Una vez que andaba apenado, preso del mal de melancolía, el duque le decía: “Luisillo: no estés triste, que la congoja es mala cosa. Y a ti debe alegrarte lo que a mí me da gusto.”
Y, sin dejar de devorar el muslo de una perdiz estofada, le tiraba un hueso para que fuera como un perro a buscarlo. Y el otro, haciendo de tripas corazón, se ponía a cuatro patas y salía ladrando como podenco tras su presa y cogía el hueso entre sus dientes y regresaba donde el amo, que lo recibía y celebraba con grandes risotadas: “Buen chico”, le decía. “De sabios es saber dar cumplimiento a las peticiones de tu señor. Y de personas inteligentes dar gracias por las mercedes que este te concede.” Y luego: “Anda a la cocina y que María la manchega te dé alguna cosa. Te la has ganado.”
Carolina, la hija del duque, simulaba ser un ángel celestial, con ese cuerpo menudo y delicado, esa candidez aparente de su cara redonda y sus tirabuzones rubios, pero era poco menos que el demonio personificado. En el jardín tenían una alberca o estanque que por el invierno criaba un légamo verdoso. Y en su mitad lo atravesaba una pasarela a modo de puente. Y la niña empeñada en que su “juguete” hiciera equilibrios andando por el pasamanos y cruzara el estanque de cabo a rabo y a la pata coja.
“Vuestra merced tenga a bien la gracia de disculparme de semejantes acrobacias, que hace frío y la puente parece resbaladiza. Y pudiera tener la mala fortuna de tropezar y caer a la alberca- suplicaba Luisillo-, que ya me bañé la semana pasada y hoy no está el día para andar con agua y pudiera partirme la crisma o coger una enfermedad para mis pobres güesos.”
Pero la niña se mantenía firme en sus deseos y el muchacho no tuvo más remedio finalmente que acceder a los caprichos de su dueña. Y pasó lo que tenía que pasar, que resbaló y por poco se parte la cabeza y salió del estanque empapado y hecho una sopa, lo cual fue muy celebrado por todos con grandes risas y comentarios: “Diablo de muchacho. Qué ocurrencias. Ir a caer al estanque con lo fría que está el agua.”
Pasaron dos años de esta guisa, donde se alternaban los días de paz con semanas de sustos y sobresaltos.
De la calle había ido a parar a servir al duque y de la casa del duque fue a parar por fortuna a la del rey don Felipe IV. Porque un buen día, aprovechando que su majestad andaba de visita por Córdoba y le habían preparado alojamiento en el Alcázar de los Reyes Cristianos, el duque tuvo la genial idea de llevárselo de regalo junto a dos perdices que acababa de cazar precisamente para esta ocasión.
Y, tras anunciar su visita, allá entró el de Medina del Pozo Seco pavoneándose con sus mercedes, haciendo una reverencia y exhibiendo señales de sumisión y lealtad.
La verdad es que “regalar” a Luisillo casi le costó una enfermedad al duque, puesto que se había acostumbrado a sus ocurrencias y le había cogido cierto afecto, pero la niña finalmente se había cansado de él. Ya era mocita y empezaba a pensar en otros “juegos” en los que no había lugar para su habitual compañero, ideal en tiempos infantiles, pero un estorbo –de corta talla- ahora que su mente y su cuerpo anhelaban otro tipo de compañía. Se cansó de él como los niños se hartan de sus juguetes cuando crecen. Y de bufón pasó a ser de nuevo “muñeco de trapo”, ahora huérfano de dueña.
Así que nuestro bufón -nuestro “hombre de placer”, que era como también los llamaban- acabó su trayectoria en palacio. Un cambio que le trajo tranquilidad y satisfacción. Y casi siempre más contento que gato con tripas.
Y allí fue donde tuvo ocasión de mostrar que sus habilidades iban más allá de hacer gracietas, piruetas y simulaciones. Que para sobrevivir había que abrir bien las orejas, pero también hacerse el sordo cuando era conveniente, hablar y no comprometerse con comentarios inoportunos, nadar y guardar la ropa, regalar los oídos con lisonjas y mentir más que sastre en vísperas de pascua.
Y aprender todo y de todos, que hasta de lo malo saca uno alguna enseñanza de provecho.
Y así logró con el tiempo ocupar el puesto de “estampillero” o encargado de la estampilla con la rúbrica del monarca, al igual que también tuvieron su gloria Nicolás de Pertusato o Mari Bárbola.
Luisillo entró a servir el mismo año en que nació Felipe Próspero, en 1657. Y también padeció el duelo que siguió a su temprana muerte cuatro años más tarde. Participó de la alegría de todos cuando nació el infante Carlos, promesa de la continuidad de la dinastía. Eso pensaban entonces.
En general, la vida era bastante tranquila, al principio casi siempre reducida a ocuparse de los infantes. Luego, con los años, dedicándose a cometidos más serios.
Por palacio andaba siempre el pintor oficial de la casa, un tal Velázquez.
No le caían los bufones nada bien al pintor de la corte. De hecho los llamaba “sabandijas de palacio”. Solo que a petición del rey don Felipe o de doña Mariana de Austria, se le encargaba a menudo que hiciera el retrato de este o de aquel enano o bufón de la casa. Y ponía el mismo mimo y cuidado que en retratar a la familia real.
Se solía enojar bastante cuando la gente le decía si el enano Diego Acedo Velázquez, más conocido como “El Primo”, era realmente primo suyo, de ahí el sobrenombre. Y eso que el bufón estuvo muy considerado, logró ser ayudante del Secretario de Felipe IV.
Bufones hubo muchos por palacio. Algunos medraron e hicieron fortuna, otros duraron poco tiempo e incluso los hubo que cayeron en desgracia, como aquel denominado “Barbarroja”, que en realidad se llamaba don Cristóbal de Castañeda, muy ingenioso y ocurrente, experto en imitar al célebre turco en su parodia de la Batalla de Lepanto, pero no tan inteligente como para saber medir bien las palabras, como aquellas que le costaron el destierro a Sevilla, cuando el rey le preguntó si había olivas en Valsaín. Y el otro contestó: “Señor, ni olivas ni olivares.”
La idea de retratar a los reyes o a los infantes con ellos era para potenciar la belleza o el rango real, comparativamente con seres deformes o de corta talla.
En el cuadro llamado “Las meninas”, por ejemplo, pretendía el pintor destacar la fealdad de Mari Bárbola para resaltar la belleza de la infanta Margarita y de sus dos damas de compañía.
En el cuadro también había gente mayor, como Marcela de Ulloa, la guardadamas, o el aposentador que conversa con ella. Se conseguía así un contraste que resaltaba la frescura de los más jóvenes, la infanta y sus meninas, frente a la gente adulta.
A Nicolasillo lo conoció bien. Era envidioso y celoso y no hacía gracia a nadie, pero logró ser Ayuda de Cámara y poseedor de tres viviendas en Madrid.
De Maria Bárbara, la alemana, o Mari Bárbola, apenas tuvo trato directo con ella y supo más de su carácter por comentarios de aquí y de allá. Era fea como el demonio, pero con más maravedís que todos juntos. Llegó a tener 15000 ducados.
Y así fue como Luisillo se convirtió en Luis de Córdoba.
Y no se pudo quejar. Tuvo una ocupación por la que fue considerado y respetado. No ganó mucho, pero comió caliente, tuvo buenas ropas. Y cuando se hizo algo mayor, se pudo retirar con una renta anual y una casa en Madrid que le permitieron vivir dignamente los años que le quedaron de vida, que no fueron demasiados, pero tampoco agitados.
Y, como hubiera dicho don Francisco de Quevedo, más o menos, dejo este escrito para solaz de los discretos y enseñanza para los necios que, si bien nunca dejarán de serlo, alguna enseñanza provechosa sacarán de ello.
Firmado: bachiller don Íñigo de Acuña.
Fragmento de Luis de Córdoba, un relato de "En la frontera"
La enseñanza que saco es la confirmación y el desprecio que siento por esta costumbre y maldad entre humanos, a la que hoy día se le podría sacar parangón, si bien mucho más sutil. Hacer de una persona juguete o animalizarle para gozo en el contraste me parece de lo más ruín y despreciable que una persona puede llegar a hacer. Perdona mi incendio.
ResponderEliminarUn abrazo.
Una actitud hacia lo que algunos consideraban una propiedad suya, como si se tratara de una mascota. Esclavos en la Edad Moderna.
EliminarUn abrazo, Paco.
Tiemblo de ira al volver a comprobar lo miserable de la naturaleza humana .... y ahí nos encontramos amarrados sin misericordia al yunque de la bipolaridad intrínseca envuelta en demasiado celofán de justificaciones peregrinas.
ResponderEliminarAlgunos consideran a sus semejantes como objetos de usar y tirar, poco menos que pañuelos desechables.
EliminarUn saludo, Emejota.
Me encanta la prosa, es muy parecida a la del Siglo de Oro. Dentro de nada te veo haciendo la competencia al mundo del capitán Alatriste, pero desde el lado de la picaresca o con personajes secundarios de los Cuadros de la corte.
ResponderEliminarUn saludo.
Siempre me fascinó esa manera de hablar del Siglo de Oro. Procuro documentarme mucho para aproximarme un poco. Se usaban muchísimo los refranes.
EliminarUn saludo, Carlos.
Reconforta saber que, después de todo, tenían alguna oportunidad de prosperar y labrarse un porvenir, aunque las humillaciones llegaban a ser terribles. Había que ser listo y estar hecho de una pasta especial para amoldarse y salir adelante.
ResponderEliminarFeliz tarde
Bisous
Baja autoestima o gran resistencia ante las adversidades. Había que sobrevivir. Y lo principal era la comida y el techo.
EliminarSaludos, madame. Feliz tarde igualmente.
Coincido con Carlos: te manejas muy bien con la retórica de la época, también con su lenguaje y su "paisanaje", que decía el otro. Un relato escrito con cariño para degustarlo del mismo modo.
ResponderEliminarAbrazos, Cayetano.
Gracias, Xibelius. La verdad es que me lo pasé muy bien escribiendo esta historia. Y casi me creo que existió Luisillo de verdad.
EliminarUn abrazo.
Oír eso de que “a ti debe alegrarte lo que a mí me da gusto” es como para echar a correr a por el hueso, traerlo e introducírselo al duque de Medina del Pozo Seco allí donde no seguiré contando. Una es una señora, Cayetano.
ResponderEliminarNo sigas que te pierdes. Y una dama educada y discreta no debe decir ciertas cosas; aunque mis amigos argentinos dirían algo del "orto", además de llamar al duque "pelotudo".
EliminarSaludos, Ana María.
Como bien testimonia Don Iñigo: no fueron muchos los años vividos por Luisillo, pero por lo menos en la mitad de ellos, supo nadar y guardar la ropa, la otra mitad anterior tuvo que aguantar lo suyo...
ResponderEliminarMe ha encantado le felicito Don Iñigo:)
Un abrazo.
Superviviente de una España cruel en tiempos difíciles.
EliminarGracias, Bertha.
Un abrazo.
Me fascinan estos relatos. Me hacen sentir tristeza y simpatía por unos y una mala leche por los otrossss. Esos no se apean del pedestal ni del abuso.
ResponderEliminarBesos, Cayetano
Pretendí, en efecto, un relato agridulce, con sus luces y sus sombras.
EliminarMe alegra que te haya gustado el relato.
Un abrazo, Arantza.
Me ha gustado mucho el relato Cayetano. Como refieren antes, uno se coloca al lado de un personaje y dan ganas de que otros...
ResponderEliminarEspero que pronto tenga estos relatos por casa :D y no me refiero a internet :D
Saludos Cayetano
Muchas gracias, Manuel.
EliminarNo sé qué haré con los relatos que voy poniendo. Ya veremos después del verano.
Un saludo.
Pues después de terminar la lectura he llegado a la conclusión de que debo de ser persona discreta porque me he solazado con el escrito, y también de que probablemente debo ser necia porque mucho es lo que me ha enseñado. No de la mano de Quevedo pero si de la de Cayetano Gea,
ResponderEliminarMe ha encantado, Besos
Cosas de don Íñigo de Acuña, un poco descarado para mi gusto. En todo caso, celebro que la historia haya sido de tu agrado.
EliminarUn abrazo, Ambar.
Vida dura a cargo del Duque y su "traviesa" hija, y vida entre egos y envidias en la Corte del Rey Planeta, con unos "hombres de placer" que hicieron fortuna y llegaron a altos cargos de la Monarquía creando una amplia red de clientes y amigos como fue el caso de Nicolás Pertusato.
ResponderEliminarGran entrada.
Gracias, Carolvs II.
EliminarLa verdad es que la historia nos brinda muchos pasajes y personajes que dan juego a la hora de hacer un relato.
Un saludo.
Luces y sombras de los Austrias.
ResponderEliminarNo hemos cambiado demasiado, siguen existiendo los bufones al servicio de los señores.
Un abrazo.
Vicios viejos, nuevas formas. Los poderosos cambian poco. Siempre necesitan de gente que los divierta.
EliminarUn abrazo, Rodericus.
Lo dicho, dadas las circunstancias tuvieron hasta suerte, y algunos prosperaron los suyo. Un traído a España, don Antonio el Inglés, regalo de Isabel Clara Eugenia a Felipe IV aún niño, hasta llego a tener criado él mismo.
ResponderEliminarSaludos.
Había que ser precavidos e inteligentes para medrar en la corte. Algunos lo lograron.
EliminarUn saludo, DLT.
Coincido con el comentario de Ámbar, por aquí arriba...me ha encantado y he aprendido "historias" con este relato! Gracias por traerlo! Un abrazo, Cayetano.
ResponderEliminarDon Íñigo de Acuña, como el propio Quevedo, eran un poco descarados en sus expresiones; pero hay que entender que si bien los necios aprenden con estas historias; no todos los que aprenden son necios.
EliminarUn abrazo, Patzy.
Muy interesante la vida de este personaje, lo pasó mal durante su vida, pero al final consiguió el respeto de todos y poder vivir de forma digna.Tengo que reconocer que desconocía todo esto que cuentas, pero me gusta aprender cosas nuevas todos los días y hoy después de leer esta entrada ya puedo decir aquello " no te acostarás sin saber una cosa más".
ResponderEliminarGracias Cayetano por compartir,un gusto leer estas cosas.
Besos
Puri
Aunque se trata de un personaje imaginario, hay mucha documentación sobre personajes similares. Algunos lo pasaron francamente mal.
EliminarUn saludo, Puri.
No entendí lo de las Olivas en Valsain -- ¿por que le valió el destierro por esa respuesta?
ResponderEliminarBueno, fue toda una suerte para Luisillo, que la hija del Duque se cansara de "su muñeco". Por lo menos, Luis de Córdoba tuvo mejor vida en Palacio.
ResponderEliminarEl tuyo es un relato conmovedor que arroja luz sobre este fenómeno de los bufones y las cortes. Y cuántos que aún existen, aunque creamos que no y es, lamentable.
Un abrazo
Efectivamente, cambió la fortuna para Luisillo. Otros muchos, desgraciadamente, no tuvieron tanta suerte.
EliminarLo de Valsaín fue porque al decir el bufón que no había "olivas ni olivares", se estaba metiendo con el valido de Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, un personaje de mucho poder y de peores malas pulgas.
Un abrazo, Myriam.
¡OHHHHHH, ahora lo entiendo! gracias por la explicación. Pues, te diré que me ha encantado su fina ironía y crítica mordaz. No es de extrañar, entonces, que lo echaran con vientos frescos.
ResponderEliminarOtro abrazo, Cayetano