martes, 30 de diciembre de 2025

Cena de Nochevieja en familia


Era tradición celebrar cada año la cena de Nochevieja en casa de mis suegros.

La casa, una mezcla de luces navideñas, espumillón, decoración de mercadillo medieval y olor a fritanga, nos recibía como cada 31 de diciembre, con las ventanas cerradas, el pollo relleno en el horno y la mesa de tres metros repleta de platos y bandejas con los aperitivos y entrantes ya dispuestos.

Al evento anual estábamos invitados un total de doce personas: diez de familia y un par de vecinos de mis suegros. 

Mi cuñado Paco, ese experto en todo que no ha leído un libro en su vida, empezó la velada dándonos consejos sobre cómo mejorar la digestión tomando yogur de cabra fermentado en luna menguante. Hablaba sentando cátedra. Su tema favorito era él mismo.

Mi suegra, doña Mercedes, una señora charlatana con risa cacareante de gallina, llevaba hablando desde que entramos. Relataba cómo en su época todo era mejor: los turrones más duros, los niños más educados y las mujeres más recatadas. Mientras tanto, rociaba su monólogo con partículas de saliva que iban decorando la ensaladilla rusa por aquello de añadir sustancia a la mayonesa.

El sobrino —un pequeño dictador con camiseta de Pikachu y mandíbula incansable— arrasaba la bandeja de entremeses con la misma elegancia con la que un jabalí arrasa un huerto. Escupía los huesos de aceituna en el cenicero de cristal con una puntería inquietante. A los diez minutos, ya había derramado el refresco, reventado una silla plegable y pisado el rabo al perro, que huía de él como de la peste.

Mi suegro Miguel consideraba el anís seco como fuente de la sabiduría ancestral, brindaba con todos, incluyendo el espejo del pasillo al que confundió con su primo Ernesto, muerto desde 1997.

La tía Elvira, seca como un sarmiento, prima de mi suegra, que había venido por no tener nada mejor que hacer, se limitaba a criticarlo todo: la decoración, la comida, el volumen de los eructos del niño, y el hecho de que yo no participara en las conversaciones. “Callado y rarito, como todos los yernos”, sentenció, mientras rebañaba la cazuela de las gambas al ajillo.

Lola, la prima de mi mujer, que venía siempre sola y perfumada como para seducir a toda la Legión, se sentó a mi lado, con un escote tan profundo que podía verse su ombligo. Cada vez que mi mujer se levantaba a por algo, ella me susurraba chistes verdes y me rozaba la rodilla como quien no quiere la cosa. Yo sudaba. No de pasión, sino de pánico.

El perro faldero, un chihuahua con complejo de león que se llamaba Filiberto, ladraba sin parar, se subía a las sillas, intentaba copular con el árbol de Navidad y casi se orina en mis zapatos nuevos.

Y entonces, como en una comedia griega, pero con más colesterol, llegó el incidente.

El pollo relleno llevaba horas en el horno. Demasiadas. Olía a incendio disfrazado de receta. Cuando lo sacaron, era un bloque de carbón ahumado con forma aviar.

El sobrino, pensando que se quedaba sin el segundo plato, se abalanzó sobre la fuente de las croquetas, tropezó con el cable del calefactor portátil. Este voló como un misil ruso, impactó en la botella de anís, que estalló. El alcohol empapó el mantel, que ardió con una alegría casi pirotécnica. El suegro, en un acto de heroísmo absurdo, trató de apagarlo con brandy. La tía seca chilló, el perro ladró, el niño gritó “¡Fuegoooo!”, y los vecinos gorrones, ya borrachos, aplaudían como si fuera fin de año en directo.

Yo, parapetado tras una bandeja de langostinos, marqué el 112 con manos temblorosas.

Cuando llegaron los bomberos, el suegro quiso brindar con ellos. La suegra les ofreció uvas. Filiberto les ladró. Yo salí al balcón, respiré hondo y pensé en las cosas que uno hace por amor.

A las tres de la mañana nos fuimos. En el coche, mi mujer me preguntó qué tal lo había pasado. 

Le dije:

—Genial, cariño. Como siempre.

Pero, por dentro, ya estaba pensando en fingir una neumonía, una fuga de gas o un secuestro exprés para el año siguiente.

viernes, 26 de diciembre de 2025

Nochebuena en un OVNI

 


Evaristo Valcárcel caminaba sin rumbo fijo aquella fría noche por las afueras de la ciudad. Era un 24 de diciembre. Iba distraído, pensando en sus cosas, con las manos en los bolsillos. En la derecha llevaba una navaja cerrada. Se debatía entre atracar a alguien, asaltar algún chalet desprotegido o irse a casa a ver el programa especial de Nochebuena y de paso beberse un cartón de vino.

En esas cavilaciones andaba cuando, de pronto, una luz blanca intensísima le vino desde lo alto. Evaristo, sorprendido y confuso, se quedó paralizado.

—¡Ostras, tú! —exclamó— ¡Vaya nivel de voltios que se gastan algunos!

Descartando enseguida, por su posición, que se tratara de las luces de un coche patrulla, no podía dar crédito a sus ojos cuando vio que, encima de su cabeza, como a diez o doce metros, había un artefacto ovalado de cuyo centro inferior emanaba la potente luz. Súbitamente notó que tiraban de él hacia arriba. Una fuerza extraña, a modo de imán, lo absorbía y le hizo despegar del suelo como si se elevara en un ascensor invisible. La panza del cacharro aquel se abrió para acoger a Evaristo que, como el lector ya habrá imaginado, acababa de ser abducido.

Nada más subir, le llamó la atención una enorme sala circular llena de aparatos extraños y cachivaches nunca vistos. En ella, un diminuto ser, un hombrecillo de color azulado, de cabeza gorda, un solo ojo y una especie de trompetilla a modo de nariz, parecía darle la bienvenida en un castellano metálico y monocorde, sin alma ni entonación, como si hablara un robot. Estaba claro que aquel individuo había activado el traductor simultáneo:

—Bienvenido, amigo. Considérese en su casa.
—¡Vaya chabolo más guapo, tronco! Esto debe costar una pasta.
—No comprendo. La palabra «chabolo» no figura en nuestros registros. Tampoco soy un tronco. Eso es madera de árbol: abeto, nogal, pino, abedul, alcornoque… Pasta, tampoco: macarrones, fideos, espaguetis… No entiendo.
—No importa. Son cosas mías. ¿Aquí qué se bebe?
—Tenemos bebida energética —le ofreció un vaso con un líquido color naranja.

Evaristo echó un trago de aquel brebaje mientras miraba al hombrecillo azul entre asombrado y divertido. Aunque la bebida aquella no tenía contenido alcohólico le resultaba grata y relajante y le impelía a decir sandeces.

—¿La trompetilla que tienes bajo el ojo es de las que suenan? A ver, déjame soplar…
—Hable usted con un poco más de respeto cuando se refiera a mis órganos sexuales. No es una trompetilla. ¡Se trata de mi pene!
—¡Qué tío más cachondo! Yo es que me meo.
—Bueno, terrícola, vamos al grano, que dicen ustedes. Le hemos hecho subir a nuestra nave para hacer un estudio completo de sus constantes vitales, tomar mediciones, comprobar sus niveles y detectar posibles problemas. Puede tomárselo si quiere como nuestro peculiar regalo de Navidad.
—¿Me vais a pasar la ITV?
—Está de suerte. Le haremos un chequeo gratuito sin tener que ir al hospital y aguantar listas de espera. Todo rápido, de forma indolora, nada invasiva, gracias a nuestra avanzada tecnología. Sin duda se beneficiará de ello. Y nosotros también, porque somos científicos que estamos estudiando la fauna del sistema solar. Y usted parece un buen ejemplar de mamífero bípedo. Luego, cuando hayamos terminado, le devolveremos al lugar donde le recogimos. ¡Y ya está! Ese es nuestro regalo. ¿No está mal, verdad?

A todo esto, Evaristo no se había percatado de que, mientras hablaba con el extraterrestre, la trampilla inferior se había cerrado y el artefacto volador aquel había partido del lugar a toda velocidad hasta desaparecer en la noche. Tampoco se había dado cuenta de que la bebida energética que le habían proporcionado llevaba disuelto un narcótico que le dejó inconsciente el equivalente a un par de horas terrestres.

Cuando despertó, estaba reclinado en una especie de butacón. Delante de él el hombrecillo azulado no le quitaba ojo.

—¿Qué tal se encuentra? Le hemos hecho una exploración completa. Muy interesante todo. Nos han sorprendido algunos hallazgos: los seis metros de intestino delgado, la doble circulación sanguínea, el tamaño reducido del cerebro, etc. Ya hemos registrado sus parámetros y solucionado algunas cosillas de poca importancia. Le hemos extirpado un testículo porque tenía un tumor que podría dar problemas en un futuro inmediato. También le hemos puesto un par de implantes dentales. Muy curioso su organismo. Con la sedación, su miembro se encoge y el glande se retrae como cabeza de tortuga ante el peligro. El hígado lo tiene un poco inflamado debido al alcohol. Debe dejarlo o tomarlo con moderación. De paso le hemos tirado a la basura la navaja y los calzoncillos con manchas marrones. Todo rápido y gratis. ¿Qué le parece?
—¿Que me habéis hecho qué? La madre que os parió. Como me levante, no vais a tener espacio sideral suficiente para correr. ¡Seréis capullos! ¿Quiénes sois vosotros para andar enredando en mi cuerpo?
—De desagradecidos está el mundo lleno. No se hizo la miel para la boca del asno… Hay muchos bonitos refranes en su lengua que explican su ingratitud. Pero no se preocupe que ya le llevamos de vuelta. Estamos llegando.
—¿Y qué hago yo ahora sin mi navaja y sin mis calzoncillos? Dejarme sin ellos es como quitarme media identidad.
—Los calzoncillos estaba cagados y la navaja mejor que no la vuelva a utilizar si no quiere complicarse más la vida. ¡Bueno, ya llegamos! Prepárese para bajar. Sitúese, por favor, en ese círculo luminoso.
—Por mí que os zurzan. Hasta nunca. Chao.
—Adiós. Y felices fiestas, que dirían ustedes los terrícolas.




lunes, 22 de diciembre de 2025

Canción de Navidad

  


Ilustración de John Leech (1843)


De pequeño siempre me fascinó este cuento de Dickens.

No recuerdo bien la editorial cuando lo leí por primera vez, tal vez Bruguera, allá por los años 60, pero era un libro de esos ilustrados, mitad novela, mitad "tebeo", con profusión de dibujos en blanco y negro, y esos interiores lóbregos y la luz trémula de las velas proyectando en las paredes sombras misteriosas, lo que daba al relato un aire frío e inquietante, muy acorde con la noche de pesadilla que iba a vivir su principal protagonista, un viejo avaro, Ebenezer Scrooge. Un personaje inolvidable, antipático, mezquino y tacaño hasta consigo mismo. Lo recuerdo muy bien.

El cuento apareció en 1843. La época era la Inglaterra victoriana, en plena revolución industrial. Por el relato desfila todo un elenco de personajes de clase modesta. Muchos de ellos apenas disponen de unos cuantos chelines para comprarse algo de abrigo en esa fría Navidad. Gentes humildes que, sin embargo, a su modo, son felices con poco; mientras que el avaro no disfruta con nada, ni siquiera esos días de fiesta: “¿Navidad? ¡Bah, paparruchas!”


(Si alguien no ha leído el cuento y lo piensa leer en breve, no siga leyendo a partir de aquí  para evitar el efecto espóiler).

El cuento se inicia el día de Nochebuena con Scrooge trabajando en su negocio, tal vez de prestamista usurero, donde explota a su pobre empleado Bob Cratchit al que paga una miseria y al que concede a regañadientes el "privilegio" de no tener que venir a trabajar el día de Navidad. Al avaro le visita su sobrino Fred, 
quien invita a su tío a pasar la noche con él y su familia, proposición que el viejo tacaño rechaza.
Al final, Scrooge se va a su casa donde decide pasar la noche solo tomándose unas gachas antes de acostarse. Allí recibe la visita del fantasma de su difunto socio, Jacob Marley, quien le dice que va cargado de cadenas, condenado a llevarlas eternamente, por haber sido en vida una mala persona y que la que se está forjando Scrooge es mucho más larga y pesada. Le anuncia que vendrán a verle tres espíritus: del pasado, del presente y del futuro. Entre los tres se encargarán de recordarle su triste niñez, el presente que bulle a su alrededor, lo que la gente piensa de él y lo que el futuro le depara. Así, de la mano de los tres espíritus, el viejo avaro rememorará y revivirá a la fuerza escenas dolorosas de su vida: la infancia solitaria de un niño sin amigos, su juventud  desdichada, con esa novia que lo abandonó por anteponer los negocios a su relación, los comentarios críticos, despectivos y duros de sus conocidos, su ruina, su casa saqueada por los pobres y su propia muerte, con esa imagen final del espectro de las navidades futuras señalando con el índice la fría lápida de su tumba...

Y tras la visita de los tres espíritus -o tras despertar de una horrible pesadilla, quién sabe- se obró el milagro: el señor Scrooge aprendió la lección y cambió de actitud radicalmente. De ser un tacaño insociable se convirtió en una persona amable, llena de vitalidad y optimismo, risueña y generosa.

Es lo que tienen los cuentos. Y más los de Navidad.



jueves, 18 de diciembre de 2025

Cuento al estilo de Monterroso

 




Cuando desperté, mi habitación seguía allí.
Algo realmente increíble, difícil de entender, puesto que durante la noche había desaparecido materialmente. Podría jurarlo. Se había disuelto, evaporado, desintegrado en las primeras horas de la madrugada. Las paredes, el techo, la puerta, las ventanas... todo se había esfumado. Resultado de un torbellino inexplicable que surgió en medio de la oscuridad.

Pues lo dicho. Yo tendría nueve o diez años, y estaba con el embozo de la sábana hasta la nariz, dejándome caer en el vacío, adentrándome en la nebulosa de Morfeo, gracias al poder narcótico del sueño, cuando todo sobrevino: la cama comenzó primero a mecerse como una cuna, leve y suavemente, cabeceando como una barca sobre un mar ligeramente ondulado, de la proa hasta la popa; y, luego, de izquierda a derecha, como si dijéramos, de babor a estribor. Más tarde, el movimiento aumentó, se hizo más  pronunciado, casi violento, como si me adentrara en un mar tempestuoso. La barca -perdón, quise decir la cama-  subía y bajaba en medio de aquella galerna como si estuviera en una montaña rusa. Paralelamente, la habitación se fue despojando de techo y paredes. El viento agitaba mi lecho en medio de la negrura del temporal. Y sin embargo logró aguantar milagrosamente. Sin siquiera deshacerse. La cama era fortín y refugio. Allí me parapeté yo, abrigado con el embozo hasta los ojos, y logré transitar el proceloso mar de las pesadillas nocturnas. Pero cuando la noche remitió y todo acabó y los primeros haces de luz se colaron por las rendijas de las contraventanas, y mi madre entró en el cuarto para que me levantara para ir al cole, pude comprobar que la habitación seguía allí, intacta pese a todo, tal y como estaba antes de conciliar el sueño.