No
sabemos en qué momento preciso la sombra que proyectaba Félix Duarte decidió
independizarse y vivir por su cuenta. Hasta ese día era normal verla en la
pared trasera del estudio donde solía trabajar su propietario, a horas intempestivas
de la noche, removiéndose levemente y en
silencio cada vez que Félix se movía, en una perfecta imitación del original,
pero en negro sobre fondo blanco, como siluetas chinescas sobre una pantalla gracias
a la luz del potente flexo que en su camino se encontraba siempre con un
obstáculo: el cuerpo sedentario de un hombre de mediana edad, ligeramente
inclinado sobre la mesa de su despacho, tecleando en un ordenador.
Sí, la sombra le acompañó siempre, hasta que un buen día se hartó de su papel de subordinada
fiel y decidió largarse en silencio, como esos maridos de hábitos nocturnos que
se quitan los zapatos al entrar para no hacer ruido y caminan de puntillas por
el pasillo hasta llegar a su dormitorio. Se fue sigilosamente, sin avisar ni
nada. Su propietario no se percató en absoluto de la desaparición porque hay
muy pocos seres humanos que miren hacia atrás para ver qué hacen sus sombras, y
menos un escritor.
Desde
ese día, la sombra dejó de tener dueño, emancipada como estaba, decidió
emprender un nuevo camino en solitario, alejada de la rutina que la obligaba a
ceñirse siempre a un guión que escribían otros. No volvería a ser jamás el
reflejo de nada, no sería nunca más la actriz secundaria en la película de la
vida de nadie.
En
días radiantes, se la veía moverse por el suelo, trepar por las paredes
encaladas, doblarse en las esquinas… Daba gusto verla serpentear entre los
adoquines de la calle, alargarse infinitamente cuando el sol declinaba o cuando
las luces de las farolas nocturnas estiraban su silueta, para luego encogerse
caprichosamente como si fuera de goma. Ella
era la sombra, la oscuridad perfecta, la libertad absoluta.
La
gente andaba como loca cada vez que Carmencita —pues de alguna manera habrá que
llamarla— salía a la calle, pues se acercaba siempre donde más personas había y
se dedicaba a enredar entre los pies del personal. Los niños jugaban a pisarla,
pero ella era más ágil y se escurría de sus pequeños perseguidores y enseguida
acababa trepando por los muros de las casas, las tapias de los huertos o las vallas
del cementerio. Y desde allí, desde lo alto, contemplaba a chicos y grandes,
dominando la situación. Lo malo eran las otras sombras, las que proyectaban los
demás. No veían con buenos ojos los movimientos de Carmencita. En realidad la
odiaban por esa capacidad suya de adoptar libremente cualquier forma por
caprichosa que fuera. Y la criticaban: que qué se había creído que era, que si
no tenía formalidad, que si era una casquivana. La verdad es que sentían una
envidia tremenda cada vez que el sol estaba en lo más alto, haciendo que sus
rayos cayeran perpendicularmente, convirtiéndolas a ellas en poco más que unos
diminutos círculos alrededor de los árboles del parque, mientras que Carmencita
se deslizaba a su aire, llenándolo todo con su presencia y su libertad de
movimientos, eclipsando, ensombreciendo a las demás, nunca mejor dicho. Y es
que la envidia es muy mala.
¿Y
que fue del antiguo propietario, de ese autor de piezas teatrales por encargo
llamado Félix Duarte?
Pues
simplemente decir que desde que su sombra le abandonó, decayó su inspiración,
pues se le había ido para siempre su mitad imaginativa, ocurrente y aventurera. Carmencita había sido durante mucho
tiempo su musa, la que le dictaba calladamente cada noche mil situaciones
ingeniosas. Por eso sus textos se volvieron opacos, lacios, insulsos y hasta
amargados. No hablaban más que de crímenes y de amores traicionados. Y él se volvió huraño, solitario,
antipático…
—Mira
que tienes mala sombra —le dijo un día una amiga.
Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia
Precioso relato, Cayetano. Algo me ha llevado a pensar que este tal Felix sería de Córdoba, donde las sobras son alargadas al atardecer y a primeras horas, y raquíticas al medio día, cuando se trasiega el Montilla en las tabernas.
ResponderEliminarUn abrazo.
No te metas con el señor Casanova. Este es otro Félix menos felix.
EliminarUn abrazo, Paco.
Tu imaginacion no tiene límites
EliminarMaravilloso!!!!
Gracias, Recomenzar.
EliminarSaludos.
No hay sombra mala. Al menos eso creo, claro que las utilizo para saber la hora...
ResponderEliminarY tú eres todo un experto en esto de los relojes de sol.
EliminarSaludos, Miquel.
No te fíes ni de tu sombra, a veces te la puede jugar como en este relato. Y de paso, dar envidia a sus colegas por su libertad.
ResponderEliminarUn saludo, Cayetano, y bienvenido por tu vuelta.
Una sombra vivaracha y sandunguera.
EliminarSaludos, Carlos.
Me encanta eso de ponerle nombre a la sombra!. Me has dado una idea, le voy a preguntar a la mía cual prefiere!.
ResponderEliminarJejeje. Seguro que te sorprende.
EliminarSaludos, Emejota.
Al menos a ti no te ha abandonado tu sombra.
ResponderEliminarUn abrazo.
De momento sigue ahí, Veremos mañana.
EliminarUn saludo, Valverde de Lucerna.
Muy buen texto. Te felicito.
ResponderEliminarCon el tiempo las sombras se van alargando y un día deciden abandonarnos.
Salud
Francesc Cornadó
Gracias, Francesc. Si mi sombra me abandona, mejor que no vuelva.
EliminarSaludos.
Buen texto Cayetano.
ResponderEliminarDecía mi abuelo, que ni de tu sombra te fies, puesto que asta en los momentos más oscuros, te deja solo...Pero quien sabe si es porque intenta ayudar...
Saludos Cayetano
Yo creo que sí, que la pobre hace lo que puede; pero no la hacemos caso.
EliminarUn saludo, Manuel.
La mia se llama Timoteo. Es respondón, algo nihilista y me canta las verdades del barquero. Pero no podemos existir el uno sin el otro.
ResponderEliminarUn abrazo.
No me gustan las sombras macho. No me fío. Ojo con Timoteo.
EliminarUn abrazo, Rodericus.
Y yo que la utilizo para desquitarme cuando las cosas me salen mal... no sé, tendré que tener más consideración con ella por si decide abandonarme.
ResponderEliminarBesos, Cayetano
El otro día me di la vuelta repentinamente y pillé a la mía poniéndome los cuernos así con los deditos. La muy desvergonzada...
EliminarUn abrazo, Arantza.
Debería hacer algo para que regresara. Tal vez arrimarse a buen árbol.
ResponderEliminarBuenas noches, Cayetano.
Bisous
Sí, a un carbayu por ejemplo, pero los árboles tienen otro peligro: las cagadas de los pájaros.
EliminarUn abrazo, Montse.
Carmencita era, sin duda, una buena sombra. Seguro que había un buen árbol cerca.
ResponderEliminarSaludos, Cayetano. Hermosa historia
Carmencita se emancipó. No quería ser la segundona de nadie.
EliminarUn saludo, Xibelius.
El odio de las otras sombras era natural, pura envidia. Todo puede perdonarse excepto el talento, por parte de quienes no lo tienen. Carmencita hizo muy bien abandonando al pesao intelectualoide y a partir de ahí saltar y bailar a su gusto.
ResponderEliminarUn saludo, Cayetano.
El mundo era más ancho que el lugar que ocupaba a espaldas del tal Félix Duarte.
EliminarUn saludo, Ana.
El amigo Félix debiera internar escribir de noche, cuando las sombras se confunden con la oscuridad y no notara su ausencia.
ResponderEliminarDigo yo...
Saludos.
Dices bien; pero es raro que un escritor mire hacia atrás para ver qué hace su sombra.
EliminarUn saludo, DLT.
En mi humilde opinión el texto no tiene desperdicio. Cuánto juego han dado las sombras, Carmencita incluída, faltaría más.
ResponderEliminarUn placer leerte, Cayetano.
Saludos
Muchas gracias, Pilar.
EliminarUn saludo.
Y de ahí la frase: "Ya no eres ni sombra de lo que fuiste...". Que casquivana nos salió la de Félix, así con tanta informalidad no hay quien viva!
ResponderEliminarUn saludo, Cayetano
Era un matrimonio sin amor.
EliminarUn abrazo, Félix.