariamente en La Charca Literaria el 22 de noviembre de 2016 


martes, 28 de enero de 2020

La creación del mundo fue una chapuza


La creación del mundo está mal hecha. No me extraña que no salga bien algo que se hace deprisa y corriendo, a lo loco, en seis días… Los buenos trabajos llevan su tiempo.
Además tengo mis dudas, mis interrogantes…
El día que se le ocurrió a Dios hacer la cebra ¿había bebido? Y la jirafa, ¿para qué hacerla con ese cuello tan largo? ¿para que alcanzase las hojas más altas de los árboles? ¿Por qué no hacer los árboles más bajos y así ahorrarse del tirón cuello y madera?
Más dudas.
Dicen que el viento se produce por diferencias de presión, y que sopla de las altas a las bajas. Bien, pero el viento huracanado para qué narices sirve. Por qué tanta prisa. Dónde está el fuego. La lluvia, por ejemplo, que está bien y todo eso para que haya agua y las plantas crezcan, blablabla; pero… ¿por qué no llueve solo de noche para no molestar? Si yo fuera Dios prohibiría por decreto que lloviera de día y menos los días festivos, que hay que salir para dar gracias al creador por su obra y, sobre todo, tomar el vermut.
Más…
Los gusanos están bien, vale, pero qué vida más arrastrada.
¿Era del todo necesario crear las cucarachas?
Y esos peces de los fondos abisales. ¿Por qué tan feos si no los ve nadie? ¿A quién van a asustar?
Dominamos la tierra, pero la especie humana sale mal parada: dos ojos, dos orejas, dos brazos, dos testículos… ¿Por qué no dos corazones, dos hígados… con lo necesarios que son? ¿Para qué queremos el ombligo? ¿De adorno? ¿Y el dedo meñique de los pies? Aparte de para pegarte golpes con los muebles cuando vas descalzo, no le veo otra utilidad. ¿Por qué tenemos uñas o pelo si siempre andan creciendo y hay que cortarlos? Anda que si nos creciera continuamente la cabeza íbamos a estar bien.
El único animal inteligentemente pensado es la rana de las charcas. El diseño de las patas posteriores para saltar, la membrana natatoria, técnicas de camuflaje, dos sistemas de respiración para adaptarse a dos medios diferentes a lo largo de su vida, ojos grandes con buen campo visual, el pedazo de lengua proyectable para capturar sus presas… Un animal bien hecho, será por eso que es el más utilizado por los escritores para desencantar a los príncipes encantados de los cuentos.
Ahora que el que más me gusta de todos es el camaleón. Ya quisiera para mí esos ojos que apuntan uno para un lado, otro para otro; sobre todo para poder camuflarte y pasar desapercibido cuando viene el cartero a traerte un certificado sospechoso de la Dirección General de Tráfico.
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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com


martes, 14 de enero de 2020

La calle


             Llevaba viviendo en la misma calle más de sesenta años.
            Y en todo ese tiempo ella había experimentado cambios profundos, como la sociedad misma. De tal manera que se podría afirmar que, aun siendo la misma de siempre, esta calle era a su vez muchas calles diferentes. Desde un punto de vista urbanístico y de equipamiento había sufrido varias remodelaciones. De ser un barrizal inhóspito en días de lluvia se había convertido con el tiempo en un espacio pavimentado, con papeleras, bancos de madera y setos recortados.
            Pero la edad también impone una peculiar visión de las cosas. El estado de ánimo también influye, el cambio estacional... Con la llegada de la primavera, la luz y el colorido de los días radiantes tienen la propiedad de insuflar vida a la calle; por el contrario, los días tristes de otoño, con la caída de la hoja o los días fríos o lluviosos  de invierno, la depresión se adueña de ella.   Entonces se la ve gris y apagada.
            Al principio de todo, cuando era un niño, la calle era un espacio para el juego. Y eso que cuando llovía se embarraba con facilidad por la escasa pavimentación y porque, junto a la acera, había un espacio arbolado lleno de tierra y matojos, un sitio ideal para jugar al escondite.
        De adolescente se convirtió en el sitio donde solía quedar con aquella muchacha del barrio, su primer amor. Cuando la veía desde la ventana de su habitación, su corazón se agitaba de contento. Entonces la calle se llenaba de bellos pájaros, de mariposas de palpitante colorido y de dominio del arco iris. Nunca el azul del cielo era tan intenso. En ese momento, bajaba las escaleras apresuradamente o, mejor, flotaba sobre ellas para el encuentro con la chica de su vida.
            Con la madurez, la calle empezó a convertirse en una molestia, en un tema de preocupación... que si no había sitio para aparcar, que si los pájaros cagaban el coche, que si el ruido, que si la inseguridad ciudadana, que si esto que si lo otro. La música de los vecinos en noches de verano y ventanas abiertas se convertía en una pesadilla, y lo mejor era instalar un aparato de aire acondicionado, cerrar ventanas y aislarse de la calle y del mundo.
            Y ya de mayor, con achaques y problemas de movilidad, lo cotidiano era bajar a dar un paseo con ayuda del bastón. Se agradecía ese banco situado al sol algunas mañanas donde sentarse y entablar alguna pequeña conversación con alguno de parecida edad, disfrutando de la calle que, a pesar de las apariencias, seguía siendo la misma de siempre, con sus niños jugando, sus adolescentes enamoradizos, sus personas maduras criticando todo lo humano y lo divino y los viejos como él, sentados en el banco, tomando el sol, viendo pasar la vida mientras consumían la suya propia.

martes, 7 de enero de 2020

Después del desastre



Todavía recuerda María el día en que se topó con el viejo vagón de ferrocarril en medio del bosque, la emoción que sintió al ver aquel artefacto metálico enorme, oxidado, con las ventanillas rotas y la vegetación trepando por todas partes, invadiendo al intruso aquel y apoderándose de todo su interior.

María nunca había visto nada parecido. Mejor dicho: jamás había visto un vehículo del tipo que fuera. Ningún coche, ningún avión, ninguna bicicleta... y mucho menos un vagón de ferrocarril. Y todo porque ella había nacido en otro tiempo, cuando ya no había máquinas, ni para vivir se necesitaban artilugios que funcionaran con energía artificial. Cuando llegó al mundo, la gente se calentaba y alumbraba con leña del bosque y se aseaba como buenamente podía con agua calentada directamente en el mismo hogar donde se cocía la comida.

Y fue en la cueva cuando, emocionada por el hallazgo, su abuelo le contó cómo era el mundo antes de que ella naciera. El abuelo era muy sabio y explicaba pacientemente a la niña cómo era esto y cómo era lo otro. Y la niña atendía con los ojos muy abiertos.

Todo lo que relataba el abuelo se le antojaba como algo fantástico que ocurrió mucho antes de la gran destrucción, antes de que la estupidez humana acabara con la humanidad misma; bueno, con buena parte de ella. El día del apocalipsis. María no llegó a vivirlo, aunque algo notaría pues su madre andaba embarazada de ella cuando todo acabó.

Pero aquello ya pasó. Y ella y los suyos lograron sobrevivir.
La civilización se derrumbó de la noche a la mañana como un castillo de naipes.
Y allí estaba el testigo de aquel tiempo pasado: el viejo vagón comido por la vegetación. Una evidencia de que la naturaleza se había impuesto sobre las ruinas de un mundo que terminó devorándose a sí mismo.
Y aquel era el lugar de juegos preferido de María, donde daba rienda a su imaginación e inventaba mil y una aventuras. Para la niña, aquel artefacto oxidado hacía el papel que, para otros niños de otros tiempos, representaba el castillo encantado o la casita de muñecas.

Hasta que llegó el día en que encontró la caja.
Era una caja preciosa, metálica, con mucho colorido, de esas de galletas inglesas.
Topó con ella por casualidad, jugando. La encontró debajo de uno de los asientos.
Y dentro de la caja, viejas fotografías. Casi todas con manchas y con ese aspecto mate de las fotos envejecidas o sometidas a cambios de temperatura o humedad. Y las fotos de aquella caja se convirtieron en su tesoro más preciado. Y las contemplaba una y otra vez, asombrada, con los ojos muy abiertos; como cuando el abuelo le contaba aquellas historias antiguas. Y en ellas pudo descubrir extraños artefactos nunca vistos hasta entonces. Y edificaciones de cuando las personas vivía en casas y no en cuevas o chozas hechas con ramas. Y gentes con ropas muy nuevas, no esos harapos con los que se cubrían ahora. Y mujeres muy guapas, arregladas y con bonitos peinados. Eso fue sin duda lo que más le impactó, porque ahora todo el mundo andaba con la cara sin maquillar y con el pelo muy corto o rapado, para evitar las colonias de piojos que pululaban por todas partes.

Y había fotos de niñas como ella, con aspecto sano y feliz. Pero solo una era su preferida: la de la mujer joven de la bonita sonrisa. Una chica, como de veinte o veintidós años, con una mirada clara, limpia, la de un ser que todavía no ha sufrido en su vida ni en la de sus seres queridos la pena o la enfermedad; una sonrisa franca y amable, nada impostada. Y esa mirada y ese gesto de la boca iban dirigidos solamente a María. ¡Cuánto tiempo hacía que no encontraba en su entorno algo parecido! Los gestos de sus familiares eran serios, graves, las miradas ligeramente acuosas pero sin brillo, el tono apagado... Estaban tristes. Se percibía que algo tremendo había ocurrido para que eso fuese así. Por esa razón, la foto era como encontrar otro mundo, otra gente que vivía su tiempo de otra manera, con alegría y esperanza en un futuro prometedor. Y María se aferraba a la imagen como si le fuera en ello la vida. Por eso, la sacó de la caja y la guardó entre sus pobres ropas. Era su secreto. La llevaría siempre consigo, como una reliquia, como un amuleto protector, como la estampa de una diosa de una nueva religión que fundaría ella y a la que cada noche le dedicaría sus últimos pensamientos pidiéndole que a los suyos nunca les faltara alimento y salud.