domingo, 28 de febrero de 2016

Andresillo Hurtado


Continuación

Válgame Dios que no está en mi ánimo mentir y que lo que cuento es la pura verdad y que si miento sea yo merecedor de los mayores suplicios de mano del diablo, allá en los infiernos. Créame si le digo que no hay mayor dolor en este mundo que el de pasar hambre. Y que, por aliviarlo,  el hombre es capaz de las peores cosas. Pues la vida es un don de nuestro Creador y por respeto a Él y a ese don hemos de luchar por mantenella, que no hay mayor pecado que abandonarse sin más en un rincón y dejar que las fuerzas vayan desfalleciendo hasta acabar pereciendo por la falta de pan. 

Y digo pan y no asaduras guisadas, ni lengua de carnero estofada, ni criadillas, ni tajadilla de hígado de puerco, manjares deliciosos todos ellos, pues no es la gula la compañera de viaje sino el hambre. Y para él, con el pan basta y sobra, que es de buenos cristianos conformarse con poco. 

Yo viví en una edad gloriosa -si bien la gloria nunca llegó a alcanzarme- que con los tiempos vino a llamarse el Siglo de Oro; pero bien parece que ni el esplendor ni el oro jamás llegaron a gentes humildes como yo, que era cosa milagrosa tropezarme alguna vez con un real, pero sí alcanzaron a nuestros reyes y validos y ministros y prelados y corregidores y hasta alguaciles, quienes pusieron a España en un lugar muy alto –tan alto que era imposible para la gente modesta llegar hasta él- y en cuyos dominios se decía que no llegaba a ponerse nunca el sol. 

Y que para mantener ese puesto entre los grandes había de gastarse el rey todos los dineros disponibles y más si cabe, endeudando la hacienda y empobreciendo cada día más a los resignados pecheros, obligados por razones de estado a pagar alcabalas o gabelas y a no comer para poder pagar… 

Y digo yo, en mis cortas entendederas, que aunque no soy bachiller y poco fui a la escuela algo me enseñó la vida, que mal anda una casa cuando se gasta más de lo que se gana y que vaca flaca que no come no puede dar leche. 

Porque gastos había, pero no para asistir a otros pobres cristianos peor tratados por la fortuna, sino para mantener el lujo y el boato de unos nobles holgazanes que vivían pavoneándose de su condición con fiestas y vestidos a la sombra de la corte, sin hacer nada a cambio, que si bien nacieron para servir al rey con las armas, antes al contrario, huían dellas como alma que lleva el diablo, que la milicia era cosa que les espantaba; pero no se privaban del pedir esto y lo otro, que parece cosa de risa que sean los que más mendigan los que más tienen, que no han menester limosna quienes ya disfrutan de bolsas llenas y mesas bien abastecidas. 

Y qué decir de clérigos y frailes, más preocupados de intrigas, mujeres y suculentas cenas, que de sermones y latines, que lo de servir al prójimo parecía moda pasada. 
El caso es que como la grandeza del imperio de nuestros amos y señores no llegaba a gentes humildes y sin posibles como yo, que ya me hubiera conformado como tesoro tener en mi alforja algunos buenos trozos de pan blanco y crujiente, vime obligado por pura necesidad a mendigar por esas calles de Dios y si la caridad ajena no llegaba a remediar mis males, trocaba de oficio y de mendigo, haciendo honor a mi apellido, convertíame en un santiamén en experto rapador de bolsas. 

Vuesa merced, ha de convenir conmigo pues que, cuando rugen las tripas de vacías como están, los latines, los sermones y las frases llenas de buen juicio no sirven para calmarlas, antes al contrario avivan la necesidad, pues de todos es sabido que las palabras si no se acompañan con una buena hogaza de candeal, algo de queso y un cuartillo de vino, provocan más desazón que alivio. Que como dice el refrán: “comer bien y cagar fuerte, y no haber miedo a la muerte.” 

Luis Santamaría Pizarro

No merecedor yo pues de ese maltrato hacia mis tripas al que me abocaban por partes iguales mi mala estrella y mis cristianos gobernantes, y ya estando algo mayor para aguantar amos más hambrientos y resabiados que yo, me decidí pues a procurarme el sustento en la calle y perderme en el bullicio de gentes y mercados en busca de fortuna, pues un menesteroso pasa más desapercibido si anda mezclado en compañía de otros como él. 
Dios me perdone, pero una vez que andaban mis pobres tripas tocando a maitines, de lo vacías y necesitadas que estaban, me acerqué sigiloso a un pobre tullido que con su mano extendida pedía por caridad una limosna, que decía no tener forma de buscarse el sustento, impedido como se encontraba. Y fue portentoso cómo, al ir a cogerle una de las tres monedas que en su regazo brillaban, se levantó como relámpago y en cuatro zancadas me atrapó por el pescuezo a la par que me decía…
“¡Ah, hideputa! Buenas piernas tienes y mejores brazos para ganarte el pan, como para robar a un pobre mendigo, que Dios ha obrado el milagro de darme fuerzas para escarmentarte, que a un pobre más necesitado que tú no se le roba.”
Y mientras esto me decía, me tiraba con saña de una oreja, que de no ser por un oportuno  pisotón que le propiné en un pie, sin duda se habría quedado con el trofeo en la mano.

Esto me enseñó que no hay que fiarse de las apariencias y que, dado a robar, hay que ser más raudo que centella.

Y allí, en las calles de Sevilla pude comprobar que junto a pobres de verdad, convivían codo con codo falsos mendigos; enfermos verdaderos y fingidos; tullidos de verdad y de mentira, que algunos era maravilla verlos tirar la muleta y correr como galgos cuando aparecían los alguaciles; gentes que fingían mil enfermedades con tal de despertar la compasión ajena; dolientes niños huérfanos y abandonados, muchos con su padre vigilante a veinte pasos; ancianos sin recursos junto a pícaros y rufianes de la peor calaña; gente menesterosa y pedigüeña; charlatanes y timadores; mozas del partido y mozas bravas; arrebatacapas y maleantes; jaques y valentones que tiraban de cuchillo por el menor motivo; expertos en distraer la atención y en aligerar de peso las bolsas de los desprevenidos viandantes. 


Hasta que un buen día, harto de disgustos y de esa vida llena de sustos y zozobras, temeroso sobre todo por preservar a salvo mi cuello, que no hay cosa peor que una indigestión de esparto, decidí dar un salto en mi corta pero ya azarosa vida y embarcar hacia las Indias. Probar fortuna como tantos otros que se fueron porque, como reza el dicho, el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, no se debe quejar si se le pasa. Mejorar mi suerte, enmendar mi camino. Esa era mi meta, pues más vale fortuna que caballo ni mula; pero lo malo es que junto con las buenas intenciones llevéme también de equipaje los problemas que traía desde siempre conmigo, mis “aficiones” y destrezas, mis antiguas “artes”. Cambié de lugar pero no de hábitos, así que vuelta a empezar, pues como dijo el señor don Quevedo, quien para escribir tuvo la deferencia de inspirarse en mí y en otros de similar pelaje, " fueme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres." (*)
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Segunda y última parte de "Andresillo Hurtado", texto del autor de este blog al modo picaresco, inspirado en pícaros de renombre como "Rinconete y Cortadillo", "Guzmán de Alfarache", "Lazarillo de Tormes" y  "El Buscón don Pablos". Este capítulo forma parte de "En la frontera" ©, un proyecto diseñado a base de relatos de ficción con fondo histórico o real y registrado en Safe Creative (Registro de Propiedad Intelectual) 

(*) Palabras con las que se cierra la “Historia de la vida del Buscón don Pablos”, de Francisco de Quevedo.

domingo, 21 de febrero de 2016

Arenal de Sevilla y olé


Puerto de Sevilla en la época de Cervantes.
Obra de Alonso Sánchez Coello.

Una nueva andadura comienza...


El Arenal hoy es un barrio céntrico muy turístico de la Sevilla actual que, entre puente y puente, con su Torre del Oro y su Real Maestranza, mira el discurrir del río con el barrio de Triana como horizonte, allá en la otra orilla. 
En aquellos días era eso: un “arenal”, un arrabal que surgió a extramuros de la ciudad; pero también era zona portuaria, punto de llegada de las naves procedentes del Nuevo Mundo a través del Guadalquivir. 
En épocas de bonanza, cuando las remesas de metal y los productos llegaban a raudales, allí concurrían toneleros, carreteros, cesteros, calafates, carpinteros de ribera, emplomadores… una fauna laboriosa y variopinta. Muchos eran los que tenían trabajo a la sombra de las embarcaciones que atracaban muy cerca en el muelle. Mercaderes, marineros y soldados que se echaban a la mar también necesitaban del servicio de sastres para el vestir y de burdeles y busconas -capulinas, izas, rabizas, cantoneras- para el natural desahogo propio –o "impropio"- de gentes que van a pasar muchos días en alta mar sin otra compañía que las olas. Mancebías, tabernas, bodegones, tugurios y casas de juego no faltaban por aquel lugar. 
Luego también había otros, vendedores ambulantes que aprovechaban la concurrencia y el gentío para intentar colocar sus mercaderías, bribones de toda condición, charlatanes y sacamuelas. Había revendedores que ofertaban vino, leche y miel a granel, expertos en adulterar lo que ofrecían para sacar un beneficio. Y también había tunantes, quienes del descuido ajeno hacían fortuna cambiando las monedas de bolsa y de dueño. Y mendigos, falsos tullidos, rufianes, pícaros, aventureros, desheredados de la fortuna, buscavidas, valentones y timadores. 
El caso es que la zona aquella del Arenal bullía como enjambre en sus buenos tiempos por la actividad, el trajín y las gentes diversas que acudían allí como moscas al pastel para obtener algún beneficio del tipo que fuera... 

Pero mejor que yo, dejemos a un protagonista de su tiempo llamado Andresillo Hurtado que sea él quien nos cuente cosas de su vida y de aquellos días… 

"Sepa vuesa merced que nací muy cerca del Arenal, en la muy noble ciudad de Sevilla, puerta de las Américas, cuna de tanto hombre eminente y lugar de visitantes ilustres; si bien he de decir que mi alcurnia no fue tan noble como alcanza a familia modesta que tuvo que ingeniárselas para sobrevivir entre remesa y remesa del oro y la plata y las preciadas mercaderías que procedían de las Indias, pues no todos los días amanecía con la noticia de que arribaba barco y entonces el trabajo escaseaba y había que comer y vestir. 
Hubo años de prosperidad y otros no tan buenos. El oficio de mi padre era el de sastre. Y si había trabajo, cortaba trajes. Y si no, rapaba bolsas. Lo suyo era cortar. Y haciendo honor a su apellido se daba buena maña, que nunca nos faltó en casa un mendrugo que llevarnos a la boca. Pero un día se torció la fortuna para el autor de mis días, que una mañana vinieron a prenderle los alguaciles y dieron con sus huesos en la cárcel y allí enfermó de unas fiebres y consumió en poco tiempo lo que le quedaba de vida.



Yo, señor, en el fondo no soy malo. Si acaso algo inquieto y despierto como corresponde a muchacho avisado que se crió sin padre, que no tuvo otra escuela que la calle, que padeció el  maltrato de sus amos a quienes sirvió y cuidó, recibiendo a cambio golpes e ingratitud, como si fuera culpa mía el que la vida les hubiera deparado escasa fortuna, que ni un perro se merece trato semejante. 
De entre todos los amos a los que serví, los peores no fueron precisamente los más menesterosos, mendigos y pedigüeños, sino curas y frailes, gentes devotas, hombres de fe que pregonaban una cosa y hacían justamente  la contraria, avarientos que predicaban la caridad en nombre del Altísimo pero que ellos no la practicaron nunca conmigo, antes al contrario, matábanme de hambre sin remordimiento alguno, que parece que no tratara con  buenos cristianos.

Yo, señor, he de confesar que si alguna vez pequé no fue por vicio ni por hacer daño al prójimo, sino por necesidad. Y si hurté no fue por quebrantar hacienda ni mandamiento alguno, sino por comer, que el hambre no entiende de modales ni de buenas obras. Que aunque no hacía ascos a un banquete y ya me hubiera gustado comer como fraile convidado, me conformaba tan sólo con acallar el ruido de mis tripas. Si anduve metido en alguna pendencia no  fue por el juego o por algún lío de faldas, sino por defender un mendrugo de pan que llevarme a la boca y nunca por procurar hacer mal a nadie, que nunca has de desear a los demás lo que para ti no has de querer." 

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Primera parte de "Andresillo Hurtado", texto del autor de este blog al modo picaresco, inspirado en pícaros de renombre como "Rinconete y Cortadillo", "Guzmán de Alfarache", "Lazarillo de Tormes" y  "El Buscón don Pablos". Este capítulo forma parte de "En la frontera", un proyecto diseñado a base de relatos de ficción con fondo histórico o real que irán apareciendo de vez en cuando en este blog.

"En la frontera" es un proyecto registrado en Safe Creative (Registro de Propiedad Intelectual) 





domingo, 14 de febrero de 2016

No todo van a ser flores


14 de febrero. Día de San Valentín. Ese día no todo fue amor…

En 1502, los Reyes Católicos ordenan expulsar de España a los musulmanes que no se conviertan al catolicismo.

En 1530 el conquistador español Nuño de Guzmán manda quemar en la hoguera a Tangáxoan Tzíntzicha, Cazonci o rey de Michoacán.

En 1556, es declarado hereje en Inglaterra el arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer y quemado vivo posteriormente.

En 1879 estalla la Guerra del Pacífico cuando las tropas chilenas cierran a Bolivia la salida al mar.

En 1918 se produce una ofensiva turca en Armenia.

En 1919, tras la Primera Guerra Mundial, tiene lugar la Guerra Polaco- Soviética.

En 1929, en Munich, las autoridades del lugar prohíben a Josephine Baker, afamada cantante y bailarina estadounidense, salir a escena por indecencia pública.

En 1929, Al Capone lleva a cabo en Chicago una célebre matanza contra una banda rival: la matanza del día de San Valentín.

Etc., etc.

No todo van a ser flores.

Fuente para la efemérides: Wikipedia.

lunes, 8 de febrero de 2016

La Inquisición en América II


Auto de fe celebrado en México

Continuación...

Comentábamos en una entrada anterior que en enero de 1570 una real cédula de FelipeII establecía formalmente la Inquisición en Lima.

Sin embargo, es de justicia señalar que en una real cédula posterior, dictada en 1575, y que se convirtió en ley, dispuso que los inquisidores apostólicos no procedieran contra la población india, cuyas faltas serían juzgadas y castigadas por los eclesiásticos ordinarios. 
Al igual que ocurría en España, además de inquisidores, el Tribunal del Santo Oficio contaba con una red de informantes o delatores. Si se producía una acusación, la Inquisición tenía potestad para adoptar todo tipo de medidas, incluida la tortura, para verificar la información recibida. Las penas podían ser de prisión, multas, azotes, destierro e incluso la muerte. En todo caso, parece ser que la actuación del Santo Oficio en América tuvo un resultado mucho menos encarnizado que en España. Y que la pena de muerte se aplicó solo en muy contadas ocasiones. 

En la mayor parte de los procesos, las penas estaban relacionadas con comentarios, blasfemias y críticas que podrían considerarse contrarios a la ortodoxia cristiana y se saldaban generalmente con la imposición de una multa, como aquella vez en Chile en la que un condenado vio que le abrían una causa por llegar a comentar que Dios no le "podía hacer más mal ni darle mayores penas en esta vida" que la reciente muerte de su esposa.  Se consideraba una herejía poner en cuestión el poder omnímodo de Dios. 
En Lima condenaron a uno por el atrevimiento de decir que Adán no tenía ombligo. Y eso que tenía lógica la cosa: según el relato bíblico, el primer hombre no nació de madre. 

Otros casos, citados por José Toribio Medina :

El de "Juan de Alarcón, clérigo, de Salamanca, que repetía a las criollas en la confesión que eran hermosas y discretas y que no parecían nacidas en tierras del Perú, permitiéndose de cuando en cuando abrazarlas, fue desterrado del obispado del Cuzco y privado de confesar por tres años."  

O el del soldado Gaspar del Peso, que "fue encausado porque habiendo sido acuchillado en una pendencia, exclamó, dirigiéndose a uno: «no quiero que Usted me vea, ni Dios tampoco.» 

O el de Pedro de Villadiego, mercader, «que hablando en conversación con ciertas personas, vino a decir que estando una vez San Pedro en una taberna había pasado por allí Nuestro Señor Jesucristo y le había preguntado: «¿qué haces, Pedro?» y que le respondió San Pedro: «multiplicar», y que le dijo Nuestro Señor Jesucristo, «haz y vente».

O el de algunos frailes dados a la lujuria, como «Fray Juan de Aillón, de la Orden de nuestra señora de la Merced, natural de Palencia, en Castilla, sobre que en el acto de la confesión y fuera de confesión, solicitó a cierta mujer a que tuviese cópula carnal con él, y reprehendiéndole ella de lo que decía, y que quería tomar otro confesor, el reo la dijo que sería descubierto si tomaba otro confesor y la amenazó si lo tomaba. Asimismo, confesando a otra cierta mujer doncella en su monasterio en una capilla, estando la dicha mujer asentada de rodillas a sus pies, la trató de amores y la abrazó y besó, diciéndole muchas palabras lascivas torpes, y deshonestas; (...)  y después muchas veces, viniéndose a confesar con él, tuvo con ella otras muchas torpezas, y luego la decía que confesase aquel pecado con él y que no lo confesase con otro, y la decía y persuadía que no le acusase, que le echaría a perder; y pasó con esta doncella en el acto de la confesión en diversas veces muchas cosas muy torpes y deshonestísimas."

La inmensa mayoría eran casos de este tipo.

Los siglos XVI y XVII fueron tiempos de máximo funcionamiento de la institución, que coinciden con los de mayor celo religioso. Luego, ya en el siglo XVIII, se inicia la decadencia del Tribunal, que culminó con su extinción a comienzos del siguiente siglo. 

Bibliografía: 

sábado, 6 de febrero de 2016

Reseña de "Desde el laberinto"



Maravillosa reseña la que ha realizado Ana María Férrin desde su blog. 

Nunca sabes lo que realmente has escrito hasta que los buenos lectores son capaces de hacer su particular lectura. Entonces -y solo entonces- te das cuenta de todo lo extenso que puede llegar a ser el laberinto y de que la vida está formada por pequeños fragmentos como los cristales cuando se rompen. En algunos habita la locura. En otros, los momentos buenos, como este que comparte la amiga Ana María desde su blog conmigo y con todos.