lunes, 13 de octubre de 2025

Las buenas aficiones

 


Llevo una temporada obsesionado por el tema del tiempo, tan efímero y voluble, escurridizo como una anguila, fugaz como un cometa… su finitud, su fragilidad… Por eso decidí comenzar una colección de viejos relojes que iría, estratégicamente, distribuyendo por toda la casa: de pulsera, de mesa, de bolsillo, despertadores, relojes de arena, clepsidras, relojes de cuco, de torre y de pared. Algunos eran auténticos mamotretos de salón, con péndulo, pesas y toda la pesca.

Os preguntaréis que para qué tanto reloj.

Una cuestión existencial, poética, e incluso filosófica, me impulsó a ello: en la vida hay un tiempo para el trabajo, otro para la diversión y el ocio, otro para amar y otro para morir. Hace falta tener siempre a mano un reloj concreto para ciertos cometidos. Y cada uno tiene el suyo. Relojes de pared, grandes y solemnes para medir asuntos de gravedad, como la enfermedad, el desamor o la muerte; relojes de pulsera para asuntos ligeros y cotidianos; cucos de la Selva Negra para asuntos serios, que los alemanes lo son (serios más que cucos). También algún cronómetro que ayudara a calibrar algo tan inaprensible y fugaz como es el tiempo. ¿Por qué el dolor y la pena se hacen tan largos? ¿Cuánto dura el amor? Todo ello expresado en minutos, segundos e, incluso, para los eyaculadores precoces, en décimas de segundo.

Tras leerme enterito el especial de La Ignorancia dedicado al tiempo (1) y la entrada de Francesc Cornadó sobre tiempos líquidos, ondulantes y demás (2), me quise motivar poniendo música a toda leche con temas que trataran del asunto: viejas canciones de Alan Parsons, Booker T. & The Mg’s, Pink Floyd, Al Stewart... Me releí también Tiempo de silencioEn busca del tiempo perdidoLa máquina del tiempo, El tiempo entre costuras, el Carpe Diem, de Garcilaso, el Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido, el sol relumbra en vano, de Góngora. Me fui sumergiendo en un mundo de manecillas, ruedecillas, tictacs, minuteros y segunderos.

Mientras decoraba la casa con los relojes que fui adquiriendo, me animaba mucho ponerme como un loco a cantar a pleno pulmón Reloj no marques las horas interpretada por Los Panchos.

Me resultaba atractiva la idea de darles cuerda uno por uno y programar la alarma —o, en su caso, las campanadas— a las siete de la mañana de las diferentes capitales del mundo. En poco tiempo me hice con los ciento noventa y seis cacharros que necesitaba. Una gozada comprobar que una treintena larga de capitales tienen la misma hora que Madrid y que se ponen de acuerdo al unísono en mi casa para despertarme a mí y de paso a todos los inquilinos del edificio, o que los amigos de Buenos Aires tienen en sus despertadores las siete de la mañana cuando aquí tan solo son las tres de la madrugada. ¡Qué gozada en plena noche asistir al acontecimiento del despertar de varios millones de porteños! ¡Esto une mucho a los pueblos! Nada hay tan grande como la empatía y la solidaridad entre naciones hermanas.

Desgraciadamente no todos pensamos igual. De hecho, hay convocada una reunón de la comunidad con carácter urgente. Por las quejas. Creo que a los vecinos no les gusta demasiado la idea de oir campanadas y despertadores a ciertas horas, intempestivas según ellos.

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(1) https://www.laignoranciacrea.com/portfolio/numero-37-tiempo/
(2) https://francesccornado.blogspot.com/2025/10/tiempos.html

viernes, 10 de octubre de 2025

¡Nos invaden los extraterrestres!

 


Una extraña nave, tripulada por unos hombrecillos de color verde y cabeza gorda, se dirige hacia nuestro planeta. Objetivo: conquistarlo, colonizarlo y extraer sus riquezas.

Habían programado también llevarse algunos símbolos culturales de la Tierra, como Bad Bunny o Sergio Ramos, y también unos cuantos bufones para entretenimiento durante el viaje de regreso, como Puigdemont, Milei, Trump y Elon Musk, ya que consideraban sus declaraciones mediáticas como rutinas humorísticas de alto nivel.

Pero ahora lo prioritario era el abastecimiento energético. La Tierra ofrecía interesantes recursos, entre otros: las cagarrutas de cabra, esenciales para su industria aeroespacial dado su alto contenido en Giliberto12, una sustancia de gran poder energético y olor a calcetín hervido.

Los alienígenas aterrizaron en un descampado de Albacete y bajaron de sus platillos, verdes, brillantes y con un claro aire de superioridad moral.

Buscando establecer vías pacíficas de colonización, intentaron identificar al líder supremo de la Tierra. Confundieron a un burro con el presidente planetario, tras analizar que el tamaño de las orejas era señal de autoridad. El burro rebuznó con intensidad. Ellos lo interpretaron como un discurso diplomático, lo aplaudieron de pie y le ofrecieron un tratado de paz, cuatrocientas toneladas de heno y el control total del sistema solar. El burro defecó. Lo tomaron como firma oficial del acuerdo.

Luego se toparon con el tío Eulogio, un pastor con la dentadura recauchutada por los años y la dieta basada en morcilla, chorizo y panceta de matanza casera.

Los extraterrestres se frotaron las manos ( cinco cada uno) cuando vieron la enorme piara de cabras que pacía plácidamente en aquel prado y que, sin duda, era propiedad del lugareño aquel que les miraba fijamente con más desconfianza que curiosidad.

Intentaron comunicarse con él a través de su idioma nativo: flatulencias codificadas. Cada pedo tenía un matiz: saludo, amenaza, proposición indecente, o receta de plato típico intergaláctico. El problema vino cuando uno de los marcianos soltó un pedo diplomático tan potente que desintegró el reloj del ayuntamiento, tres buzones y la boina del tío Eulogio.

—¡Ahí va, la hostia! ¡Eso es un pedo, y no los que se casca mi suegra!

Tras los saludos de cortesía por ambas partes, los diminutos seres verdes, sin permiso del terrícola, procedieron a instalar sus extractores anales automáticos de cagarrutas en las cabras locales.

¡Eh, cara de sapo! ¡A la Belinda ni me la toques, que te endiño una leche que te pongo las antenas en el cogote !

Entonces, ocurrió lo imposible: una cabra se tiró un pedo tan tremendo que invirtió el campo magnético de la Tierra. La nave fue absorbida por su propio trasero propulsor y se plegó sobre sí misma como un sofá-cama mal cerrado. Los alienígenas desaparecieron en una nube con aroma a coliflor hervida.

La Humanidad pudo respirar tranquila. Se había librado de una gran amenaza exterior. Cuando se corrió la voz de este hecho inaudito, las cabras fueron declaradas patrimonio nacional y se erigió una estatua de Belinda en bronce macizo en medio de una rotonda, donde aún hoy muchos juran que, de vez en cuando, se oye una flatulencia al pasar.


lunes, 6 de octubre de 2025

Pagar el pasaje

 


De vez en cuando me viene a la memoria una imagen... la de un niño leyendo en su habitación. Viejas historias de barcos y lugares remotos donde se daban cita Julio Verne, Salgari, Melville, Stevenson, Homero... compartiendo conmigo la fascinación del viaje, las tierras lejanas, los misterios, las aventuras en alta mar, dominio de piratas y de seres fabulosos... todo un mundo extraordinario y mágico para un niño curioso y lector.

Cuando mi madre abría la puerta del cuarto para decirme algo o para avisarme de que la comida ya estaba lista, se rompía el hechizo de la lectura; sin embargo, yo sabía que la aventura no iba a continuar sin mí y que tras la comida o la regañina me esperaban, escondidos entre las páginas de mis libros, el Capitán Nemo y su Nautilus, Ulises y las sirenas, Alex y el doctor Lidenbrock, el Capitán Ahab, John Silver…

Luego fui creciendo. De niño pasé en un santiamén a adulto. Otras inquietudes y otras lecturas fueron sustituyendo a las de la infancia.
Me hice lector gracias a lo que leí cuando era pequeño, que me abrió un camino imaginativo y libre de ataduras, lejos de las sombras y de los asuntos anodinos de la vida real, tan prosaica ella.

El tiempo pasó deprisa, demasiado deprisa para mi gusto.
Ahora ya soy mayor, más de lo que uno puede desear.
Y mis horas vividas me anuncian inexorablemente que esto ya va concluyendo.

Me encuentro en este momento caminando por una costa escarpada y rocosa y veo el mar abajo, perdiéndose en el horizonte. El viento me golpea la cara, desordena mi cabello, y me trae un viejo olor a algas y a historias antiguas. En el cielo, las mismas nubes de tono cárdeno del atardecer de cuando era un crío me acompañan en mi paseo. Desde el acantilado creo divisar una embarcación. Seguramente debe tratarse de Caronte que viene a recogerme para emprender la última travesía. Ha llegado finalmente la hora de partir. Me hurgo en los bolsillos buscando algunas monedas para pagar el viaje. Afortunadamente encuentro dos, relucientes y como nuevas: esas que venían de regalo en un estuche de plástico cuando alguien me compró hace sesenta años un ejemplar de La Isla del Tesoro.


jueves, 2 de octubre de 2025

Días de escuela

 


Juventudes reptilianas: ya sonó el clarín que os llama a combatir…(1)


Hasta la adolescencia Aurelio Cabeza siempre fue un mal estudiante. Se distraía con el vuelo de una mosca. Enredaba mucho y no atendía convenientemente a las explicaciones de los profesores. Se entretenía en hacerles caricaturas o en emitir ruiditos disruptivos con la boca o con la ranita de hojalata (clic-clac) que escondía en el bolsillo y que solía sacar de paseo en plena sesión docente, como aquella vez en la que el padre Casiano disertaba sobre el movimiento uniformemente acelerado.

Entonces no había psicólogos en los centros educativos, ni orientadores, ni equipos multiprofesionales que dijeran que lo suyo era hiperactividad o un déficit de atención o desmotivación o tal vez un diferente ritmo en la velocidad de aprendizaje y que necesitaba una adaptación curricular. Lo que había era una respuesta unánime sin necesidad de consenso previo: la ensalada de leches con la que le obsequiaban los docentes en el aula —en este caso el tal Casiano, acercándose con aviesas intenciones al pupitre de Aurelio, manteniendo, por coherencia profesional, un cabreo uniformemente acelerado— o su padre en casa cuando veía las malas notas.

Una mañana que amaneció lloviendo no se organizaron filas con los chicos en el patio como era lo habitual, sino que se les hizo subir directamente a las aulas, aunque todavía faltaran algunos minutos para la hora de entrada. La lluvia les excitaba,  les alborotaba más de la cuenta, con el aliciente de que entraban en las clases antes de tiempo pero sin profesores a la vista. 

—¡Cabeza, dibuja al Casiano! 

Y él, halagado por esa deferencia que le brindaba alguno de los líderes de la clase, se acercaba al encerado y allí procedía a dibujar al cura de física y química. 

—¡Ahora dibuja al Foca!

Y del mismo modo comenzaba a dibujar al orondo profe de matemáticas.

—¡Cabeza, dibuja al Benja!

Y acto seguido pergeñaba sobre la pizarra la imagen burlesca y exagerada del tutor, un hombre bajito y poca cosa, de cabeza grande y más ancha que alta, como un limón en sentido apaisado, enormes gafas, escasez de barbilla, el ceño fruncido y un belfo exagerado al estilo de los Austrias.

En ese momento dos sonoras palmadas llamando al orden se dejaron oír desde la puerta que se acababa de abrir para dar paso precisamente al tutor, ¡el Benja!, con el que tenían clase de historia a primera hora aquella mañana… Todos abandonaron la pizarra, corriendo a sentarse en sus pupitres.

Don Benjamín echó un vistazo al encerado, repleto de monigotes, se colocó justamente delante de su propia caricatura, como frente a un espejo, y mirando detenidamente su enorme labio inferior dibujado con tiza, con idéntico semblante, se volvió a los chicos y muy serio dijo:

—Que salgan aquí  todos  los que han dibujado esto.

Resueltamente, haciendo acopio de valor y temeroso, aunque satisfecho, por el “trabajo” realizado, Aurelio se levantó del asiento y caminó hacia la pizarra.

Perplejo, el profesor ordenó al resto de la clase: 

—Que salgan los demás.

Pero nadie se movió, porque, si bien era verdad que muchos otros participaron en el alboroto, nadie más que él había dibujado lo que todos podían contemplar en aquel momento. Así que, pasados unos segundos de absoluto silencio, el Benja le preguntó:

—¿Has dibujado todo esto tú solo?

—Sí, profe.

Le miró de arriba abajo y, aguantando la risa, dijo: 

—Anda, siéntate.

No hubo castigo; pero la fama de «dibujante» corrió como la pólvora por el colegio.

Una tarde, a la salida, mientras Aurelio bajaba las escaleras en fila con el resto de los chicos de su grupo, el padre prefecto, el encargado de la disciplina, el más grande de todos los docentes, un navarro de más de uno ochenta, al que todos conocían por las sonoras bofetadas que suministraba en el patio a los que no hacían las filas en condiciones, le espetó: 

—¡Cabeza, enséñame las caricaturas!

—Aquí no las llevo, padre. Las tengo arriba en clase.

—Pues bájalas, que las quiero ver.

Y eso fue lo que hizo. Subió de nuevo. Abrió su pupitre y recogió un bloc lleno de monigotes con el que bajó de nuevo. Sonriente, el padre prefecto estuvo entreteniéndose un buen rato pasando hojas y deleitándose con sus ocurrencias. Dio la bendita casualidad de que en aquel cuaderno repleto de disparates no hubiera, como otras veces, dibujos obscenos de tíos con la polla tiesa y señoras de tetas gordas y sexo peludo. De buena se libró. Creo que el encargado de la disciplina se quedó con las ganas de encontrar entre sus trabajos platos más fuertes, porque cuando terminó, algo decepcionado, le devolvió el cuaderno y le dejó marchar. 

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(1) Fragmento -levemente modificado- del auténtico y glorioso himno colegial.