¡Haga uso de su libertad de expresión!
viernes, 12 de septiembre de 2025
Gramática parda 1. Adjetivos.
¡Haga uso de su libertad de expresión!
martes, 9 de septiembre de 2025
Diálogo apócrifo entre don Quijote y Sancho
Diálogo imaginario al estilo cervantino.
Para que me saliera más convincente el habla de don Quijote, le puse mentalmente voz de Fernando Fernán Gómez. Y que don Miguel me perdone por la osadía.
—Amigo Sancho: no te fíes ni de tu sombra, que vendrán aduladores a regalarte el oído para obtener un beneficio o causar un mal a su prójimo, que hay mucho aprovechado e hijo de Satanás capaz de vender su honra por un plato de lentejas, que los tiempos son lo que son, y a río revuelto ganancia de pescadores.
—Mi señor don Quijote: ya se andará con cuidado quien quiera engañarme, que tengo siempre a mano el as de bastos y no le arriendo las ganancias ni la salud de sus costillas al que me venga con lisonjas y promesas de tan solo su boca y luego sea humo, que más quiero un toma que un dos te daré.
—Desconfía de los que inventan cosas que nunca dijimos ni tú ni yo: “ladran, Sancho, señal que cabalgamos”; “cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras”; etc, que hay mucho bulo circulando por la corte y mucho mentiroso que vive del engaño y algunos medran a la sombra de las mentiras y de la credulidad ajena, haciendo profesión de sus embustes.
—Sepa vuesa merced que tengo los dos pies en la tierra, no en las nubes como otros que yo me sé y que me callo por respeto, y no me creo nada que no haya visto o vivido, que no sé de letras pero soy bachiller en asuntos de la vida. Y las cosas son como son, que donde hay molinos no puede haber gigantes.
—Aquello fue un encantamiento del sabio Frestón, grande enemigo mío, que me hizo desaparecer los libros de mi casa. Y tal vez un efecto secundario del bálsamo de Fierabrás.
—Ya. Y las mozas de la venta eran rameras, mujeres del partido que las llaman, y no princesas.
—¡Ah, truhán. Ya sé por donde vas! ¿Pretendes acaso reírte del amo que tan bien te quiere? Pues has de saber, ingrato, que las cosas no son lo que parecen y que las mozas de la venta son tan importantes como las hijas de los reyes, que la dignidad y la riqueza no siempre son buenas amigas.
—No está en mi ánimo hacer chanza de vuesa merced. Y menos cuando me tiene prometida una ínsula de la que seré gobernador. Prosiga pues con sus sensatos consejos, que yo los pondré en práctica... a mi manera.
—Lávate los pies con frecuencia, también las manos, que quien te las estrecha no sabes donde las tuvo antes metidas, que hay mucho guarro que se las mea o que no conoce higiene tras ordeñar sus vacas, que lo mismo les da tocar ubres que teta de su esposa. Que hasta el rey, por mucha corona que lleve, está obligado a mantener las manos limpias, amén de conservar la decencia, el buen ejemplo y la honorabilidad. Y no es de buen cristiano repartir pan al necesitado con las manos sucias.
—Pues todo lo he de hacer, que no digan que Sancho es un botarate y un cerdo, además de iletrado. Y, aunque duro de mollera, sabré gobernar con mano firme, impartiendo justicia como es debido.
—Oyéndote tan comedido y sabio, caigo en la cuenta de que con el natural roce algo se te ha pegado de tu amo y piensas con la grandeza y los ideales de los caballeros andantes. Por mi parte, de tanto escucharte un día tras otro me he vuelto más simple en mis razonamientos. Me hago mayor, amigo Sancho, y la sensatez se está apoderando de mí. Así que olvidémonos de gigantes y temibles ejércitos, dejemos las cosas como están y como realmente son: molinos, busconas, pellejos de vino y rebaños. No demos oportunidad al diablo, que ya vendrá algún desaliñado escribidor a inventar historias descabelladas con las que ganar algún maravedí para llenar el puchero. Que los tiempos son duros. Y, a buen entendedor, pocas palabras.
—No se rinda vuesa merced, que todavía quedan muchos entuertos por desfacer, que no hay mal que cien años dure y que llegará un día en que no habrá malhechores por los caminos asaltando a inocentes, ni ejércitos de hombres desalmados, ni infelices que padezcan cárcel por robar un trozo de pan, ni gentes que se enriquezcan con el sudor o el dolor ajenos, ni injusticias, ni calumnias, ni maldad…
—Calla, calla, amigo Sancho, que bien parece que la cordura me viene a visitar ahora que voy para viejo. Y tú tal vez te has contagiado de mi antigua locura y en la ínsula que te prometí buscas el cumplimiento de un gran ideal. No te fíes ni de tu padre y menos si aparecen burros que vuelan, princesas y encantamientos. Porque la maldad es una enfermedad que no curan los siglos. Y no hay bálsamo milagroso para esta España de nuestros pecados.
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viernes, 5 de septiembre de 2025
Instancias debidamente cumplimentadas
Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada
una a su manera.
Ana Karenina, León Tolstoy.
Federico Marchante se situaba en una de las segundas. De padre alcohólico y madre joven y en exceso protectora, en un hogar con pocos recursos económicos, tenía todas las papeletas para ser un desgraciado. Y lo fue. De haber vivido en la Alemania de entreguerras se habría convertido en un agitador de masas, en una especie de Adolf, solo que le faltaba talento para el arte y la oratoria. Además vivía en la España de los años sesenta, donde ya teníamos un dictador oficial, y nuestro país no había sufrido la afrenta de una paz impuesta desde fuera como pasó en Versalles, únicamente un transitorio período de aislamiento internacional, superado inmediatamente gracias a los intereses americanos, al trigo de Perón y a la intercesión del Vaticano.
Así que Federico se tuvo que conformar con su modesto bigotito al estilo facha y con dedicarse a la labor de simple funcionario amargado del Instituto Nacional de la Vivienda.
Su trabajo era sencillo. Una mera rutina que se repetía todas las mañanas en
horario de mañana, de nueve a una. Y su capacidad para otorgar algo de
felicidad o esperanza a los que hacían cola frente a su ventanilla, nula.
Su inmediato superior, jefe de negociado, le decía: solicitud que venga sin
recomendación... a la papelera. Cada día se tiraban montones de impresos
debidamente cumplimentados y con su póliza de cinco pesetas convenientemente
pegada, que una cosa no quita la otra.
No tenía miramientos ni escrúpulos. Le importaban un comino los problemas de
los demás.
Pues sí: Federico era un desgraciado, un infeliz… y un reprimido. Se le iban
los ojos detrás de todas las mujeres y aprovechaba cualquier oportunidad para
hablar despectivamente de ellas, a las que acusaba de ir provocando, una
táctica clásica de hombre despechado que no se come un rosco.
Hasta aquel aciago día en que el destino le ajustó las cuentas. Pues a todo
cerdo le llega su San Martín.
Como se le daban muy mal las relaciones sociales, no tenía pareja y follaba
menos que un diácono en cuaresma, solía aliviarse de vez en cuando acudiendo al
sexo de pago; o sea, que se iba de putas una vez al mes.
Pero mire usted por donde que al salir un día del burdel, mientras chupaba un caramelo de menta y se iba
abotonando la bragueta, tuvo el infortunio de toparse con el Boni, otro
infeliz, un expresidiario al que en su momento le denegó la solicitud de
vivienda protegida por sus antecedentes penales.
(“España sólo premia a los ciudadanos decentes”, le llegó a decir aquella mañana meses atrás, mientras con una sonrisa le devolvía de mala manera la solicitud que ni llegó a "archivar").
Y
el Boni, que tenía buena memoria y mala leche, se vengó.
Y así acabó Federico, tirado en una esquina maloliente, sobre un charco de pis
de perro, con dos cuchilladas traperas, una en la barriga y otra en los
huevos. Y en la frente, pegado con saliva, un trozo de papel con el dibujo
tosco de una póliza de cinco pesetas.
https://lacharcaliteraria.com/instancias-debidamente-cumplimentadas/ )
lunes, 1 de septiembre de 2025
Secundario
Siempre me sentí el segundo de a bordo.
Si mi vida fuera una película yo sería un actor secundario, como Walter Brennan, Steve Buscemi, Miguel Ángel Rellán o Chus Lampreave.Ya en el día de mi nacimiento mi padre dijo: «Qué feo me ha salido el jodío. No sé a quién coño se parece. Menos mal que tenemos otros dos».
En el colegio de curas San Alligator nunca me sacaban a la pizarra para recitar la poesía del día de la madre, ni para formar parte del coro para cantar Juventudes Reptilianas, ni siquiera para optar al puesto de monaguillo en las misas del primer viernes de cada mes. Solo lo hacían para regañarme o para darme de hostias. El Avelino, cuando venía con ganas de repartir leches, sacaba al Benayas para recitar la lección. Y después de reírse y de imitarle por su tartamudez, me nombraba a mí, que nunca conseguía aprenderme de memoria el tema de Geografía, y mientras yo decía: «Burgos tiene al norte La Lora, tierra de páramos y de pastos, cuyo centro es Sedano. Más al sur la Bureba…», y ahí me quedaba estancado, él se quitaba cuidadosamente el Festina y lo dejaba despacito sobre su mesa. Después venían las bofetadas. Era un sádico.
Los compañeros, cuando en el recreo echaban a pies con el fin de repartirse los jugadores para el partido, nunca me elegían hasta que solo quedábamos Blas, el cojo, y yo. Y ya no había otra opción: uno para cada equipo.
En mi casa materna nunca estrenaba ropa. Cuando a uno de mis hermanos le quedaba pequeña la suya, yo la heredaba. Y tan contento.
En mi matrimonio nunca fui el rey de la casa, solo el mayordomo, sin mando en plaza y en un segundo plano en la toma de decisiones. Las opiniones de mi suegra eran prioritarias siempre: «mi mamá dice que…».
Quise ser profe universitario, pero mis aptitudes no me dieron para más y me tuve que conformar con ser docente en Secundaria.
Secundario: estaba predestinado a ser siempre el segundo de a bordo.
Mis padres me debieron bautizar con el nombre de Secundino. Aunque, bueno, tampoco estuvieron muy desafinados y me pusieron Casiano. La de chistes idiotas que he tenido que aguantar. ¿Os imagináis a un rey o a un magnate de los negocios con semejante nombre? Pues eso.
Bueno, os tengo que dejar. Me ha llamado el editor de La Charca Literaria para decirme que publican esta semana un texto mío. Se ve que se han agotado las reservas de los autores estrella y no queda más que la purrela: cosas de Pesca de arrastre y un cuento de tartamudos del Benayas.
miércoles, 27 de agosto de 2025
Viaje al interior
«Para comprender el mundo en el que vivimos es necesario conocernos a nosotros mismos». Esta era la lapidaria frase que figuraba como lema de presentación de aquel curso al que asistió Armando ese verano en el que decidió dejar de fumar. «Aprende a conocerte», se llamaba.
—Bueno, por probar que no quede —se dijo—. Si luego resulta una patochada, lo dejo y en paz.Escéptico por naturaleza, se enfrentó a la primera clase con una ligera incredulidad; pero, según fueron pasando los primeros minutos de exposición, ese temor se fue disipando en el aire y el interés fue reemplazando a la desconfianza. Le estaba gustando lo que estaba escuchando. Y el ponente era muy bueno, un gran comunicador que sabía muy bien conectar con su público. De tal manera que, tras la primera sesión, se fue Armando a su casa plenamente satisfecho.
—Somos en realidad un universo en pequeño. Nuestro sistema nervioso, nuestra piel, nuestras células, conforman un mundo propio con sus leyes y sus grados de interacción propios —decía el ponente en la segunda jornada de clase—. Si somos capaces de entender esto, estaremos en disposición de entender a los demás y de comprender el mundo que nos rodea. Las mismas leyes que gobiernan nuestro cuerpo y nuestra psique son las que rigen el universo conocido, del que nuestro planeta forma parte.
Realmente le estaban pareciendo las sesiones sumamente interesantes y provechosas. Disfrutó mucho del curso. Se le hizo corto.
Cuando llegó a casa, se preparó algo de bebida, se puso un poco de música. Eligió un tema especial que conectara con su estado anímico y puso en su equipo de sonido Marantz un vinilo de los primeros años ochenta, titulado Cosmos, de Vangelis, muy vinculado en su día con la serie y el libro de Carl Sagan y con las músicas relajantes y de ambiente típicas de los planetarios. El espacio estaba de moda en aquellos tiempos. Y la música instrumental sugerente, tipo Pink Floyd o King Crimson, que creaba atmósferas adecuadas para la comprensión del universo, pegaba fuerte. Armando eligió esta música para relajarse un rato y como una forma de continuar con aquella frase lapidaria que le saludó el primer día de clase:
«Para comprender el mundo en el que vivimos es necesario conocernos a nosotros mismos».
Dio un trago largo a su bebida, se tumbó en el sofá, entornó los ojos e intentó relajarse. Se propuso sentir todo su cuerpo. Cada poro de su piel, cada milímetro de su carne... Cada célula tenía su valor, su importancia. Hizo un esfuerzo por verse desde dentro. Buceó en su interior. Se sintió un glóbulo rojo circulando por sus arterias; una burbuja de aire entrando en sus pulmones; una neurona transmitiendo a velocidad del rayo los impulsos nerviosos; una glándula lacrimal fabricando una lágrima que lubricara sus párpados. Notó sus latidos, su ritmo al respirar, el parpadeo inconsciente del ojo, el tacto suave del sofá, el regusto residual en el paladar del trago que acababa de tomar, el movimiento de sus intestinos… Percibió sus músculos, sus diferentes órganos, sus articulaciones y sus huesos. Notó que todo estaba en orden, que la armonía reinaba entre las diferentes partes de su organismo, que era muy joven todavía para que se produjera un cataclismo en su interior que acabara con la paz que ahora reinaba en su cuerpo. Entendió que las patologías y la vejez serían como revoluciones incontrolables o guerras devastadoras que acabarían por desestabilizar y destruir todo el sistema. Comprendió entonces que formaba parte del universo. Un universo en equilibrio.
De pronto, un retortijón en el bajo vientre le avisó de que algo no iba correctamente. Tal vez la comida aquella del mediodía. O posiblemente la bebida con gas que se sirvió hace un rato y que no le sentó del todo bien. El caso es que tuvo que dejar aparcada de momento la placidez que disfrutaba para dirigirse apresuradamente al baño.
Los pedos que se iba tirando por el pasillo eran el inequívoco aviso de que su universo particular había entrado en una especie de big bang, una explosión que amenazaba con romper la placidez de un día tranquilo.
viernes, 22 de agosto de 2025
Evaristo y las mellizas
Evaristo Bonachera fue un padre tardío. Contrajo matrimonio a la edad de cuarenta y seis años, cuando ya casi "se le había pasado el arroz". Y gracias a que se le cruzó en su camino la Maru, mujer con desparpajo y echá palante, que tomó las riendas del asunto y le obligó a posicionarse; que si no, se queda para vestir santos:
—Bueno, Evaristo. Creo que ni tú ni yo estamos para perder el tiempo, que ya vamos teniendo una edad. Arreglamos lo nuestro y nos casamos, o cada uno por su lado y aquí paz y después gloria. Tú decides.
Así se lo espetó una tarde que habían coincidido en el tanatorio de su localidad, donde asistieron al velatorio y posterior entierro de un amigo común. El lugar, desde luego, no era el más adecuado, pero había que tomar una decisión. Y él, mientras saboreaba una galleta de chocolate y miraba el cuerpo yacente del amigo a través del cristal, tras reflexionar sobre lo efímera que es la existencia, cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte tan callando, decidió sobre aquello que se le ofrecía en bandeja y, no teniendo ninguna razón de peso para negarse, tiró por la calle del medio y asintió.
Evaristo y la Maru tuvieron dos hijas mellizas. A una, con nombre de infusión más que de chica, la llamaron Melisenda; a la otra, Saligel, aunque parecía un producto comprado en los chinos para limpiar inodoros. Dos días antes del bautizo, la Maru estuvo a punto de cambiarlo por el de Jéssica pero, como le sonaba a cámara de fotos japonesa, decidió dejar el nombre como estaba al principio, más socorrido e indudablemente más higiénico. No había comparación. Además, de haberlo cambiado, seguro que los chicos acabarían llamándola "la Yesi". Y eso la mortificaba, puesto que sonaba a choni, a argot de macarras poligoneros y de gente ordinaria y soez. Véase un ejemplo:
—¿Sale la Yesi?
—Se está arreglando. Ahora baja. Cuidadito dónde os metéis y lo que os metéis, ¿eh?
Evaristo estaba muy orgulloso al ver día a día cómo crecían y prosperaban sus niñas, ya mocitas. Como quien dice, hasta ayer mismo eran unas mocosas que jugaban a las muñecas y ahora habían florecido y ya apuntaban maneras. Dos pimpollos: las niñas de sus ojos.
Evaristo no tenía pelos en la lengua:
—Te desvives por ellas mientras van creciendo, las crías con mimo y mucho cuidado, para que luego venga el gilipollas de turno con la moto y se las tire.
Era su frase preferida. Un padre preocupado por la felicidad y la salud de sus hijas y que, llegado el día, podría encontrarse de frente con su rival, el niñato que solo pensaría en beneficiárselas y luego ya veríamos. A lo mejor todo acababa en una barriga y en un ahí te quedas. Pero contra eso que llaman amor, cuando quiere decir sexo, era difícil luchar. Y sabía que la suya era una batalla perdida. Ley de vida. Sin embargo, por si las moscas, convenía estar vigilante, no bajar nunca la guardia, que era temporada de caza y de mucho buitre suelto.
Y había algo de sobresalto en casa cada vez que las niñas se arreglaban y se disponían a salir a la calle de noche:
—¿Dónde se supone que vais a estas horas? — preguntaba la Maru algo inquieta, mientras batía con energía unos huevos de gallinas de corral para la tortilla.
—A darnos una vuelta por ahí. ¿Por? —contestaban al unísono.
—No me gusta que salgáis a estas horas y menos que habléis así a vuestra madre —intervenía Evaristo.
—Tampoco me gusta que os pongáis esa ropa tan llamativa y que os pintéis como pilinguis —añadía la madre.
—No seas antigua, mamá. No vamos a hacer nada malo, descuida. Solo una vuelta, que estamos hartas de estar todo el día aquí encerradas viendo la tele.
—Vale, pero no vengáis tarde.
Al final tuvieron suerte: no hubo gilipollas con moto. Las dos mozas fueron precavidas y se ennoviaron con sendos chicos de buena familia, con gafas y con estudios, un poco tímidos pero educados y discretos. En el fondo bastante manejables, pensaba la Maru. Evaristo, sin embargo, creía que su preciado tesoro andaba en manos ajenas y, celoso perdido él, miraba de forma aviesa y atravesada a los pretendientes, con una mueca que pretendía ser media sonrisa y una ceja más alta que la otra, como de ojo avizor expectante, parecía decir a sus futuros yernos: ojito con hacer daño a mis niñas, que os como los entresijos y os corto las pelotas.
Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com
lunes, 18 de agosto de 2025
El rostro de Medusa
Era raro el día que no me encontraba con la vecina del sexto derecha cuando salía de casa para coger el ascensor.
Vivía dos plantas por encima de la mía. Una señora mayor que siempre me miraba fijamente, en silencio, seria, como reprochándome algo. Y no, no era yo precisamente el molesto inquilino de las juergas nocturnas con la música a todo trapo hasta las tantas. Ese era otro joven que vivía en otro piso.
Un servidor tiene unas costumbres mucho más tranquilas. Pero ella siempre que coincidía conmigo mostraba el gesto adusto, con sus pupilas clavadas en las mías, sin mediar palabra, y me hacía sentir culpable sin saber de qué. Tal vez quizá por el hecho de ser joven, por existir, por tener salud, por ser un tipo correcto y educado. La vecina, en cambio, era un carcamal, además de antipática. Por eso, siempre que salía de casa rezaba para que no me tocara bajar con aquella señora en el ascensor.
Me resultaba muy embarazoso, pues no sabía qué decir ni a dónde mirar ni qué hacer con mis manos que, casi siempre acababan en mis bolsillos. Me sentía idiota cada vez que me encontraba con ella y más cuando, por esa educación que me inculcaron desde pequeño mis padres, debía romper el silencio con alguna frase amable, llena de lugares comunes casi siempre, pero con tono cortés y educado: buenos días, parece que hoy ha mejorado un poco el tiempo. Y la del sexto derecha, inamovible el gesto, con esa superioridad que da el peinar canas, no me respondía pero me miraba, me miraba...¡Dios, qué dureza había en ello! ¡Casi podía taladrarme con esas pupilas inquisitivas! Ningún gesto amistoso se traslucía: la boca seria, el rostro inaccesible... ¡Me moría de ganas de que el ascensor parara y abriera finalmente sus puertas!
Luego salía a la calle y me sentía más idiota todavía. Pensaba: debería pasar de ella. No saludarla. No mirarla. Hacer como si no existiera. Pero los buenos propósitos casi siempre naufragaban en el inmenso océano que formaba aquella casa de vecinos de seis plantas. Y cuando la situación volvía a darse no encontraba a mi alrededor ningún salvavidas, ninguna barca donde escaparme, ninguna isla desierta donde poder escabullirme y disfrutar de mi naufragio.
Fue a partir de aquella mañana cuando empezaron a ocurrirme sucesos extraordinarios.
Volvimos a coincidir en el ascensor. Saludé con un escueto buenos días. Y me giré disimuladamente para no estar frente a ella. Por el espejo situado junto a los botones del elevador pude apreciar, con disimulo, la expresión de su rostro. Me extrañó que, además de la consabida mirada fija, hiciera con la boca una especie de mueca, un esbozo de media sonrisa de superioridad o desprecio, como si se riera de mí, un joven inexperto, tímido y débil de carácter, un pobre desgraciado que le daba la espalda...
Al salir por el portal, una losa de granito caída desde lo alto casi me mata. Al parecer, a un albañil que estaba cambiando la piedra del vierteaguas de una ventana se le escurrió de las manos y cayó a la calle. Me pasó rozando. La piedra se hizo trizas sobre el pavimento. Me libré por los pelos.
A los dos días de aquello comencé a sentirme mal: dolor abdominal, náuseas... En urgencias diagnosticaron un cólico nefrítico. Luego, el urólogo me dijo que tenía cálculos renales que había que destruir con litotricia.
Al terminar las sesiones y hallarme medianamente restablecido, empecé con molestias en el estómago. Como no remitían con dieta y antiácidos, acabé en un par de semanas en la consulta del especialista de digestivo, el cual me mandó unas pruebas. Una simple ecografía reveló la existencia de diminutas pero numerosas piedras en la vesícula. Tuve que someterme a una intervención donde me la extirparon. Estaba visto que lo mío era coleccionar pedruscos.
A la semana siguiente de la operación ya estaba como nuevo y pude hacer mi vida normal. Empecé a ver todo con cierto optimismo. Contribuyó a ello un hecho sorprendente: dejé de toparme con la mujer aquella. Sin saber en ese momento cómo, de pronto desapareció. Recobré el resuello y hasta las ganas de vivir. Estaba contento. Por un lado había resuelto mis problemas de salud y, por el otro, el no tener que encontrarme con aquel rostro duro y severo me llenaba de algo parecido a la felicidad. Cuando pregunté al portero, un hombre sumamente cotilla que se enteraba de todo lo que ocurría en la comunidad, me dijo que vio hace unos días al presidente hablando con un señor que resultó ser un sobrino de ella. Al parecer, dado que la mujer no tenía hijos y se llevaba fatal con el resto de la familia, él se iba a encargar a partir de ahora de pagar sus recibos, porque a su tía la habían tenido que internar en un hospital psiquiátrico. La pobre —y lo dijo textualmente—, había perdido la cabeza.
Como Medusa, pensé yo.
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Publicado en el número 34 de la revista La Ignorancia
jueves, 14 de agosto de 2025
Topónimos
Entiendo el término de "topónimo" en su sentido más amplio: nombres propios de sitios, ya sean localidades, accidentes geográficos o incluso calles. Detrás de cada nombre hay a menudo un origen, una historia que contar. Ese es el caso de la calle de la Ballesta, donde parece que hubo un cazador que montó un corral deportivo en el que se practicaba el tiro con dicho utensilio. Aun así, para la mayoría de los madrileños mayores de sesenta años fue toda la vida el barrio de las putas del centro de la capital.
La toponimia es para mí algo muy importante pues siempre la llevé conmigo, concretamente en la faceta de las relaciones amorosas.
Distintas relaciones, distintos topónimos.
Cuando echo mi mirada hacia tiempos pasados y rememoro momentos vividos con mis antiguas parejas, me viene a la mente el recuerdo de lugares, sus nombres característicos, su fonética especial y sus connotaciones, todo lo que llevan consigo de especial significado, como si se tratara de palabras mágicas que, al evocarlas, me trajeran al presente sensaciones vividas en otros momentos. ¿Será que con los años me he vuelto algo nostálgico?
Mi primera novia la tuve en tiempos universitarios. Se llamaba Conchita. Ella era de un pueblo del norte de Madrid, Buitrago de Lozoya. Sus aficiones fueron el montañismo, el senderismo, el estudio de la fauna y de la flora serranas. Siempre la montaña. Hasta tal punto era esto cierto que cuando quedábamos en Madrid para darnos una vuelta, lo hacíamos en la calle Serrano. Con mi novia Conchita recorrí muchos senderos y subí, en largas caminatas, por las faldas de algunas montañas, como La Peña del Moro, La Peñota o el Cerro de los Hoyos. Bueno, también intenté subir las faldas de ella alguna vez, pero infructuosamente, que era muy casta y quería llegar incólume —o casi— al matrimonio. O sea, besuqueo y tocamientos a mogollón —que era lo que se llevaba entonces—, lo que se traducía en calentones y dolores testiculares (solo para mí). No había más. Luego rompimos la relación por un quítame allá esas pajas. No sé si ella consumaría el débito conyugal con algún otro, antes o después del enlace matrimonial.
La segunda pareja que tuve fue ya en la treintena. Se llamaba María de las Mercedes y era historiadora. Hizo la tesis doctoral, como no podía ser de otra manera, sobre la primera esposa de Alfonso XII, desde la boda hasta su muerte. Con ella, con la Mercedes del siglo XX, iba mucho al cine, pero no a besuquearnos como hacen las parejas en la última fila, la de los mancos. La verdad es que era algo estrecha y siempre había que ver dramones históricos, a ser posible relacionados con su especialidad. ¿Dónde vas, Alfonso XII? era su favorita. La vimos juntos dieciséis veces. Quizá por eso dejé de ser monárquico.
A mi novia le fascinaban también las calles de Madrid que tenían nombres de oficios artesanos antiguos. Le gustaba mucho quedar conmigo en el Arco de Cuchilleros, en la Calle Bordadores o en La Ribera de Curtidores... Me explicaba siempre el origen del nombre. Luego nos tomábamos un vermut en alguna tasca de esas antiguas y para casita —cada uno a la suya— que se hacía tarde.
Ya cerca de los cuarenta vino Luisita, la asturiana, acompañada siempre por la Regenta de Clarín, los lagos de Covadonga, don Pelayo y las trifulcas a pedradas con los musulmanes, aunque como buena asturiana contaba siempre aquello como una epopeya gloriosa, una gran batalla contra el infiel y no como lo que fue: una riña entre un grupo de pastores y unos moros despistados que andaban por aquellos riscos. Es cierto que, entre nosotros, hubo "conquista" mutua. Y como una vez reñimos, nos separamos y luego volvimos, cabría hablar también de "reconquista". Pero nos lució poco: ella era muy mirada y devota y tampoco me dejaba hacer guarrerías. Luego nos cansamos el uno del otro. Y hasta más ver.
Finalmente vino la Lupe, la choni poligonera, con la que no podía hablar de Neruda, ni de orografía, ni de cine de arte y ensayo, pero con la que follaba como si no hubiera un mañana. Aquello me compensaba un poco de tanta abstinencia pasada. El caso es que esta buena moza se dedicaba en su tiempo libre a ir al Rastro o a los mercadillos cuando más llenos estaban de personal, con todas esas amas de casa con sus carros atiborrados comprando en los puestos, o a darse vueltas por el metro en horas punta, con los vagones atestados de gente, que también hay que fastidiarse ese mal gusto cuando se va tan ricamente en otros momentos y no hay casi nadie ni en el metro ni en los mercadillos. Pero ella era feliz así: le gustaba el gentío, la muchedumbre. Cuando salió de la cárcel, cambió de oficio. Sé que cambió. Lo que no sé es a qué se dedicó pues nunca quiso hablar de ese tema conmigo. ¿Que cuáles eran sus topónimos favoritos? No sé muy bien, pero andábamos sobrados de dinero y por casa siempre había algunos posavasos que se traía del trabajo. Quiero recordar algunos nombres como: Club Pigmalión, New Girl, Club La Sirenita, Casa Chuchupe... y cosas así. ¡Ah, qué recuerdos me traen!
lunes, 11 de agosto de 2025
Premio de encargo
Hubo un tiempo, allá por los ochenta y noventa, en que un grupo de avispados expertos en el arte de vender la moto ideó un sistema para promocionar a empresas, consistente en captar y contactar con algunas para ofrecerles sus servicios: una ceremonia de entrega de premios a los seleccionados, con reportaje de fotos, estatuilla y diploma acreditativo. La estatuilla dorada imitando al óscar cinematográfico; la ceremonia, hortera a más no poder, con señora rubia de bote, muy pintada, tacones de aguja y vestido ajustado, encargada de entregar los trofeos a los "ganadores", mientras un señor trajeado -seguramente el marido de la rubia impostada- , como maqueado para boda con corbata de nudo gordo, iba micrófono en mano, cual telepredicador o vendedor de rifa en la tómbola, nombrando a los galardonados. Y en el diploma, que cada uno de los "premiados" ya se encargaria de colocar en lugar visible de su despacho, junto a la estatuilla, una frase impactante que decía:
Premio otorgado a la empresa Tal por su imagen, prestigio y expansión.
No hace falta decir que los costes de la ceremonia, más una sustancial suma en concepto de retribución por la gestión realizada, corría a cargo íntegramente de los participantes. O sea: yo os hago una promoción y un reportaje de lo vuestro, a bombo y platillo, para que podáis presumir, a cambio de un dinero que me dais para los gastos. Y todos tan contentos.
La cosa no tendría enjundia y se quedaría ahí, de no ser porque un día que hice unas compras en el mercado de mi antiguo barrio me di de bruces con el señor Manolo, el del puesto de las aceitunas, que en ese momento daba buena cuenta de su bocata kilométrico de chorizo, como era habitual en él a esas horas. Y el piscolabis lo despachaba en un santiamén mientras atendía a sus clientes, masticando a dos carrillos, sin cortarse un pelo, como un gañán que anda en el monte con las cabras, lo que motivaba más de una mirada cómplice entre los compradores. Y el señor Manolo lucía, en el fondo de su tienda de encurtidos y variantes, la famosa estatuilla dorada y un cartelón donde ponía, para regocijo y chufla del público habitual:
A DON MANUEL GÓMEZ GÓMEZ,
ADMINISTRADOR DE LA EMPRESA "MANOLO",
ESPECIALIZADA EN EL ADEREZO DE ACEITUNAS,
POR LA ALTA CALIDAD DE SUS PRODUCTOS,
POR SU IMAGEN, PRESTIGIO Y EXPANSIÓN.
Sí, señor, con un par, que lo mismo daba darle el galardón a una clínica dental, a una boutique, a un restaurante de moda o al señor Manolo con su bocata de chorizo. La "expansión" no sé, pero la "imagen" y el "prestigio" de los promotores de la idea... quedaban un poco en entredicho.
Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com
lunes, 4 de agosto de 2025
No todo el monte es orégano
Te pasas media vida escribiendo relatos con la malsana intención de que te lean y, al final, los textos más leídos por la familia y los amigos son tus recetas de cocina. Esperabas oír:
—Me gustó mucho tu cuento sobre los batracios turolenses.
Pero lo que realmente oyes es:
—Qué buena me quedó tu receta del cocido madrileño.
Y es que, en esto de la literatura, nadie me tomó nunca en serio. ¿Cocino mejor que escribo? ¿Me apreciarán los demás solo a nivel gastronómico? Por lo que parece, satisface y llena más el espíritu un plato de garbanzos que las peripecias de mis personajes.
Sin embargo, honestamente, pienso que aquel cuento que escribí para La Rana Tarambana tenía buenas dosis de intriga, una acción trepidante y hasta un poquito de morbo:
"La llegada de la noche sorprendió a Lucita en medio del monte de los robles. Un poco antes del atardecer había salido de casa, con su faldita de cuadros, su cesta de mimbre, el pelo recogido en una coleta y una canción entre los labios, dispuesta a recoger algunas florecillas con las que formar un pequeño ramo. Junto a los árboles crecían flores silvestres y diversas plantas aromáticas como la jara, el tomillo y el orégano, con ese inconfundible olor. En la cesta metió un poco de todo.
El sol declinaba y, en pocos minutos, la oscuridad acabó por imponerse. Ya era tarde y debía regresar al hogar, donde le esperaba su anciana madre. Sin pensárselo dos veces, emprendió el regreso. De repente, a su espalda, un crujir de ramas, seguido del ruido de pisadas en la hojarasca, le avisó de que algo o alguien vigilaba sus inocentes pasos. Lucita comenzó a asustarse y apretó el paso. Estaba absolutamente convencida de que un peligro desconocido la acechaba. La angustia comenzó a apoderarse de ella. Le entraron ganas de correr, pero decidió reservar sus energías para cuando fuera totalmente necesario. Llevaba la cesta agarrada con fuerza y desde ella le venía a la nariz el olor fresco y penetrante del orégano. Ponemos al fuego una sartén con unas gotas de aceite. Marcamos los trozos de pollo, vuelta y vuelta, para evitar que se escapen los jugos. Reservamos. Se pica finamente la cebolla en juliana y se deja pochar a fuego medio en la misma sartén donde hemos sellado la carne. Se añade pimienta, sal y algunas hierbas aromáticas que tengamos a mano. Cuando ya coja color, se agregan dos o tres ajos laminados. Se rehoga todo a fuego lento durante cinco minutos. Es el momento de agregar una copa de Pedro Ximénez y remover todo durante un minuto más. Incorporamos ahora las piezas de pollo que sellamos al principio. Añadimos medio vaso de agua caliente —o algo de caldo, si se prefiere— y dejamos hervir todo durante unos treinta minutos aproximadamente, a fuego bajo y mirando para atrás, comprobando que nadie la sigue, que lleva las flores y las hierbas aromáticas que cogió en el bosque y la llave que le permite abrir la puerta de su casa y respirar tranquila una vez dentro. Y dejarse invadir por ese olor familiar, inconfundible y grato, a comida recién hecha".
lunes, 28 de julio de 2025
Fruta pocha
Por aquellos días atravesaba yo un mal momento económico, sin trabajo y sin un euro en el banco; por eso, cuando iba a la tienda del barrio o al mercadillo que ponían los martes en la plaza, me buscaba la vida haciendo acopio de productos en mal estado que algunos tenderos me daban, compadecidos al ver mi penuria, o que yo conseguía por mis propios medios rebuscando en la basura, donde no faltaban peras, patatas, manzanas o tomates con mala presencia para ser vendidos, medio pochos o con marcas de haber sido golpeados.
Y de esta manera me las agenciaba para hacerme con todo tipo de frutas, hortalizas, verduras, yogures pasados de fecha, salchichas caducadas, morcillas reventadas, barras de pan rotas, etc.
El objetivo era prepararme un bocadillo o una macedonia a base de retales tras haber quitado lo negro y marchito de las piezas con tara.
La necesidad me convirtió en un especialista en este tipo de busca o rebusca.
Cuando mejoró mi situación económica, al no faltarme dinero para alimentarme decentemente, orienté mis habilidades por otros derroteros. Me gustaban las máquinas de escribir antiguas, casi todas melladas, los muebles viejos o deslucidos, los libros de segunda mano con manchas de café en alguna página... Para escribir usaba siempre folios escritos por una cara, servilletas de los bares o recibos del banco o de la compañía de electricidad, ahora que ya podía pagar la luz. Como mascota adquirí en la perrera un chucho mestizo sin pedigrí que iban a sacrificar. Me gustaban los coches de ocasión, la ropa usada, los cachivaches de segunda mano, los trastos y achiperres que venden en el Rastro, como los teléfonos de rueda o las radios viejas. Inicié también la búsqueda de gente maltratada, marcada por la vida o con alguna tara física —como la fruta—, personas medio acabadas, mujeres rotas, empleados despedidos, jóvenes desesperados, viejos achacosos desahuciados, carteristas medio honrados, toxicómanos de medio pelo... Todos ellos guardaban cierta similitud con aquellas piezas de fruta o las natillas caducadas que aparecían en los cubos de basura: zarandeados por la vida, vapuleados por la indiferencia o destrozados por las circunstancias, algunos estaban en riesgo de cometer cualquier locura, pero resultaban aprovechables. De ellos siempre era posible sacar algo.
Así que Lupe la peluquera, cojitranca por culpa de los fórceps que usaron con ella al nacer, fue la primera en iniciar el listado de los nuevos amigos; luego llegó Margarita, tuerta de un ojo, tara que disimulaba con unas gafas negras; después vino Pepe, el de los chistes, un tipo la mar de simpático, calvo y con gafas de culo de botella. Luego arribaron a puerto Antonio, el tartaja parlanchín, y Pepa, la muda de los ojos grandes, la que se separó de su marido porque se lo gastaba todo en el bingo y en putas. Más tarde se incorporó Luis, el carterista estiloso — "ya no hay educación en este oficio, se han perdido los buenos modales", solía decir— ; también Sebas, el vejete achacoso y prostático, y Merche, amiga de tertulias y de empinar el codo... Poco a poco fueron formando el selecto grupo de mis amigos. No me puedo olvidar de María, quien se convirtió muy pronto en algo más que una buena amiga. Cuando aquella tarde en su casa se quitó la ropa y me mostró sin pudor su oronda desnudez de mujer madura, pude apreciar en sus nalgas los moratones de una historia de maltratos, como las marcas de la fruta ajada o golpeada.
¡Ah! Se me olvidaba incluirme a mí.
La gente me conoce como Paco el feo.
Todos somos fruta pocha, posiblemente gente prescindible, pero siempre la mejor en cualquier macedonia que se precie.
¿Y tú qué tara tienes?
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Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com