Historia para compradores pelmazos
Pues
érase una vez una señora de armas tomar, desagradable, de genio
iracundo, malas maneras y peores palabras, que hacía cola muy a su
pesar frente a la caja número tres del súper del barrio, cuando,
mire usted por dónde, los dos hombrecillos que estaban delante,
posiblemente pareja, con dos carros atiborrados con la compra del
mes, iban poniendo, con parsimonia suma, los artículos en la cinta
transportadora, preguntando el precio de cada cosa antes de que fuera
contabilizada:
—Esto no, esto tampoco... ¡Uf, qué caro! ¡Quita, quita!
Furibunda
Chimpún se mostraba impaciente, mirando nerviosa hacia las otras
cajas y pensando que de haber llegado cinco minutos antes no tendría
que aguantar a estos plastas. Las otras cajas también estaban hasta
arriba. Es lo que tiene comprar en fin de semana. Y más cuando se acercan las fechas navideñas. Se cumplía así la
ley de Murphy: tu cola siempre es la que menos gente tiene pero
también la que menos corre.
—¿Y
estos cereales, Felipe Alberto? ¿Olvidaste que soy alérgico al
gluten?
—Es
que estaban de oferta, Borja: tres por dos.
—Anda,
anda. Ve y cámbialos por unas galletitas de esas integrales para
celíacos. Mientras tanto yo sigo colocando la compra.
Y lo decía mirando a Furibunda con una sonrisa estúpida que parecía una mueca, como buscando complicidad. Y ella le devolvía la mirada pero en plan asesino.
Y los hombrecillos dale que te pego con su tarea: esto es muy caro. Así que no. Este ron lo tenéis a un precio exagerado. Mucho más barato en el DIA. Dónde va a parar. Así que tampoco. La leche desnatada no es sin lactosa. Así que también la dejamos. Se nos ha olvidado el brócoli. Borja, acércate a por él.
Y la cajera, con
paciencia infinita, propia de la empleada que no quiere problemas, no
tenía otra opción que resignarse e ir amontonando en un rincón los
productos rechazados.
A
todo esto, el tiempo continuaba su curso en avance imparable. Y
Furibunda, mirando con nerviosismo su reloj, se estaba poniendo
colorada como un tomate por la ira. Parecía una olla a presión a
punto de estallar.
Al
cabo de un cuarto de hora, cuando ya no podía más, decidió colocar
el contenido de su carro en la cinta, no más de ocho o diez cosas. Y
como aquello no tenía trazas de avanzar, tiró por la calle de en
medio. Lo primero que hizo fue abrir el bote de pepinillos
agridulces, dar dos pasos hacia adelante y verter su contenido entre
el cogote y el cuello de la camisa de uno de los pelmazos. A
continuación, vació un envase entero de kepchut de doscientos
mililitros en la cabeza del otro a modo de improvisado fez turco o de
solideo cardenalicio. No contenta con esto les fue lanzando uno a
uno, con calculada precisión y estupenda puntería, una docena de
huevos calibre XL de gallinas de corral criadas en suelo:
—¿Queréis saber también el precio de esto? —dijo, mientras pudo apreciar con regocijo cómo la yema de uno de sus proyectiles resbalaba sinuosa tal que ameba gigante por el ojo de uno de los indigestos clientes—. Pues, hala, todo vuestro. Llevaos también la huevera si queréis. Es gratis. Yo me largo sin nada. ¡Que os den!
Y, ante la mirada estupefacta y atónita de la cajera y de los hombrecillos, se fue como entró, de vacío, pero algo más cabreada que de costumbre, aunque con la cabeza alta y el paso firme. Mientras salía iba musitando: han tenido suerte de que no cogiera también unos tomates para hacer salmorejo; porque de haberlo hecho...¡catapún chimpún!
Bravo por ella, #todossomosFuribunda.
ResponderEliminarYo soy Furibundo, tú eres... Conjugando, que es gerundio.
EliminarSiempre hay alguna alternativa a una fulminante patada en la entrepierna.
ResponderEliminarMás suave, pero igual de humillante los huevos en la cabeza.
EliminarEstoy convencido de que más cabreado estaba el marido buscando el brócoli ¡¡¡¡¡
ResponderEliminarSeguro. Comen cada cosa...
EliminarNo sé si es cierto pero no me extraña. Un beso
ResponderEliminarAcaban con la paciencia de cualquiera.
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