miércoles, 30 de enero de 2019

El concierto del siglo

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Polígono industrial de una gran ciudad. Cuatro amigos se juntan en un local insonorizado dos tardes a la semana para ensayar sus temas. Son una banda de rock formada por dos chicas y dos chicos. 
Patrick le dice a Leonela que pruebe con él el acorde de MI mayor para conjuntar sus guitarras. Patrick es el guitarra solista, Leonela lleva casi siempre la parte rítmica y la voz, Cora toca el bajo y Michel, la batería. Andan probando y afinando sus instrumentos. Michel comprueba los timbales, pedalea en el bombo, que suena algo raro, como retumbando. 

—Ese bombo resuena demasiado—le dice Cora—. Igual tienes que cambiar el parche delantero y poner uno con agujero. 
—No, aquí no tengo. Le quito el de delante y ya está. Y le meto una manta para que absorba sonido. Solucionado. 

Al cabo de un rato de probar y ajustar, comienzan el ensayo. Abre la sesión un rock básicamente de tres notas, sencillo pero contundente. Se trata de Back in Black del mítico grupo AC/DC. Lo ejecutan. Les sale bastante aceptable. Al menos van a tiempo y nadie desentona. Luego siguen con otros temas de su repertorio. No van mal. Llevan veinte temas muy trabajados. Piezas de David Bowie, Allman Brothers, Rosendo Mercado, los Rolling, los Creedence... También hay tres temas propios. El próximo bolo lo tienen en Zaragoza, para las fiestas del Pilar. 
Cuanto más entusiasmados están con el ensayo, se abre la puerta del local y en el marco aparece la figura menuda de un hombrecillo de color verde, no más alto de un metro, con un traje de destellos metálicos, como hecho de papel aluminio, ojos muy grandes, antenas y orejas puntiagudas. Todos dejan de tocar. Leonela interrumpe momentáneamente la ejecución de un riff con su guitarra para decir: 

—Mira qué nene más mono. Seguro que anda con el Halloween ese y no encuentra a su mamá. ¿Te has perdido, cariño? 
—Cada vez hacen mejor los disfraces –comenta Michel—. Este debe valer una pasta. 

En ese momento, con una voz metálica, el diminuto hombrecillo, dice: 

—Recogéis todo vuestro equipo y os venís conmigo —lo suelta de un tirón aquel extraño ser en correcto castellano pero sin inflexión alguna de voz, sin ninguna pasión y haciendo una pausa detrás de cada palabra, como si se tratara de un robot. 
—Mira que es gracioso el enano —añade Cora—. Se ve que anda metido en su papel de marcianito. Y lo borda el jodío. 
—Muy gracioso, pero nos ha chafado el ensayo —replica Patrick—. Anda, nene. Vete a buscar a tu mamá. 
—Debe ser el niño de la gótica que ensaya en el local siete con sus amigos los siniestros. Claro, y el chaval se aburre —añade Leonela. 
—Natural —interviene Michel—. El chaval se arrima donde oye calidad. 

El hombrecillo de color verdoso no se mueve e insiste: 

—No podemos perder más tiempo. Nos tenemos que ir ya. Nos esperan. 

Los miembros de la banda se miran con aire de incredulidad. La sorpresa es mayor cuando irrumpen en la sala otros tres hombrecillos idénticos y se ponen a la faena de desenchufar los aparatos y a llevarse amplificadores, micros y todo el instrumental que se les pone por delante. 

—¡Eh! Un momento —protesta Michel—. Mi batería es sagrada. Solo la toco yo. 
—Pero qué leches hacéis —añade Patrick— ¡Niño, deja eso! 
—Ya es tarde —dice el que parecía el jefe de la cuadrilla de hombrecillos de ojos grandes—. No somos de vuestro planeta. Entendéis lo que os digo porque tengo conectado el traductor automático simultáneo. Metemos todo en la nave y nos vamos cagando leches, como decís vosotros. 
—¿A dónde se supone que nos vamos? —pregunta escamada Leonela. 
—A dar un concierto —contesta el ser verdoso de siempre. 
—¿¿¡Un concierto!??— exclaman los cuatro a la vez— ¿A dónde? 
—A Ganimedes. Estamos de celebración y nos han fallado los músicos que teníamos contratados. Así que os ha tocado a vosotros. Vámonos. Por el camino os iré contando detalles. 
—Pellízcame, Cora, que debo estar alucinando —dice Leonela, que no sale de su perplejidad—. ¿Le habéis echado algo al agua que he bebido? 



Y sin salir de su asombro, los cuatro miembros de la banda rockera asistieron estupefactos a todo un despliegue de habilidades en el tema de mudanzas caseras. De tal manera que, en poco más de cinco minutos, los hombrecillos verdosos sacaron todo el instrumental de la sala de ensayos. En la puerta les esperaba una especie de vehículo que parecía sacado de La Guerra de las Galaxias. No llevaba ruedas y flotaba en el aire. Cora se restregaba los ojos una y otra vez. 

—No puede ser —decía a sus compañeros—. Decidme que estoy soñando. 
—Esto es más heavy que lo que andamos tocando —añadió Michel. 

Con el equipo cargado, entraron todos en la aeronave que aguardaba en la puerta. Luego, aquel cacharro despegó en vertical y salió volando a gran velocidad, “cagando leches”, que diría el de verde, elevándose en un santiamén, por encima de los edificios de aquel barrio.
Por el camino se fueron enterando de algunos detalles. Sus secuestradores eran extraterrestres. Venían de Ganimedes, el más grande de los satélites de Júpiter, lugar donde tendría lugar el evento para el que les precisaban. 
El hombrecillo verdoso captó los pensamientos de asombro de los componentes de la banda y dijo: 

—Vosotros los terrícolas no habéis hecho otra cosa siempre que miraros el ombligo y no os habéis percatado de que hay vida inteligente más allá de la Tierra. No estáis solos en el universo. Ni sois los más avanzados. Nosotros tenemos una tecnología mucho más moderna. Y hemos tenido la suerte de no evolucionar como vosotros a partir de los primates. Y ahora me vais a permitir que os explique a dónde vamos y cuál es vuestro cometido allí. 

Se trataba de una especie de convención intergaláctica que celebraba su reunión anual. El viajecito tan solo era de 628 millones de kilómetros, una minucia para un aparato tan moderno como la aeronave GJ2002, “programable como un aparato de aire acondicionado” (textual en el manual de instrucciones), capaz de desarrollar enormes velocidades, de tal modo que en pocas horas llegarían a su destino. El que parecía el jefecillo del grupo seguía conectado al traductor simultáneo y les explicaba en qué consistía aquello: 

—Llegamos a Ganimedes. Montamos todo y actuáis según el horario previsto. Luego, cuando terminéis vuestra actuación, os volvemos a traer y os estaremos siempre agradecidos. Además, para ayudaros en vuestra profesión y subiros la autoestima, como los terrícolas sois muy vanidosos, colgaremos un vídeo para que lo vea todo el mundo y os mandaremos una copia de la actuación, en un formato compatible con los vuestros, para que la proyectéis en el cine o en la tele o lo colguéis en internet y os hagáis famosos en vuestro planeta. Vais a ser los primeros terrícolas en hacer una actuación intergaláctica que verán más de un billón de seres venidos de todas partes o conectados a nuestro sistema de transmisión interplanetaria. Seréis conocidos más allá de Andrómeda. 

Al poco, por la ventanilla de la aeronave todos pudieron contemplar la inmensidad de Júpiter, el mayor cuerpo celeste del sistema solar después del sol, enorme, grandioso, espectacular, con ese brillo tan peculiar y esas bandas azuladas, grises y marrones tan características. 

—¡La repera, macho! —exclamaba Patrick—. Alucino en colores. 
—La Tierra a su lado parece una bola de billar —añadía Cora. 




La nave pasó de largo y se dirigió ahora hacia su destino, Ganimedes, uno de sus satélites. Tras sobrevolar una zona donde se apreciaba desde el aire la presencia de cráteres de impacto, la nave se puso de canto y enfiló una enorme hendidura, como si se tratara de una gigantesca fosa tectónica, una especie de terreno fallado y hundido entre bloques levantados, un desfiladero que ríete tú del de El Colorado. Al fondo de esa fosa o depresión entre murallas de rocas que parecían cortadas con radial en vertical, se divisaba en el suelo, a lo lejos, una especie de gigantesca cúpula semiesférica de cristal. Y dentro de la cúpula se adivinaban algunas construcciones o edificios. Ese era su destino. Las inclementes condiciones térmicas del satélite hacían inviable la vida fuera de aquella especie de escudo que permitía la actividad de los seres vivos que bajo su protección se refugiaban. 
La aeronave aterrizó dentro de una especie de hangar. Bajaron. Enseguida un equipo de gente parecida a los amables secuestradores les salió al encuentro, hablaban una lengua incomprensible, con expresiones rápidas, como un cuchicheo. Parecían muy organizados. Unos cargaron el instrumental en sus vehículos, otros les invitaron a acompañarles. Subieron a una especie de autobús sin ruedas que despegó y les llevó en cosa de pocos segundos hasta una especie de escenario elevado. Al fondo, dispuesto de forma semicircular, como en los teatros griegos, aparecía un graderío enorme, como para que tomaran asiento veinte o treinta mil personas. Se levantaban a ambos lados unas columnas enormes para la iluminación y el sonido, repletas de focos y de altavoces. No había un solo cable. Todo inalámbrico. Los operarios dispusieron en el suelo de aquel escenario, negro como el tizón, todos los aparatos: las guitarras, los amplificadores, sus modestos altavoces, fundamentales para poder oírse ellos mismos, los micros, la batería… 

—¡Esa batería solo la toco yo! —decía enfadado Michel. 

Se pusieron a la faena. Probaron todo. El sonido que salía por aquellas enormes torres era excelente ¡y sin necesidad de conectar nada! Poco a poco fue llegando gente a las gradas. Los músicos ya lo tenían todo preparado. En cosa de media hora aquello estaba de bote en bote. Detrás de ellos, elevada, una enorme pantalla, como de cien metros de lado; a la izquierda y a la derecha, otras dos; y otra más enfrente. Había también extraños aparatos que parecían cámaras de grabación. Sin duda, el evento lo iban a retransmitir a muchos sitios, como dijo el hombrecillo verde. Unos artilugios volantes, como si se tratara de drones, sobrevolaban por encima de las cabezas del respetable público. De pronto, se oyó una especie de zumbido y un foco encañonó la silueta de uno de aquellos seres diminutos que aparecía a considerable altura, subido en una especie de plataforma metálica que flotaba en el aire. El foco formaba en torno a él un círculo de potente luz amarillenta. Debía ser el maestro de ceremonias, el presentador del acto. El público calló de inmediato. El ser aquel pronunció un pequeño discurso destinado a los suyos en una lengua extrañísima; después, dirigiéndose a la banda de rock, y señalándolos con un dedo dijo en perfecto castellano: 

—¡Como presentador de este evento intergaláctico, tengo el grato honor de presentarles a todos ustedes, tanto a los asistentes como a los que lo están viendo desde sus casas, a estos artistas que vienen del planeta Tierra a deleitarnos con sus sonidos étnicos, con su peculiar música, encantadora y primitiva, nada más y nada menos, señoras y caballeros, que a Cora, Michel, Patrick y Leonela, los componentes de Adrenalina Pa Mi Vecina! ¡Les dejo con ellos! ¡Cuando queráis, chicos! 

Entonces, Michel, chocó cuatro veces las baquetas en el aire, marcando el tiempo, y empezó a sonar, fuerte y poderoso, el tema de Back in Black. Después llegaron otros diecinueve temas. Todo el repertorio del grupo. Nunca imaginaron tanto público y tan entregado. Fue apoteósico. Resultaba muy divertido ver a seres de tres dedos sacando cuernos y doblando el central a la vez que animaban a los del grupo. Aquellas extrañas criaturas, venidas de todas partes del cosmos, tenían mejor gusto musical que los siniestros del local siete y que la mayoría de los jóvenes del planeta Tierra. 
Luego, como prometieron, les ayudaron a recoger sus instrumentos y los devolvieron sanos y salvos a su local de ensayo.
El concierto fue grabado, emitido en más de cuatrocientos planetas con vida inteligente y colgado en todas las nubes habidas y por haber, del sistema solar y fuera de él. Aquí lo colgaron en Youtube. Todo el mundo lo vio. El concierto se hizo viral, como dicen ahora. No había rincón de la Tierra que no conociera a la banda. La fama se les presentaba ya al alcance de la mano. Ahora les lloverían los contratos. Un futuro venturoso se abría ante ellos… 
En ese momento, Emma, la mujer de Patrick, dice a su marido: 

—Vamos, despierta, que te has vuelto a dormir y vas a llegar tarde al trabajo. Cualquier día de estos te ponen de patitas en la calle. Claro, si no trasnocharas tanto con esos amigos tuyos rockeros…

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Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia


miércoles, 16 de enero de 2019

En casa del ahorcado


Lewis era nervioso y metepatas, además de seco de carnes y más feo que un dolor, pero en el fondo no era mal tipo. Nunca hizo mal a nadie a sabiendas, solo esa fea costumbre de decir inconveniencias. Bueno, también tenía otra, la de mascar tabaco y escupir en cualquier parte. Los que lo conocían se armaban de valor para aguantarle, solo que a veces era difícil de soportar. Recuerdo aquella tarde en que fue a visitar a los Ollson, bueno a los que quedaban de la familia, una viuda y dos hijas, pues el señor Ollson acababa de ser ajusticiado en la horca por no sé qué robo de poca monta, parece ser que un par de gallinas para llevar algo de comer a casa; pero en el poblado todos eran muy dados a las soluciones drásticas y a tomarse la justicia por su mano ante la mínima y no tuvieron ningún miramiento ni con él ni con su familia.  Así que, tras una votación rápida a mano alzada, prepararon la soga y llevaron a su víctima al árbol donde solían colgar cada semana a dos o tres.
El caso es que aquella tarde, Lewis, mascando su asqueroso tabaco como era habitual, se dirigió hacia la cabaña de madera para darle el pésame a la viuda. Y como era poco delicado y nada habilidoso en el manejo de situaciones complicadas, resultó que su conversación dejó mucho que desear:
—Hola, Mary. ¿Cómo estás? Pasaba por aquí y me dije voy a visitar a una buena amiga y darle el pésame. Siento mucho lo de John. En el fondo era un buen hombre. Sí, señor. Por cierto, se me ha roto un cordón de los zapatos ¿Tenéis una cuerda?
Mary le miró sin decir nada. Su rostro expresaba cansancio y tristeza. Dudaba entre darle las gracias a Lewis o mandarle a paseo. En ese momento entraron las mellizas, Dorothy y Ellen, tan pecosas y pelirrojas ambas, con sus trenzas recién hechas. Revoloteando como mariposas.
—Mira a quiénes tenemos aquí, a las hermanas más guapas del pueblo. ¡Que me ahorquen si miento! —dijo tras soltar un escupitajo al suelo, oscuro como la pez.
La expresión de Mary era un poema. No podía dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo.
Lewis, no sabemos si por ser consciente de que estaba metiendo la pata o simplemente porque no se le ocurría nada que decir, se quedó un rato cabizbajo mirándose las manos largas y sarmentosas. Luego, ladeando la cabeza hacia el hogar donde ardía un tímido fuego, dijo:
—¿Colgáis los tasajos de buey cerca de la chimenea para que se sequen?
 Y luego, ya para rematar, señalando una vieja foto de la pared donde aparecía el difunto en tonos grises:
—Ese retrato está mal colgado. Si me dejas un martillo te lo arreglo. Seguro que John me lo agradecerá.
Y volvió a escupir su asqueroso tabaco.
En ese momento, Mary se levantó como un relámpago con la intención de coger el rifle; pero, pensando que con un muerto en la casa ya había bastante, con gesto serio e indicando al visitante con el índice el camino de salida,  se decidió por echar a Lewis con cajas destempladas.

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Texto publicado originariamente en  La Charca Literaria