Aquella
mañana me tocaba revisión médica y decidí irme andando hasta la
clínica dándome un paseo en vez de coger el autobús.
Elegí la peor opción, pues la caminata, lejos de ser un paseo agradable, se convirtió en un trámite con obstáculos, en una gincana geriátrica cuyo premio final era una mano enguantada en mi ano.
Me calcé el bastón —porque el bastón, a estas alturas, no se lleva, se calza como una prótesis— y encaré la calle con mi mejor expresión de indiferencia. A los diez pasos, una paloma me defecó en la boina. Buen augurio. Blanca, líquida, tibia. Un mensaje del universo: “no te queremos”.
En la esquina de la calle, un grupo de operarios había vallado media acera para “reformas urgentes”. No vi a nadie trabajando, pero sí un cartel que decía: “Estamos mejorando tu ciudad. Perdona las molestias.” O no. Intenté rodear la obra y casi me caigo dentro de una zanja, profunda como la crisis de Lehman Brothers.
Seguí avanzando. Me crucé con Encarnita, mi exsuegra, que me vio y fingió que se le había metido una mota en el ojo para no saludarme. La vi desaparecer detrás de una parada de autobús. Yo aproveché para quitarme una piedra del zapato.
Un coche pasó rozando la acera. El conductor me gritó: “¡Ánimo, campeón!”. Aceleró. Era Guillermo, mi hijo menor.
Llegué por fin a la clínica. Entré. En recepción, una señora con gafas del tamaño de dos paelleras me preguntó si venía “a revisión”. Dije que sí. No dije de qué, por pudor, pero ella ya me tenía fichado: “Urología, sala tres. ¿Ya está más relajado que la última vez?”
Me senté. A mi derecha, un niño con mocos en estado semisólido jugaba con una tablet. A mi izquierda, un señor leía La Razón con concentración casi religiosa.
La uróloga era nueva. Se presentó con voz alegre, demasiado alegre para lo que íbamos a compartir:
Elegí la peor opción, pues la caminata, lejos de ser un paseo agradable, se convirtió en un trámite con obstáculos, en una gincana geriátrica cuyo premio final era una mano enguantada en mi ano.
Me calcé el bastón —porque el bastón, a estas alturas, no se lleva, se calza como una prótesis— y encaré la calle con mi mejor expresión de indiferencia. A los diez pasos, una paloma me defecó en la boina. Buen augurio. Blanca, líquida, tibia. Un mensaje del universo: “no te queremos”.
En la esquina de la calle, un grupo de operarios había vallado media acera para “reformas urgentes”. No vi a nadie trabajando, pero sí un cartel que decía: “Estamos mejorando tu ciudad. Perdona las molestias.” O no. Intenté rodear la obra y casi me caigo dentro de una zanja, profunda como la crisis de Lehman Brothers.
Seguí avanzando. Me crucé con Encarnita, mi exsuegra, que me vio y fingió que se le había metido una mota en el ojo para no saludarme. La vi desaparecer detrás de una parada de autobús. Yo aproveché para quitarme una piedra del zapato.
Un coche pasó rozando la acera. El conductor me gritó: “¡Ánimo, campeón!”. Aceleró. Era Guillermo, mi hijo menor.
Llegué por fin a la clínica. Entré. En recepción, una señora con gafas del tamaño de dos paelleras me preguntó si venía “a revisión”. Dije que sí. No dije de qué, por pudor, pero ella ya me tenía fichado: “Urología, sala tres. ¿Ya está más relajado que la última vez?”
Me senté. A mi derecha, un niño con mocos en estado semisólido jugaba con una tablet. A mi izquierda, un señor leía La Razón con concentración casi religiosa.
La uróloga era nueva. Se presentó con voz alegre, demasiado alegre para lo que íbamos a compartir:
—¡Hola, don Rogelio! Vamos a echarle un vistazo a esa zona, ¿vale?
Como si se tratara de una terraza que hubiera que regar.
Me pidió que me bajara los pantalones. No discutí. A estas alturas, si alguien quiere ver mis vergüenzas, es su problema.
—Relájese.
No puedo. Nunca he podido. Ni dormido. Ni muerto.
El tacto rectal fue rápido, eficaz y humillante como solo puede serlo cuando lo realiza alguien que podría ser tu nieta. Durante el procedimiento, vi mi vida pasar como un documental de La 2, con voz en off de Constantino Romero, mientras un cocodrilo en un santiamén se merendaba un ñu.
Cuando terminó, dijo:
—Todo está en su sitio.
Mentía. Mi dignidad había quedado en la papelera, entre sus clínex usados y el guante. Por cierto, una duda: ¿venderán solo guantes de la mano derecha a los urólogos diestros? Si no, ¿buscarán médicos zurdos para comprar a medias los paquetes de guantes?
Salí tambaleante, algo mareado. Me topé con un cartel nuevo: “Hoy hay vermut gratis en la Asociación de Jubilados.” Por un segundo, dudé entre ir o lanzarme a las vías del tranvía. Elegí el vermut. Quizás hubiera aceitunas.
En el camino de vuelta me volvió a cagar otra paloma. Esta vez no protesté.
¿Venderán solo guantes de la mano derecha a los urólogos diestros? Podria ser el título de una novela de Philip K.Dick.
ResponderEliminarBuen relato sobre la decrepitud.
Saludos.
Yo fabricaría guantes y zapatos para mancos. Siempre a mitad de precio.
EliminarComo la vida misma. Aunque las consultas urológicas tienen últimamente sus variantes. Por cierto al personaje ¿le quedó la dignidad en la papelera y la virginidad también? Mera curiosidad malsana, sin más. Me ha divertido. La vida cotidiana es un tropiezo (cotidiano) A la edad provecta, uf, ya no sé qué es.
ResponderEliminarDigamos que en este
Eliminarcuento me paso con mi edad y con los procedimientos. Humor con alguna exageración. El tacto rectal da para mucho.
Un saludo, Fackel.
Tenía entendido que este procedimiento ha quedado en desuso y que ahora se hace una ecografía con resultados aun mejores que con el tacto anal. Creo que esta crónica tiene que ser de tiempos pretéritos.
ResponderEliminarEs ficción, aunque siempre en todo relato puede haber algo autobiográfico. La mayoría de los urólogos hoy ( el mío, entre ellos) mandan lo que tú apuntas: eco y analítica. Tuve otro, no hace mucho, de la vieja escuela, que sí te hacía el tacto rectal. Se apellidaba Tamames, como el profesor político que cambió de amistades. Si fueran parientes, a los dos les unía la misma afición: dar por saco.
EliminarEn una ocasión, el médico que me lo hizo me dijo: Tranquilo, esto es rápido e intenso.
ResponderEliminarTenía razón.
Salut
Sí. Tampoco es para tanto, aunque últimamente es una técnica que cada vez ls usan menos.
EliminarUn saludo.