Impasible era la palabra. Falta de emociones, de sensibilidad ante las cosas, ante los problemas ajenos, como si fuera una máquina… Aparentemente era eso, con esa inexpresividad, esa falta de gestos, esa…, digamos, inmovilidad facial y de actitud, ese silencio cada vez que Germán le contaba sus problemas cotidianos, el follón con aquel cliente, la bronca del jefe… Pero no era justo, su escasez de aspavientos, de gestos o de comentarios no se debía a que le resbalaran las cuitas ajenas, simplemente se comportaba como lo que era, un ser tímido, una esponja, porque su aparente pasotismo disfrazaba la otra realidad: todo lo absorbía, incluso los problemas ajenos, solo que no lo parecía. Su silencio era interpretado como apatía y distancia, pero no quedaba indemne nunca. También era consciente de que, para su pareja, formaba parte del mobiliario de la casa, como la cafetera, el microondas o la termomix. Desde que se quedó sin trabajo, se convirtió en la encargada exclusiva de las faenas domésticas: planchar, cocinar, ir al mercado... El que traía el dinero a casa era Germán, y era muy exigente.
Y estaba ahora ahí, ante él, sobrepasada por su elocuente verborrea, sin saber qué decir, que no se interpretara mal, con esa cara de víctima incomprendida aguantando el chaparrón. Que si te da igual lo que me pase, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá… Quería decirle que no era así, sino todo lo contrario, que sus problemas con el jefe y con los de la empresa de telefonía móvil que siempre le llamaban cuando estaba echado a la siesta claro que le importaban.
—¿Escuchas cuando te hablo?
—Claro que sí, Germán.
Le daban ganas de mandarle a paseo. Pero le faltaba voluntad. En los últimos tiempos se había convertido en una autómata. Solo sabía obedecer órdenes y aguantar la bronca cada vez que él tenía un mal día , pagándolo con ella, hablándole con dureza...
—Claro que te escucho, Germán.
—¡Quién lo diría! Ni una sola expresión de tu cara lo demuestra. Estás ahí impávida, indolente, inexpresiva, como un vegetal, como un robot sin sentimientos… Muchas veces pienso que no corre sangre por tus venas, sino horchata. Entre tú y la esponja del baño no veo gran diferencia. A veces creo que convivo con una lavadora. Anda, muévete, haz algo. Al menos pon la mesa. ¡Qué mujer, por Dios!
Entonces, ella reaccionó por fin. Se levantó decidida hacia donde estaba él, le miró fíjamente con frialdad, le puso una mano en el hombro, la deslizó hacia su nuca, bajó el dedo índice por su cuello y se detuvo en el punto donde se encontraba el botón. Lo desconectó.
Subliminal descripción de la influencia de la IA en los homínidos. Habría que desconectar más botones.
ResponderEliminarSaludos
Buena y acertada lectura la tuya. ¿Quién es el autómata?
EliminarEntre androides no hay problemas!
ResponderEliminarSi ella es mujer, cómo se dirá en lugar de androide, ¿ginoide?
EliminarAndrea, se diria Andrea!!!
ResponderEliminarSi pudiéramos desconectar a quien nos molesta o nos cae mal, terminaríamos todos desconectados.
ResponderEliminarMe cachi,me siento reflejado en Germán, procuraré cambiar,pero difícil lo tengo,me educaron mal,lo reconozco.
ResponderEliminarSaludos
Ten cuidado con quien andas, que las androides son muy suyas.
EliminarUn saludo.
Hay que decir lo que se piensa. Un beso
ResponderEliminarLa verdad, dónde estará la verdad, que diría el poeta.
EliminarDecir lo que se piensa es bueno si ayuda a evitar males mayores. Cuando eso no sucede muchas veces opto por no decir nada si lo que digo puede incomodar a los demás.
Saludos.