Cuando desperté, mi habitación seguía allí.
Algo realmente increíble, difícil de entender, puesto que
durante la noche había desaparecido materialmente. Podría jurarlo. Se había
disuelto, evaporado, desintegrado en las primeras horas de la madrugada. Las
paredes, el techo, la puerta, las ventanas... todo se había esfumado. Resultado
de un torbellino inexplicable que surgió en medio de la oscuridad.
Pues lo dicho. Yo tendría nueve o diez años, y estaba con el
embozo de la sábana hasta la nariz, dejándome caer en el vacío, adentrándome en
la nebulosa de Morfeo, gracias al poder narcótico del sueño, cuando todo sobrevino: la cama comenzó
primero a mecerse como una cuna, leve y suavemente, cabeceando como una barca
sobre un mar ligeramente ondulado, de la proa hasta la popa; y, luego, de
izquierda a derecha, como si dijéramos, de babor a estribor. Más tarde, el
movimiento aumentó, se hizo más
pronunciado, casi violento, como si me adentrara en un mar tempestuoso.
La barca -perdón, quise decir la cama- subía y bajaba en medio de aquella
galerna como si estuviera en una montaña rusa. Paralelamente, la habitación se
fue despojando de techo y paredes. El viento agitaba mi lecho en medio de la
negrura del temporal. Y sin embargo logró
aguantar milagrosamente. Sin siquiera deshacerse. La cama era fortín y refugio.
Allí me parapeté yo, abrigado con el embozo hasta los ojos, y logré transitar
el proceloso mar de las pesadillas nocturnas. Pero cuando la noche remitió y
todo acabó y los primeros haces de luz se colaron por las rendijas de las
contraventanas, y mi madre entró en el cuarto para que me levantara para ir al
cole, pude comprobar que la habitación seguía allí, intacta pese a todo, tal y
como estaba antes de conciliar el sueño.