jueves, 13 de noviembre de 2025

Los bonitos cuentos de la infancia 2

 


Ilustración de Arthur Rackman
(El texto no)


Los cuentos infantiles son esas cosas que, entre “érase una vez” y “comieron perdices”, se puede rellenar lo de dentro al antojo del autor. Eso sí, en todo cuento que se precie debe haber una buena dosis de misterio, sensiblería, intriga, penas, seres malvados… Y hasta una moraleja para el lector, faltaría más. Que lo leído, además de entretener, debe ofrecernos alguna enseñanza.

¿Quién no recuerda el impacto emocional de algún cuento de la infancia? Rememoro ahora la historia de una ballenita perdida por su madre despistada en medio del océano y el berrinche que me llevé según me contaba el asunto la tata Antonia, una mujer mayor que se regodeaba sádicamente de mis pucheros. Porque antes de venir a menos yo fui un señorito de los de tata en casa. Y ella debía cobrar poco y se vengaba haciéndome rabiar.



Gustave Doré


¿Será por eso que la inmensa mayoría de los cuentos infantiles son terribles, rozando algunos el sadismo? Blancanieves, Cenicienta, Caperucita Roja, la Bella Durmiente, Pulgarcito, Rapunzel o Hansel y Gretel. Niños abandonados, mocita que debe atravesar el bosque oscuro para ir al encuentro de su abuelita, niña maltratada por su madrastra y por las harpías de sus hermanastras, jovenzuela envenenada y que entra en coma por una manzana en mal estado, una bruja que se quiere comer a los hermanos abandonados por sus padres, un ogro que idem de lo mismo… Y detrás de todo ello posiblemente empleados mal pagados, sádicos vengativos que perseguían asustar a los nenes para que se quedaran paralizados de miedo. Como la tata Antonia.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Los bonitos cuentos de la infancia 1

 Caperucita Roja



Caperucita aguardaba sentada junto a la mesa camilla. La abuelita seguía en la cama y parecía dormida, ajena a todo.

La niña sujetaba entre sus piernas la escopeta, todavía humeante. Mientras, en la cocina, el lobo preparaba el café.


viernes, 7 de noviembre de 2025

Gramática parda. Oraciones 2

 


Tan solo una oración.


El autócrata aquel, presidente de la nación, tirano por la gracia de Dios, padre de la patria, amo de vidas y haciendas ajenas, tras tomar una opípara cena, regada con una botella de vino tinto de crianza de la mejor añada, y tras dictar a su secretario las órdenes pertinentes para el día siguiente, destacando entre otras: recompensar a Humberto Gutiérrez, marqués del Seto Seco, chivato y correveidile, por su apreciable labor de espía entre los miembros de la alta nobleza, promoviéndolo en su escalafón al grado de generalato; indemnizar a la viuda de don Cosme Garrido Gutiérrez, capitán de infantería fallecido en atentado terrorista, por los servicios prestados a la patria por el oficial finado; degradar al rango de soldado raso al comandante Luis Menéndez Soseras, por indisciplina manifiesta al negarse a cortar el pelo al cero a los reclutas del último reemplazo; castigar al ayudante de cocina, con la severa pena de cuatro latigazos, tirón de orejas, colleja en el cogote, amonestación verbal y patada vejatoria en el culo, por cometer la imprudencia de excederse con la sal en las comidas de palacio, a sabiendas de la hipertensión del benefactor de la república; expulsar del país, con carácter indefinido e inapelable, a Eulogio Martín Simón, mozo de cuadra, tras ser sorprendido en las caballerizas robando parte del forraje destinado a la comida de los caballos del excelentísimo presidente de la nación; detener a Segismundo Fernández por alta traición a la patria, dadas sus repetidas quejas por su precaria situación económica, proferidas en cualquier momento y lugar, un mal ejemplo para el resto de sus compatriotas, una actitud nada edificante ni positiva; encarcelar a Agapito Gutiérrez Sánchez por el hurto de un pan en el mercado; mandar al paro a Mercedes García Mediavilla, fámula de la casa del presidente, por sisar media docena de huevos para consumo propio; suministrar a Casimiro Laflor una tanda de cuarenta azotes con zapatilla de esparto por haber mantenido en el corral relaciones ilícitas y deplorables con una lechona (sin preservativo y sin mascarilla); degradar al rango de monaguillo al cura de la iglesia de san Teófilo por no citar en la Santa Misa el nombre del padre de la patria, como es cosa obligatoria en todos los templos del territorio nacional; llevar a efecto la orden de ejecución de gente reincidente, indeseable y torpe en sus hábitos, según listado adjunto: disidentes, malhechores, truhanes, trileros, tahúres, falsos magos, estafadores, opositores políticos, escribidores de medio pelo…; etc., se encaminó hacia sus aposentos para disfrutar del sueño reparador de los hombres justos y de conciencia tranquila, no sin antes haber elevado una oración a su benefactor allá en los cielos.

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Para los que no quieran perder tiempo: la oración, la gramatical, puede reducirse a lo que está en negrita. 

lunes, 3 de noviembre de 2025

Autómata

 


Impasible era la palabra. Falta de emociones, de sensibilidad ante las cosas, ante los problemas ajenos, como si fuera una máquina… Aparentemente era eso, con esa inexpresividad, esa falta de gestos, esa…, digamos, inmovilidad facial y de actitud, ese silencio cada vez que Germán le contaba sus problemas cotidianos, el follón con aquel cliente, la bronca del jefe… Pero no era justo, su escasez de aspavientos, de gestos o de comentarios no se debía a que le resbalaran las cuitas ajenas, simplemente se comportaba como lo que era, un ser tímido, una esponja, porque su aparente pasotismo disfrazaba la otra realidad: todo lo absorbía, incluso los problemas ajenos, solo que no lo parecía. Su silencio era interpretado como apatía y distancia, pero no quedaba indemne nunca. También era consciente de que, para su pareja, formaba parte del mobiliario de la casa, como la cafetera, el microondas o la termomix. Desde que se quedó sin trabajo, se convirtió en la encargada exclusiva de las faenas domésticas: planchar, cocinar, ir al mercado... El que traía el dinero a casa era Germán, y era muy exigente.

Y estaba ahora ahí, ante él, sobrepasada por su elocuente verborrea, sin saber qué decir, que no se interpretara mal, con esa cara de víctima incomprendida aguantando el chaparrón. Que si te da igual lo que me pase, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá… Quería decirle que no era así, sino todo lo contrario, que sus problemas con el jefe y con los de la empresa de telefonía móvil que siempre le llamaban cuando estaba echado a la siesta claro que le importaban.

—¿Escuchas cuando te hablo?

—Claro que sí, Germán.

Le daban ganas de mandarle a paseo. Pero le faltaba voluntad. En los últimos tiempos se había convertido en una autómata. Solo sabía obedecer órdenes y aguantar la bronca cada vez que él tenía un mal día , pagándolo con ella, hablándole con dureza...

—Claro que te escucho, Germán.

—¡Quién lo diría! Ni una sola expresión de tu cara lo demuestra. Estás ahí impávida, indolente, inexpresiva, como un vegetal, como un robot sin sentimientos… Muchas veces pienso que no corre sangre por tus venas, sino horchata. Entre tú y la esponja del baño no veo gran diferencia. A veces creo que convivo con una lavadora. Anda, muévete, haz algo. Al menos pon la mesa. ¡Qué mujer, por Dios!

Entonces, ella reaccionó por fin. Se levantó decidida hacia donde estaba él, le miró fíjamente con frialdad, le puso una mano en el hombro, la deslizó hacia su nuca, bajó el dedo índice por su cuello y se detuvo en el punto donde se encontraba el botón. Lo desconectó.