Hasta la adolescencia Aurelio Cabeza siempre fue un mal estudiante. Se distraía con el vuelo de una mosca. Enredaba mucho y no atendía convenientemente a las explicaciones de los profesores. Se entretenía en hacerles caricaturas o en emitir ruiditos disruptivos con la boca o con la ranita de hojalata (clic-clac) que escondía en el bolsillo y que solía sacar de paseo en plena sesión docente, como aquella vez en la que el padre Casimiro disertaba sobre el movimiento uniformemente acelerado.
Entonces no había psicólogos en los centros educativos, ni orientadores, ni equipos multiprofesionales que dijeran que lo suyo era hiperactividad o un déficit de atención o desmotivación o tal vez un diferente ritmo en la velocidad de aprendizaje y que necesitaba una adaptación curricular. Lo que había era una respuesta unánime sin necesidad de consenso previo: la ensalada de leches con la que le obsequiaban los docentes en el aula —en este caso el tal Casimiro, acercándose con aviesas intenciones al pupitre de Aurelio, manteniendo, por coherencia profesional, un cabreo uniformemente acelerado— o su padre en casa cuando veía las malas notas.
Una mañana que amaneció lloviendo no se organizaron filas con los chicos en el patio como era lo habitual, sino que se les hizo subir directamente a las aulas, aunque todavía faltaran algunos minutos para la hora de entrada. La lluvia les excitaba, les alborotaba más de la cuenta, con el aliciente de que entraban en las clases antes de tiempo pero sin profesores a la vista.
—¡Cabeza, dibuja al Casimiro!
Y él, halagado por esa deferencia que le brindaba alguno de los líderes de la clase, se acercaba al encerado y allí procedía a dibujar al cura de física y química.
—¡Ahora dibuja al Foca!
Y del mismo modo comenzaba a dibujar al orondo profe de matemáticas.
—¡Cabeza, dibuja al Benja!
Y acto seguido pergeñaba sobre la pizarra la imagen burlesca y exagerada del tutor, un hombre bajito y poca cosa, de cabeza grande y más ancha que alta, como un limón en sentido apaisado, enormes gafas, escasez de barbilla, el ceño fruncido y un belfo exagerado al estilo de los Austrias.
En ese momento dos sonoras palmadas llamando al orden se dejaron oír desde la puerta que se acababa de abrir para dar paso precisamente al tutor, ¡el Benja!, con el que tenían clase de literatura a primera hora aquella mañana… Todos abandonaron la pizarra, corriendo a sentarse en sus pupitres.
Don Benjamín echó un vistazo al encerado, repleto de monigotes, se colocó justamente delante de su propia caricatura, como frente a un espejo, y mirando detenidamente su enorme labio inferior dibujado con tiza, con idéntico semblante, se volvió a los chicos y muy serio dijo:
—Que salgan aquí todos los que han dibujado esto.
Resueltamente, haciendo acopio de valor y temeroso, aunque satisfecho, por el “trabajo” realizado, Aurelio se levantó del asiento y caminó hacia la pizarra.
Perplejo, el profesor ordenó al resto de la clase:
—Que salgan los demás.
Pero nadie se movió, porque, si bien era verdad que muchos otros participaron en el alboroto, nadie más que él había dibujado lo que todos podían contemplar en aquel momento. Así que, pasados unos segundos de absoluto silencio, el Benja le preguntó:
—¿Has dibujado todo esto tú solo?
—Sí, profe.
Le miró de arriba abajo y, aguantando la risa, dijo:
—Anda, siéntate.
No hubo castigo; pero la fama de «dibujante» corrió como la pólvora por el colegio
Una tarde, a la salida, mientras Aurelio bajaba las escaleras en fila con el resto de los chicos de su grupo, el padre prefecto, el encargado de la disciplina, el más grande de todos los docentes, un navarro de más de uno ochenta, al que todos conocían por las sonoras bofetadas que suministraba en el patio a los que no hacían las filas en condiciones, le espetó:
—¡Cabeza, enséñame las caricaturas!
—Aquí no las llevo, padre. Las tengo arriba en clase.
—Pues bájalas, que las quiero ver.
Y eso fue lo que hizo. Subió de nuevo. Abrió su pupitre y recogió un bloc lleno de monigotes con el que bajó de nuevo. Sonriente, el padre prefecto estuvo entreteniéndose un buen rato pasando hojas y deleitándose con sus ocurrencias. Dio la bendita casualidad de que en aquel cuaderno repleto de disparates no hubiera, como otras veces, dibujos obscenos de tíos con la polla tiesa y señoras de tetas gordas y sexo peludo. De buena se libró. Creo que el encargado de la disciplina se quedó con las ganas de encontrar entre sus trabajos platos más fuertes, porque cuando terminó, algo decepcionado, le devolvió el cuaderno y le dejó marchar.
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(1) Fragmento -levemente modificado- del auténtico y glorioso himno colegial.
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