Era tradición celebrar cada año la cena de Nochevieja en casa de mis suegros.
La casa, una mezcla de luces navideñas, espumillón, decoración de mercadillo medieval y olor a fritanga, nos recibía como cada 31 de diciembre, con las ventanas cerradas, el pollo relleno en el horno y la mesa de tres metros repleta de platos y bandejas con los aperitivos y entrantes ya dispuestos.Al evento anual estábamos invitados un total de doce personas: diez de familia y un par de vecinos de mis suegros.
Mi cuñado Paco, ese experto en todo que no ha leído un libro en su vida, empezó la velada dándonos consejos sobre cómo mejorar la digestión tomando yogur de cabra fermentado en luna menguante. Hablaba sentando cátedra. Su tema favorito era él mismo.
Mi suegra, doña Mercedes, una señora charlatana con risa cacareante de gallina, llevaba hablando desde que entramos. Relataba cómo en su época todo era mejor: los turrones más duros, los niños más educados y las mujeres más recatadas. Mientras tanto, rociaba su monólogo con partículas de saliva que iban decorando la ensaladilla rusa por aquello de añadir sustancia a la mayonesa.
El sobrino —un pequeño dictador con camiseta de Pikachu y mandíbula incansable— arrasaba la bandeja de entremeses con la misma elegancia con la que un jabalí arrasa un huerto. Escupía los huesos de aceituna en el cenicero de cristal con una puntería inquietante. A los diez minutos, ya había derramado el refresco, reventado una silla plegable y pisado el rabo al perro, que huía de él como de la peste.
Mi suegro Miguel consideraba el anís seco como fuente de la sabiduría ancestral, brindaba con todos, incluyendo el espejo del pasillo al que confundió con su primo Ernesto, muerto desde 1997.
La tía Elvira, seca como un sarmiento, prima de mi suegra, que había venido por no tener nada mejor que hacer, se limitaba a criticarlo todo: la decoración, la comida, el volumen de los eructos del niño, y el hecho de que yo no participara en las conversaciones. “Callado y rarito, como todos los yernos”, sentenció, mientras rebañaba la cazuela de las gambas al ajillo.
Lola, la prima de mi mujer, que venía siempre sola y perfumada como para seducir a toda la Legión, se sentó a mi lado, con un escote tan profundo que podía verse su ombligo. Cada vez que mi mujer se levantaba a por algo, ella me susurraba chistes verdes y me rozaba la rodilla como quien no quiere la cosa. Yo sudaba. No de pasión, sino de pánico.
El perro faldero, un chihuahua con complejo de león que se llamaba Filiberto, ladraba sin parar, se subía a las sillas, intentaba copular con el árbol de Navidad y casi se orina en mis zapatos nuevos.
Y entonces, como en una comedia griega, pero con más colesterol, llegó el incidente.
El pollo relleno llevaba horas en el horno. Demasiadas. Olía a incendio disfrazado de receta. Cuando lo sacaron, era un bloque de carbón ahumado con forma aviar.
El sobrino, pensando que se quedaba sin el segundo plato, se abalanzó sobre la fuente de las croquetas, tropezó con el cable del calefactor portátil. Este voló como un misil ruso, impactó en la botella de anís, que estalló. El alcohol empapó el mantel, que ardió con una alegría casi pirotécnica. El suegro, en un acto de heroísmo absurdo, trató de apagarlo con brandy. La tía seca chilló, el perro ladró, el niño gritó “¡Fuegoooo!”, y los vecinos gorrones, ya borrachos, aplaudían como si fuera fin de año en directo.
Yo, parapetado tras una bandeja de langostinos, marqué el 112 con manos temblorosas.
Cuando llegaron los bomberos, el suegro quiso brindar con ellos. La suegra les ofreció uvas. Filiberto les ladró. Yo salí al balcón, respiré hondo y pensé en las cosas que uno hace por amor.
A las tres de la mañana nos fuimos. En el coche, mi mujer me preguntó qué tal lo había pasado.
Le dije:
—Genial, cariño. Como siempre.
Pero, por dentro, ya estaba pensando en fingir una neumonía, una fuga de gas o un secuestro exprés para el año siguiente.
Mi suegra, doña Mercedes, una señora charlatana con risa cacareante de gallina, llevaba hablando desde que entramos. Relataba cómo en su época todo era mejor: los turrones más duros, los niños más educados y las mujeres más recatadas. Mientras tanto, rociaba su monólogo con partículas de saliva que iban decorando la ensaladilla rusa por aquello de añadir sustancia a la mayonesa.
El sobrino —un pequeño dictador con camiseta de Pikachu y mandíbula incansable— arrasaba la bandeja de entremeses con la misma elegancia con la que un jabalí arrasa un huerto. Escupía los huesos de aceituna en el cenicero de cristal con una puntería inquietante. A los diez minutos, ya había derramado el refresco, reventado una silla plegable y pisado el rabo al perro, que huía de él como de la peste.
Mi suegro Miguel consideraba el anís seco como fuente de la sabiduría ancestral, brindaba con todos, incluyendo el espejo del pasillo al que confundió con su primo Ernesto, muerto desde 1997.
La tía Elvira, seca como un sarmiento, prima de mi suegra, que había venido por no tener nada mejor que hacer, se limitaba a criticarlo todo: la decoración, la comida, el volumen de los eructos del niño, y el hecho de que yo no participara en las conversaciones. “Callado y rarito, como todos los yernos”, sentenció, mientras rebañaba la cazuela de las gambas al ajillo.
Lola, la prima de mi mujer, que venía siempre sola y perfumada como para seducir a toda la Legión, se sentó a mi lado, con un escote tan profundo que podía verse su ombligo. Cada vez que mi mujer se levantaba a por algo, ella me susurraba chistes verdes y me rozaba la rodilla como quien no quiere la cosa. Yo sudaba. No de pasión, sino de pánico.
El perro faldero, un chihuahua con complejo de león que se llamaba Filiberto, ladraba sin parar, se subía a las sillas, intentaba copular con el árbol de Navidad y casi se orina en mis zapatos nuevos.
Y entonces, como en una comedia griega, pero con más colesterol, llegó el incidente.
El pollo relleno llevaba horas en el horno. Demasiadas. Olía a incendio disfrazado de receta. Cuando lo sacaron, era un bloque de carbón ahumado con forma aviar.
El sobrino, pensando que se quedaba sin el segundo plato, se abalanzó sobre la fuente de las croquetas, tropezó con el cable del calefactor portátil. Este voló como un misil ruso, impactó en la botella de anís, que estalló. El alcohol empapó el mantel, que ardió con una alegría casi pirotécnica. El suegro, en un acto de heroísmo absurdo, trató de apagarlo con brandy. La tía seca chilló, el perro ladró, el niño gritó “¡Fuegoooo!”, y los vecinos gorrones, ya borrachos, aplaudían como si fuera fin de año en directo.
Yo, parapetado tras una bandeja de langostinos, marqué el 112 con manos temblorosas.
Cuando llegaron los bomberos, el suegro quiso brindar con ellos. La suegra les ofreció uvas. Filiberto les ladró. Yo salí al balcón, respiré hondo y pensé en las cosas que uno hace por amor.
A las tres de la mañana nos fuimos. En el coche, mi mujer me preguntó qué tal lo había pasado.
Le dije:
—Genial, cariño. Como siempre.
Pero, por dentro, ya estaba pensando en fingir una neumonía, una fuga de gas o un secuestro exprés para el año siguiente.
Una cena muy pero que muy entretenida. ¡Y tendrás queja!
ResponderEliminar:)
Salu2.
Calor de hogar. Que no falte.
EliminarSaludos.
jajajaja....me sabe mal por los dos, o sea, por ti y por el perro, que tampoco tiene culpa de nada ¡ jajajajaja
ResponderEliminarEl perro es un jodido señorito.
EliminarSalud.
Una cena de fin de año como Dios manda. Todólogo incluido. Más de uno pagaría por participar en una cena así.
ResponderEliminarSaludos.
Entre Berlanga y Mortadelo y Filemón.
EliminarSaludos, Francesc.
Genial descripción que ni Jardiel Poncela hubiera trazado. Como la vida misma. El retrato de cómo cada cual quiere hacer y obligar con su opinión que cree verdad. Naturalmente a una situación de monólogos, escuchados o no, pero soportados forzosamente, puede suceder algo surrealista o expresionista, una violencia cómica desenfrenada. No llega a lo de "Perros de paja" pero llevaba camino. Cuidado con el perro y sus tendencias eróticas, ahopra el árbol luego cualquier humano al alcance. Cave canem y cave hominem.
ResponderEliminarSí. Hay que tomar precauciones con el perro y el cuñado principalmente.
EliminarSaludos, Fackel.
Muy bueno. Gracias por las risas. Que no falte el humor. Un beso
ResponderEliminarEso intento: humor blanco sin faltar a nadie.
EliminarSaludos, Susana.
Lo más parecido a la familia Ulises,del famoso TBO,de la niñez.
ResponderEliminarSaludos