miércoles, 19 de febrero de 2020

Al estilo de Monterroso




Cuando desperté, mi habitación seguía allí.
Algo realmente increíble, difícil de entender, puesto que durante la noche había desaparecido materialmente. Podría jurarlo. Se había disuelto, evaporado, desintegrado en las primeras horas de la madrugada. Las paredes, el techo, la puerta, las ventanas... todo se había esfumado. Resultado de un torbellino inexplicable que surgió en medio de la oscuridad.

Pues lo dicho. Yo tendría nueve o diez años, y estaba con el embozo de la sábana hasta la nariz, dejándome caer en el vacío, adentrándome en la nebulosa de Morfeo, gracias al poder narcótico del sueño, cuando todo sobrevino: la cama comenzó primero a mecerse como una cuna, leve y suavemente, cabeceando como una barca sobre un mar ligeramente ondulado, de la proa hasta la popa; y, luego, de izquierda a derecha, como si dijéramos, de babor a estribor. Más tarde, el movimiento aumentó, se hizo más  pronunciado, casi violento, como si me adentrara en un mar tempestuoso. La barca -perdón, quise decir la cama- subía y bajaba en medio de aquella galerna como si estuviera en una montaña rusa. Paralelamente, la habitación se fue despojando de techo y paredes. El viento agitaba mi lecho en medio de la negrura del temporal. Y sin embargo logró aguantar milagrosamente. Sin siquiera deshacerse. La cama era fortín y refugio. Allí me parapeté yo, abrigado con el embozo hasta los ojos, y logré transitar el proceloso mar de las pesadillas nocturnas. Pero cuando la noche remitió y todo acabó y los primeros haces de luz se colaron por las rendijas de las contraventanas, y mi madre entró en el cuarto para que me levantara para ir al cole, pude comprobar que la habitación seguía allí, intacta pese a todo, tal y como estaba antes de conciliar el sueño.

viernes, 7 de febrero de 2020

Mi novia



Apenas disfruté de mi novia. A los pocos meses de salir con ella se me murió. Estábamos en su casa y le dio un jamacuco cuando, tras mucho meditarlo, nos disponíamos, por fin, a hacer el amor. Cayó fulminada antes de comenzar a desvestirse. Fue tremendo: se me murió y yo, además, me quedé con las ganas. No sabía qué hacer ni a dónde acudir. Ella estaba sola en el mundo. No tenía ningún familiar que yo supiese. La tuve escondida en su habitación una temporada hasta que empezó a oler raro. Su cuerpo, tan terso y suave en vida, había empezado a corromperse. Olía mal. Había hasta gusanos. Cuando el hedor era insoportable decidí irme de allí. Recogí mis pertenencias para no dejar rastro de mi presencia aquellos días. Antes de marcharme, me llevé algunas cosas de ella de recuerdo. Cuando comprobé que no había nadie ni en el descansillo ni en la escalera, bajé. Era ya muy tarde y no había un alma ni en el portal ni en la calle. Me disolví entre las sombras de la noche, me alejé a buen paso y me parapeté tras la puerta de mi apartamento. Decidí no decir nada a nadie, hacer como si no supiera nada. Luego, pasados un par de días, llamé a la policía, les dije que andaba preocupado, que no sabía nada de mi novia y temía que pudiera haberle ocurrido algo malo, ya que ella no daba señales de vida. Cuando los agentes tiraron la puerta abajo de su piso, se encontraron con un panorama horrible y un pestazo de padre y señor mío. La autopsia reveló muerte natural, al parecer un ataque al corazón que tuvo lugar hacía por lo menos tres semanas

¡Ah! ¡Cuánto la quería! Aunque nuestra relación fue muy corta, me sentía menos desdichado cuando me acordaba de ella:

—¿Me quieres, pichurrín? —me preguntaba con ojos tiernos haciéndose la mimosa.
—Te quiero mucho, pichurrina —le contestaba yo, intentando estar a su altura.
—¿De verdad de la buena?
—De verdad de la buena.
—¿Me llevarás siempre contigo, aunque sea en el pensamiento?
—Siempre te llevaré conmigo. Te lo prometo.

Mi novia era muy buena y comprensiva. Aunque respetaba mis parcelas de libertad, solo tenía un defecto: no le gustaba que me fuera solo a pescar. Una gran afición mía que me sacaba de la rutina de vez en cuando y que tuve que abandonar para evitar que ella se disgustara. Aunque siempre lo llevé mal, aceptaba el sacrificio por contentarla. Cualquier cosa con tal de verla feliz.

Por eso, una de las aficiones que retomé cuando ella murió fue precisamente la de la pesca.

—¿Qué tal, Tomás? ¿Cómo va todo? Parece que te recuperaste de la pérdida de tu novia y te has decidido a salir y hacer tu vida con normalidad. Me alegro por ti.

Eso me dijo Antoñito, un viejo amigo de tiempos de la infancia. Lo dijo con buena intención, una vez que se acercó al espigón del puerto donde yo andaba con mi caña y mi sedal pescando tranquilamente para matar el tiempo.

—Sí — le contesté—. He decidido dar un paso en mi vida y olvidarme de las penas. En la pesca he reencontrado una buena compañía.
—Parece que has pescado mucho.
—Sí, debe ser por el cebo. Tengo unos gusanos buenísimos. No me preguntes cómo los conseguí —le dije, guiñándole un ojo—. Es un secreto.

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Texto publicado originalmente en lacharcaliteraria.com