Jamás pudiste adivinar hace unos años que tú, el señor de las praderas, conocido y hasta respetado por coyotes y bisontes, ibas a terminar tus días entreteniendo a niños y grandes, como si te hubieras convertido en una atracción de feria o en un payaso, en el espectáculo de ese personaje aventurero y estrafalario que respondía por el nombre de Búfalo Bill. Ese cazador sin escrúpulos, que tiempo atrás fue contratado por el gobierno americano para exterminar la principal fuente de vuestro sustento, que pobló las llanuras de cientos de cadáveres de bisontes con el propósito de doblegaros por el hambre.
Qué tristeza acabar así. Qué humillación.
Tú, que eras temido y querido, por los tuyos y también por tus enemigos.
Tú, que naciste en las bravías tierras de Dakota del sur, en la zona que luego llamaron del Grand River, en la tribu de los hunkpapa.
Tú, el bravo guerrero sioux, que llevaste la fama de valientes de este pueblo por todos los confines de las tierras habitadas, que con sólo doce años fuiste capaz de montar un búfalo sin importarte el peligro, por lo que tu padre, orgulloso de ti, te hizo llamar desde entonces Toro Sentado.
Tú, que no temías ni a la picadura del escorpión ni al veneno de la serpiente. Tú, que expandiste las zonas de caza de tu tribu, que lograste ser el caudillo de un bravo pueblo de hombres valientes.
Supiste ser fiero, sabio y generoso, las tres cualidades que debe tener todo guerrero que aspira a conducir a su pueblo como jefe y como padre, respetuoso con los ancianos y los desvalidos, amigo de la paz más que de la guerra, amante de la naturaleza, chamán y jefe espiritual de los tuyos, compasivo con los necesitados y los débiles, implacable pero justo con tus enemigos. Nunca usaste la crueldad frente al vencido.
Toro Sentado y Búfalo Bill
Eras un hombre honrado que intentabas estar en paz con los demás y también contigo mismo. Por eso elevabas tu plegaria al Gran Espíritu cuando estabas en soledad, con la única compañía de la naturaleza sagrada:
“Oh, Gran Espíritu, cuya voz oigo en el viento.
Óyeme. Soy pequeño y débil. Soy uno de tus hijos.
Permíteme que mis ojos siempre puedan contemplar el rojo y el púrpura de la puesta de sol.
Haz que mis manos respeten las muchas cosas que tú has creado. Agudiza mis oídos. Hazme sabio para comprender las lecciones que tú has escondido detrás de cada hoja, detrás de cada roca.
Dame fuerza, no para ser más fuerte que mi hermano sino para luchar contra mi peor enemigo, yo mismo.
Hazme justo, con las manos limpias y la mirada recta para que cuando la luz se desvanezca mi espíritu pueda llegar hasta ti sin ninguna vergüenza.”(1)
Batallaste contra el hombre blanco que ocupó tus tierras. Era una cuestión de dignidad. Tanta sangre derramaron los tuyos…
Realmente te preocupaban. Te habías convertido en un padre para ellos. Su incierto futuro llegaba a desvelarte, a quitarte el sueño. Cuántas veces te levantabas en medio de la noche y salías sigiloso fuera del “tepee”, arropado con una piel de búfalo, sin más compañía que la noche de la pradera y sin más consuelo que el cielo estrellado. Y allí, en medio de la inmensidad y de las sombras, te sentabas en el suelo, acurrucado bajo tu abrigo y, sin apartar la vista de las estrellas, meditabas, reflexionabas, y hasta rezabas al Wakan Tanka, al Gran Espíritu… esperando hallar una respuesta a todas tus inquietudes en el silencio de la noche, sin más testigos que las rocas y el horizonte de ese mar o llanura de hierba corta que se perdía en el camino infinito de la oscuridad.
Y el mutismo de la noche de alguna manera te reconfortaba y parecía responder a tus preguntas como ese amigo fiel que tuviste y que te escuchaba callado y respetuoso, dando tranquilidad a tu corazón, haciéndote compañía en medio de tu tristeza…
Sientes ahora que una leve humedad emborrona ligeramente tus ojos y recuerdas la última vez que derramaste unas lágrimas. Fue hace tan sólo un par de lunas. No fue por dolor, aunque las heridas recibidas fueron muchas. Fue porque entre tus brazos exhaló un hombre honorable su último suspiro, Nube Gris, el bravo amigo de tu infancia, inseparable y fiel, con el que tantos juegos y fatigas llegaste a compartir. Un hermano para ti. Revives de nuevo todo lo que pasó. La emboscada, los caballos, los disparos… la batalla. Una batalla desigual, injusta, innecesaria, infernal…Recordabas cada detalle, cada grito, cada disparo, el fragor del combate, sus ecos, sus muertos, el polvo levantándose bajo los cascos de los caballos, el olor a la pólvora, a la carne quemada, a la sangre vertida… Y cómo aquel valiente cayó abatido del caballo por un disparo certero. Y luego, cuando todo acabó, el cuerpo yacente y sin vida sobre tu regazo. El cuerpo rígido del guerrero, el frío de la muerte bajo la luna… Una muerte azulada y pálida. Y vuelves a revivir la humedad de la noche bajo tus ropas. Estás cansado. La batalla ha sido encarnizada y sobre todo larga. Han sido muchos los que han caído. Pronto no podréis resistir mucho más. Lo sabes. Y es eso lo que ahora te quita el sueño, lo que te mantiene despierto esta noche mientras dentro todos duermen.
La noche es larga y hay lugar para otros recuerdos.
A tu mente vienen a visitarte ahora los años de la niñez. Lo rápido que creciste y que aprendiste. Junto a tus padres y hermanos llegaste a conocer el valor de cada cosa en la naturaleza.
También aquella muchacha, Gacela Blanca, que tanto quisiste y que te ayudó a abrir los ojos y a crecer…
Toda tu vida consistió en aprender. De niño no eras nada impetuoso. Todo lo contrario: eras reflexivo, lento, meticuloso, de buen juicio. Desde siempre fuiste consciente de que tu hogar estaba allí donde los cielos se extienden sobre las infinitas praderas.
(1) Plegaria sioux
Fragmento de un capítulo de "En la frontera", un pdf de descarga gratuita.