lunes, 18 de agosto de 2025

El rostro de Medusa

 


Era raro el día que no me encontraba con la vecina del sexto derecha cuando salía de casa para coger el ascensor.

Vivía dos plantas por encima de la mía. Una señora mayor que siempre me miraba fijamente, en silencio, seria, como reprochándome algo. Y no, no era yo precisamente el molesto inquilino de las juergas nocturnas con la música a todo trapo hasta las tantas. Ese era otro joven que vivía en otro piso.

Un servidor tiene unas costumbres mucho más tranquilas. Pero ella siempre que coincidía conmigo mostraba el gesto adusto, con sus pupilas clavadas en las mías, sin mediar palabra, y me hacía sentir culpable sin saber de qué. Tal vez quizá por el hecho de ser joven, por existir, por tener salud, por ser un tipo correcto y educado. La vecina, en cambio, era un carcamal, además de antipática. Por eso, siempre que salía de casa rezaba para que no me tocara bajar con aquella señora en el ascensor.

Me resultaba muy embarazoso, pues no sabía qué decir ni a dónde mirar ni qué hacer con mis manos que, casi siempre acababan en mis bolsillos. Me sentía idiota cada vez que me encontraba con ella y más cuando, por esa educación que me inculcaron desde pequeño mis padres, debía romper el silencio con alguna frase amable, llena de lugares comunes casi siempre, pero con tono cortés y educado: buenos días, parece que hoy ha mejorado un poco el tiempo. Y la del sexto derecha, inamovible el gesto, con esa superioridad que da el peinar canas, no me respondía pero me miraba, me miraba...¡Dios, qué dureza había en ello! ¡Casi podía taladrarme con esas pupilas inquisitivas! Ningún gesto amistoso se traslucía: la boca seria, el rostro inaccesible... ¡Me moría de ganas de que el ascensor parara y abriera finalmente sus puertas!

Luego salía a la calle y me sentía más idiota todavía. Pensaba: debería pasar de ella. No saludarla. No mirarla. Hacer como si no existiera. Pero los buenos propósitos casi siempre naufragaban en el inmenso océano que formaba aquella casa de vecinos de seis plantas. Y cuando la situación volvía a darse no encontraba a mi alrededor ningún salvavidas, ninguna barca donde escaparme, ninguna isla desierta donde poder escabullirme y disfrutar de mi naufragio.

Fue a partir de aquella mañana cuando empezaron a ocurrirme sucesos extraordinarios.

Volvimos a coincidir en el ascensor. Saludé con un escueto buenos días. Y me giré disimuladamente para no estar frente a ella. Por el espejo situado junto a los botones del elevador pude apreciar, con disimulo, la expresión de su rostro. Me extrañó que, además de la consabida mirada fija, hiciera con la boca una especie de mueca, un esbozo de media sonrisa de superioridad o desprecio, como si se riera de mí, un joven inexperto, tímido y débil de carácter, un pobre desgraciado que le daba la espalda...

Al salir por el portal, una losa de granito caída desde lo alto casi me mata. Al parecer, a un albañil que estaba cambiando la piedra del vierteaguas de una ventana se le escurrió de las manos y cayó a la calle. Me pasó rozando. La piedra se hizo trizas sobre el pavimento. Me libré por los pelos.

A los dos días de aquello comencé a sentirme mal: dolor abdominal, náuseas... En urgencias diagnosticaron un cólico nefrítico. Luego, el urólogo me dijo que tenía cálculos renales que había que destruir con litotricia.

Al terminar las sesiones y hallarme medianamente restablecido, empecé con molestias en el estómago. Como no remitían con dieta y antiácidos, acabé en un par de semanas en la consulta del especialista de digestivo, el cual me mandó unas pruebas. Una simple ecografía reveló la existencia de diminutas pero numerosas piedras en la vesícula. Tuve que someterme a una intervención donde me la extirparon. Estaba visto que lo mío era coleccionar pedruscos.

A la semana siguiente de la operación ya estaba como nuevo y pude hacer mi vida normal. Empecé a ver todo con cierto optimismo. Contribuyó a ello un hecho sorprendente: dejé de toparme con la mujer aquella. Sin saber en ese momento cómo, de pronto desapareció. Recobré el resuello y hasta las ganas de vivir. Estaba contento. Por un lado había resuelto mis problemas de salud y, por el otro, el no tener que encontrarme con aquel rostro duro y severo me llenaba de algo parecido a la felicidad. Cuando pregunté al portero, un hombre sumamente cotilla que se enteraba de todo lo que ocurría en la comunidad, me dijo que vio hace unos días al presidente hablando con un señor que resultó ser un sobrino de ella. Al parecer, dado que la mujer no tenía hijos y se llevaba fatal con el resto de la familia, él se iba a encargar a partir de ahora de pagar sus recibos, porque a su tía la habían tenido que internar en un hospital psiquiátrico. La pobre y lo dijo textualmente, había perdido la cabeza.

Como Medusa, pensé yo.

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Publicado en el número 34 de la revista La Ignorancia



2 comentarios:

  1. Esperaba ansioso el final, en donde la señora sacaba unas galletas horneadas por ella y te las ofrecía, je, je. Bueno otra vez será

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