martes, 30 de enero de 2018

Todo está inventado



Había un chiste centrado en la Prehistoria en el que un niño entregaba a su padre las notas del cole, muy malas por cierto. El hombre de las cavernas, echando un vistazo al trozo de piel seca de mamut (el boletín de calificaciones de su hijo), meneaba la cabeza con un evidente gesto de reprobación:

—Vamos a ver, hijo, que suspendas las matemáticas y el dibujo tiene un pase, pero la Historia, que tan solo llevamos dos páginas, eso no tiene perdón.

La “ventaja” de aquellos tiempos era, evidentemente, que había poca materia para estudiar puesto que la humanidad iniciaba su andadura. La antigüedad tenía otra gran ventaja, y con esto nos acercamos al tema que quiero plantear, y es que estaba todo por inventar: la rueda, las vasijas, la ropa, el arco y la flecha… Por dicho motivo, antiguamente se inventaba o se innovaba mucho. Y esto se podría aplicar también al ámbito del arte y de la literatura: todo o casi todo lo que iba apareciendo era nuevo, inédito, original. No había antecedentes. Luego, fue pasando el tiempo. Y ahora, tras un montón de siglos de andadura, cada vez que se te ocurre escribir algo, siempre hay alguien que, bienintencionado sin duda o por dárselas de leído, te comenta:

—Esto tuyo tiene referencias a Kafka.
—¡Qué bueno! Un relato de detectives. Me recuerda mucho a Conan Doyle, a Eduardo Mendoza y a Vázquez Montalbán .
—Esto de mezclar literatura y vida ya lo escribieron antes Cervantes, Unamuno, Pirandello y Bradbury.
—Tu personaje bohemio me recuerda, salvando las distancias, al de Max Estrella de Valle Inclán.

Los anteriores a nosotros lo inventaron todo.
Si bien recuerdo -que es posible que me equivoque y lo hayan inventado otros-, Julio Verne creó el Nautilus; Wells, la máquina del tiempo; Shakespeare, el amor imposible cuando las familias andan enfrentadas; Cervantes, el antihéroe que complementa al héroe; en Grecia, Aristófanes, con su “Lisístrata”, los primeros textos de literatura erótica; sin hablar del Kamasutra de Vatsyayana Mallanaga, en la India… A ver quién es el guapo que trata temas como la avaricia, los celos, la ambición, la duda, etc. sin que le acusen de basarse en Shakespeare. O asuntos como el parricidio, la traición, el adulterio, el destino… sin que te tachen de copiar a los clásicos griegos.
Los que vivimos en el siglo XXI arrastramos una pesada carga, la de los que tuvieron antes que nosotros la ocurrencia de contar cosas.  Y entonces, echando la vista atrás, solo podemos aspirar a relatar asuntos parecidos procurando, en el mejor de los casos, dar un enfoque distinto, añadir algunos matices, modificar el punto de vista, el estilo… Y poco más. 
Basarse en obras anteriores, copiando ideas o técnicas, también lo hacen los grandes autores.

Virginia Woolf


“En esa luz, todo lo que estaba a su alrededor se destacaba con extrema nitidez. Vio girar dos moscas y notó el azulado brillo de sus cuerpos; vio un nudo en la madera donde pisaba, y el temblor de la oreja de su perro. Al mismo tiempo oyó el crujido de una rama en la quinta, unas ovejas tosiendo en el parque, un agudo chillido por las ventanas (…) Las sombras de las plantas eran de una nitidez milagrosa. Percibió cada grano de polvo en los canteros como si tuviera un microscopio aplicado al ojo. Vio la complejidad de los gajos de cada árbol. Cada brizna de pasto era definida, y cada nervio y cada pétalo. Vio a Stubbs, el jardinero, bajando por el camino, y era visible cada botón de sus polainas; vio a Betty y a Prince, los percherones, y nunca distinguió con más claridad la estrella blanca en la frente de Betty y las tres largas cerdas que sobrepasaban las otras en la cola de Prince.”

Fragmento de “Orlando”, de Virginia Woolf, 1928.  Traducción al castellano de Jorge Luis Borges.


¿Os recuerda este fragmento a alguna obra -por supuesto, posterior- del escritor argentino?
Pues eso.



"Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo…" 

Jorge Luis Borges, fragmento de "El Aleph". Buenos Aires, 1949.

jueves, 25 de enero de 2018

Los casos de Elías Gómez (y 2)



Resumen:
Un enano del circo acude al despacho de Elías Gómez para solicitar ayuda,
 dado que sufre maltratos por parte de dos compañeros de trabajo:
la mujer barbuda y el domador.


—Ha venido usted al lugar adecuado. Veamos. Necesito saber los nombres de los acosadores y dónde está situado el circo. Me dijo que el domador se llama Nicolás. Con eso me vale. ¿Cómo se llama la mujer barbuda?
—La mujer barbuda es rusa y se llama Tatiana. Y el circo es el Universal, que está montado en la Plaza de la Constitución, muy cerca de aquí. Estaremos todavía un mes o así.
—Creo que tenemos suficiente tiempo. ¿Cómo se llama el dueño del circo?
—Todos le llamamos Charlie. Él, además de ser el propietario, actúa de payaso. Por cierto, que hace dos días se le murió el clown que actuaba con él y ahora, de momento,  hace las bromas él solo.
—Eso lo vamos a remediar nosotros. Ha dado usted con el sitio adecuado para resolver su problema. De momento, para sufragar los primeros gastos, me debe hacer un depósito de 350 euros. ¡Ceferino, asómate que tengo tarea para ti!
—Dígame, don Elías—dice el aludido, esmerándose en el tratamiento para dar más categoría al bufete, asomando el pescuezo tras la puerta de atrás, la que da a la cocina— ¿Quién es el peque?
—Pareces tonto, Ceferino. El señor es don Blas y trabaja en el circo—dirigiéndose al cliente—. Discúlpele. Es corto de vista, aunque inofensivo. Se lo aseguro.

—No se preocupe. Ya estoy acostumbrado a que me confundan.



—Perdone usted la confusión— se disculpó Ceferino, cerrando tras de sí la puerta de la cocina para impedir que el olor a coles se adueñara del ambiente, ya de por sí algo cargadillo.
—Ahora cuando se vaya el señor, hablaremos de cuál va a ser tu cometido. Usted, amigo Blas, puede marcharse tranquilo. Déjelo todo en mis manos. Deme un teléfono y ya le llamaré cuando haya algo.
—Aquí tiene mi teléfono y el dinero que me ha pedido. Me voy. Espero pronto noticias suyas.
—Hasta pronto. Le llamaré.

Y dicho esto, salió del despacho.

—¿Qué me querías?— preguntó Ceferino algo escamado, una vez que el cliente cerró tras de sí la puerta.
—¿Qué tal se te da el escenario? A ver, repite conmigo… ¿Cómo están ustedeeees?
—¡¿Cómo?!— preguntó el cuñado abriendo los ojos como platos.

—Comiendo. Vamos que te vas ahora mismo al Circo Universal, preguntas por Charlie que es el dueño y te ofreces como clown becario para que te haga una prueba. Mira que si encuentras al final tu vocación dormida… Si no te contrata de payaso, te me ofreces de lo que sea: de taquillero, de limpiar la caca de los elefantes, de dar de comer a los leones, de lo que sea…Tú ofrécete a trabajar por casi nada. Verás cómo te cogen. Tu misión será vigilar al domador y a la mujer barbuda cuando se dediquen al acoso de nuestro cliente. Ya sabes: fotos, grabaciones… ¡Venga, arreando que es gerundio!


Al final, Ceferino logró un empleo en el circo. No de lo que imaginaba, puesto que el propietario decidió incorporar precisamente a Blas, el hombre diminuto, como ayudante en su número de payasos. Al cuñado del detective le contrató como colaborador del mago y del lanzador de cuchillos para cuando estos precisaran de su ayuda. Cuando no realizaba estas labores, se dedicaba a tareas de limpieza, puesto que tanto los animales como el público solían dejar todo perdido de cagadas, meadas y envases vacíos. Y era precisamente desde ese menester de donde pudo efectuar su labor de espía, pues, aparentemente absorto en su faena, pasaba desapercibido para los demás. Y, con escaso disimulo, mientras  barría  boñigas de camello, cagajones de caballo  y truños de león, pudo efectuar algunas fotos con su minicámara acoplada a la escoba con cinta adhesiva. Una de las chapuzas habituales del amigo Sardón.

Foto nº 1: el domador hace restallar su látigo a un centímetro de la cara de Blas, quien aparece guiñando un ojo y torciendo el gesto como para minimizar el posible impacto.
Foto nº 2: la mujer barbuda, sentada sobre un taburete, aparece azotando el trasero de Blas con una alpargata de esparto mientras se ríe a mandíbula batiente.
Foto nº 3: la mujer barbuda y el domador sujetan al Blas en el aire cogiéndolo cada uno de una oreja, haciendo ademán de colgarle en el tendedero junto al resto de la colada del día.
Foto nº 4: Blas se muestra sentado en el suelo, atado de un pie a la jaula del león, mientras el elefante, de la mano del domador, aparece con la pata levantada en ademán de darle un pisotón. En la foto se puede apreciar la cara de terror de la víctima.

Ceferino Sardón entró, sonriente y triunfante, en el despacho de su cuñado y le echó sobre la mesa  el sobre con las fotos, como quien pone sobre el tapete un póquer de ases.

—Fantásticas fotos—comentó el detective—. Son suficientes. Ya tenemos lo que buscábamos. Misión cumplida. Se les va a caer el pelo a esos dos. Has hecho un buen trabajo. 
—Me costó lo mío—añadió Ceferino—; pero al final lo logré.
—Genial. Que digo yo que tú sigas trabajando en el Circo como si nada. Solo el resto del mes. Total son veinte días más. Es para no levantar sospechas mientras tramitamos la denuncia.  Además, nos vendrían muy bien esos 600 euros que te van a pagar. Voy a ser generoso contigo: 600 de tu trabajo, más 350 de la provisión de fondos del señor Blas, más otros 350 que le sacaremos por tramitar la denuncia y pasarle las fotos… ¡Tocamos a 650  cada uno! ¿Qué te parece?
—Me parece que tienes un morro que te lo pisas. Si no fuera porque eres mi cuñao y mi hermana es una santa…


lunes, 22 de enero de 2018

Los casos de Elías Gómez. Nuevo episodio.



Elías Gómez era un detective de esos de segunda clase que bien podría haber dado el tipo para una película de las serias protagonizada por Alfredo Landa. Su aspecto ojeroso de hombre triste, acabado,  amigo del tabaco, del whisky y de trasnochar, y su despacho tan cutre y desordenado ayudaban mucho. El detective sobrevivía con algunas cosillas de poca monta que le iban saliendo y con otras que surgían de las maniobras, algo ilícitas por cierto, de él y de su cuñado Ceferino.
Con los años, el viejo cartel de la puerta que, con tanto esmero, Ceferino Sardón había elaborado, fue víctima del deterioro.
El cristal esmerilado, desde dentro del despacho,  lucía de esta guisa:


—¡Solo queda el apellido!—exclamaba el detective— ¡Y encima, al revés!

Sin embargo, la costumbre de verlo así todos los días, no solo por parte de Elías, sino también por los potenciales clientes que se acercaban al bufete —la mayoría picaba una vez y no más—, hizo que “Gómez” se reconvirtiera  —al menos visualmente— en “Zemóg”.

—Oye, pues no suena mal del todo. ¡Zemóg! Visto en el buen sentido, hasta parece un apellido extranjero.  Lo cual puede darle al despacho un toque de categoría—. Le decía un día que estaba de buen humor a Ceferino.
—Si quieres te lo vuelvo a pintar— se ofreció solícito su cuñado.
—No, déjalo. Que igual nos trae suerte.
—Hablando de suerte, esta mañana llamó uno que quería una cita contigo para el miércoles. Lo tienes para las once. Me hice de rogar para que creyera que era muy difícil concertar una cita dado lo apretado de tu agenda. Al final le dije que, excepcionalmente y haciendo un esfuerzo, le hacía un hueco entre dos clientes muy importantes y que, por favor, fuera muy puntual.
—Eres un lince. ¿Te dijo para qué quería la entrevista?
—No. Me señaló que por teléfono no quería dar detalles. Se le veía preocupado.

El miércoles, a las once menos cinco de la mañana, alguien llamó tímidamente con los nudillos en la puerta de cristal esmerilado del despacho. El detective andaba con el portátil abierto sobre la mesa y levantó la vista un poco por encima, lo justo para visualizar la mitad superior de la puerta.
—Adelante— dijo Elías Gómez desde su sillón de IKEA, intentando emitir una voz firme y segura que transmitiera al visitante la sensación de seriedad y profesionalidad que el despacho pretendía vender.
La puerta, distante tan solo un par de metros de la mesa del bufete, se entreabrió y, al poco, volvió a cerrarse sin que aparentemente nadie hubiera entrado.
—Pase— repitió el detective—.No se quede ahí fuera.
Y una vocecita surgió entra la puerta y la mesa:
—Si estoy ya dentro. Es que la mesa y el ordenador me tapan.

Elías Gómez cerró su portátil, se incorporó de su butacón de plástico negro y miró delante de su mesa. Se quedó ojiplático cuando vio que quien le hablaba con esa vocecita era un ser diminuto que no mediría más de 85 o 90 centímetros. “Cielo santo, un enano”, se dijo el detective.


—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
—Hola, buenos días. Me llamo Blas. Trabajo en un circo, haciendo reír a pequeños y a grandes. Quiero contratar sus servicios para que investigue a la mujer barbuda y al domador de leones, que me acosan laboralmente, y yo pueda, con las pruebas pertinentes, demandarles por trato vejatorio. Porque el dueño del circo no me cree y dice que exagero. Y ellos, evidentemente, niegan todo como bellacos. Necesito pruebas, con testigos que prueben su infamia.
—¡¿La mujer barbuda y un domador de leones…?!— comenzó a decir sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—Sí— respondió el diminuto hombrecillo—- Están celosos de mí y me hacen la vida imposible. La mujer barbuda me coge en brazos y me restriega toda la barbota en mi cara. Los pelos son duros como escarpias y me provocan sarpullido. Luego me suelta y se ríe a carcajadas la muy pelleja. El otro día, sin ir más lejos, casi me muerde un león, azuzado por Nicolás, el domador.  Me apretó contra los barrotes de  la jaula para irritar a los animales. Menos mal que los leones son viejos y apenas tienen garras ni dientes. El domador es un mal tipo.
—Resulta increíble— dijo el detective, recomponiendo el gesto tras la sorpresa inicial.
—Por eso he venido. Necesito que ustedes me ayuden.

(Continúa)

lunes, 15 de enero de 2018

Formas de tratamiento




Las formas son importantes. De eso no tengo la menor duda; pero no siempre coinciden con un mayor nivel de educación y respeto hacia los demás.

A lo largo de la historia las formas de tratamiento han evolucionado, también cambian mucho de cultura a cultura, de continente a continente.
A veces las distintas formas de tratarse no van más allá de una mera cuestión gramatical más que de una forma de respeto. Emplear “vos” o “ustedes” en vez del “tú” o "vosotros", como ocurre en la América de habla hispana. Era frecuente entre los romanos antiguos tratar a todos de tú, incluso los soldados a sus generales. Aquí hemos sido más de “usía”, “vuecencia” para referirnos a los altos cargos militares.

Decía Schiller, el poeta alemán, que demasiada cortesía no seduce, sino que empalaga.

Hablar de usted a personas mayores o a gente que no conoces es un síntoma de educación y respeto. No me agrada ver a chavales tuteando a personas de cierta edad que se encuentran por la calle y que ni conocen; sin embargo, gentes hay que se hablan de usted mientras se dan de puñaladas traperas; por el contrario, los hay que te tratan de tú pero con un tono que revela buena educación.
Las formas puede que sean importantes, pero no son lo único importante. Habrá que ver el contenido, el tono y el lenguaje no verbal con el que se acompañan.

En mis tiempos como profesor de adultos tuve alumnos de todas clases, incluso jóvenes raperos, muy desafiantes y contestatarios en el gesto en un primer momento, que me trataban de tú en la clase y a los que yo consideraba, oía y respetaba y me llegaron a demostrar con el tiempo que eran de lo mejorcito: no hablaban de mí a mis espaldas, me respetaban cuando daba mi opinión y hasta estudiaban y aprobaban. Hay chicos que lo que no toleran es la arbitrariedad, la injusticia, la imposición sin razones… pero que te los metes en el bolsillo si eres capaz de escucharles y comprenderles.

—Profe— me dijo uno en el cambio de clase—. Un coche ha dado marcha atrás y te ha dado en el parachoques un golpe. He cogido la matrícula porque el tío listo ni se ha bajado a ver si te había hecho algo. Menudo capullo.

Recuerdo a aquel vecino de la infancia que hablaba de usted a su madre, una costumbre poco usual ya para los de mi generación, quienes solíamos tratar de tú a nuestros progenitores.

Una vez, oí al joven aquel que decía a la autora de sus días:

—Madre, váyase usted a la mierda.

lunes, 8 de enero de 2018

Comida familiar de Año Nuevo




El primo Humbertito, traje de marca y melenita neoliberal cuidada, se empeñó en que fuéramos a celebrar la comida de año nuevo a un famosísimo restaurante de esos de un sinfín de tenedores, recomendado por grandes gourmets nacionales. Por supuesto, pagando a escote. Su hermana Gertrudis aplaudió la idea. Y los demás aceptamos resignados, con esa cara que se te queda cuando te acaban de marcar un gol por toda la escuadra. Nadie tuvo el valor de oponerse. Y el que calla otorga.
Y llegó el gran día. Hasta las quince treinta no teníamos mesa y eso que la reservamos con dos semanas de antelación.
—Aquí no servimos comidas— nos dijo el maître que nos atendió amablemente nada más llegar—. Nuestra propuesta gastronómica es arte. Tenemos como objetivo tratar con delicadeza los paladares de nuestros clientes, que disfruten de nuestros platos como se disfruta ante la contemplación de un buen cuadro. Cada plato es una joya.
Nos ofrecieron la carta de vinos. Todos carísimos de la muerte. Elegimos un Ribera del Duero, cosecha de  2011, por decisión de nuestro primo el entendido.
Primero nos pusieron una minúscula porción de algo marrón adornado con brotes verdes que vino a llamarse  fraternidad de hortalizas tiernas sobre tempura de yuca tailandesa.
Luego vino una deconstrucción de patata pochada con secreto de cebolla y huevo semicuajado, que no era otra cosa que un trocito de algo parecido a una tortilla de patatas.  Calculo que de una tortilla entera de cuatro huevos sacarían unas veinte porciones.
Después, unos arrugados forúnculos que resultaron uvas estofadas al azafrán con reducción de Pedro Ximénez.
A continuación, el plato fuerte de la comida: una especie de sarpullido de carne picada cruda con  acompañamiento lateral de un pegote viscoso verde que parecía vómito y no guarnición, y que no recuerdo ahora su denominación dentro de la cocina creativa.
No pusieron pan, sino una especie de ridículos colines que comimos con avidez entre plato y plato.


Luego, un poco de humo servido en unos vasos largos metálicos tapados con una suerte de cierres herméticos. Era, según dijeron, el enlace perfecto para llegar al final.
Para acabar, un surtido de postres, tal vez lo mejor de la comida, consistente en una macedonia de pera y frambuesas flotando en una especie de agua azucarada que pretendía ser almíbar, unas obleas diminutas con hilillos finos de chocolate estilo chapapote y unas minúsculas rodajitas de plátano frito con un poco de miel (una rodaja por cabeza).
Y acabó el ágape.
Tenía más hambre que cuando empecé. Estuve a punto de pedirme un par de huevos fritos con patatas y pan, pero no lo estimé oportuno.
Dije de broma:
—El aperitivo ha estado bien, veremos ahora la comida qué tal cuando nos la traigan.
La prima Gertrudis me miró con la intención de desintegrarme con el rayo fulminante que salió de sus ojos. El primo Humbertito hizo como si no me oyera. Pensó de mí que era un paleto.
Pedimos la cuenta, que pagamos a escote: ciento cincuenta euros cada uno.

A la salida del restaurante, Humbertito no tomó la precaución de mirar hacia el suelo, distraído como estaba en comentar a los acompañantes las excelencias de lo que acabábamos de degustar, y no reparó en una humeante boñiga, tamaño descomunal, que algún perro de dueño desaprensivo e insolidario había depositado recientemente sobre la acera. No sé qué extraña relación hay entre la suela de los zapatos de marca y las mierdas urbanas,  que es imposible que puedan vivir separadas.

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Cuento  publicado en La Charca Literaria