miércoles, 19 de diciembre de 2018

Echando el cierre




Aprovechando la proximidad de los días que se avecinan, este blog se toma un descanso.
Se abre un tiempo ahora para pensar en otras cosas y estar en otros lugares.
Nos vemos pronto.
Felices fiestas a todos.


lunes, 17 de diciembre de 2018

Canción de Navidad

Ilustración de Harold Copping 
Fuente de la imagen

De pequeño siempre me fascinó este cuento de Dickens. 
No recuerdo bien la editorial cuando lo leí por primera vez, allá por los años 60, pero era un libro de esos ilustrados, mitad novela, mitad "tebeo", con profusión de dibujos en blanco y negro, con esos interiores lóbregos y la luz trémula de las velas proyectando en las paredes sombras misteriosas, lo que daba al relato un aire frío e inquietante, muy acorde con la noche de pesadilla que iba a vivir su principal protagonista, que no era otro que un viejo avaro, Ebenezer Scrooge. Un personaje inolvidable, antipático, mezquino y tacaño hasta consigo mismo. Bien me acuerdo de él. 
El cuento apareció en 1843. La época era la Inglaterra victoriana, en plena revolución industrial. Por el relato desfilaba todo un elenco de individuos de clase modesta. Muchos de ellos apenas disponían de unos cuantos chelines para comprarse algo de abrigo en esa fría Navidad. Gentes humildes que, sin embargo, a su modo, eran felices con poco; mientras que el avaro no disfrutaba con nada, ni siquiera esos días de fiesta. 

Mr Scrooge no era un hombre simpático, pero tenía cierto atractivo. 
Pronto se convirtió para mí en un símbolo de la Navidad. Como el pavo o el turrón del duro. 
Cuando leí el fantasmagórico cuento del señor Dickens, me fascinó enseguida el viejo avaro, siempre tan huraño y misántropo, con ese encanto que suelen tener los que reman contracorriente y su comportamiento es políticamente incorrecto, hasta que se obró el milagro de la Navidad y el viejo tacaño, tras recibir las visitas de tres fantasmas durante la noche, se reconvirtió en un vejete espléndido, humanitario y risueño. ¡Pedazo de milagro, oiga! Ya me gustaría que muchos banqueros y políticos sin escrúpulos sufrieran una transformación de esta naturaleza, así, de la noche a la mañana. Pero ya sabemos que aquello era solo un cuento y que la realidad es mucho más dura y enrevesada.

En estos días de celebración, en que los familiares se reúnen, el consumismo se dispara, las felicitaciones inundan las redes sociales y hay un exceso de buen rollo y de mazapanes, viene al pelo una expresión del señor Ebenezer Scrooge, cuando era un tipo cascarrabias. 

– ¿Navidad? ¡Bah, paparruchas!



Texto publicado en La Charca Literaria



martes, 4 de diciembre de 2018

Un trabajo de narices


A las nueve de la mañana estaba citada Raquel para una entrevista con el fin de cubrir un puesto de responsabilidad en una importante empresa de cremas dentífricas. Pensó que su juventud y su espléndida sonrisa de perfectos dientes blancos le serían de mucha ayuda.
La entrevista se llevaría a cabo en un enorme edificio de cuarenta plantas en plena avenida del centro de la ciudad. Era un bloque moderno, de hormigón, acero y cristal, de enormes ventanales translúcidos que ocupaban casi la totalidad de los muros que daban a la calle. Se accedía por un enorme portal también de cristal, dotado de cuatro grandes puertas, dos de ellas giratorias. Al entrar, un espacioso hall comunicaba de frente con los ascensores, cuatro en total, siempre con gran actividad por el trasiego de gente trajeada que subía o bajaba a sus ocupaciones.
Raquel llegó puntual y tomó uno de los ascensores para subir a la planta número 32. Como ella, otros candidatos al puesto también lo tomaron. El ascensor, muy moderno y rápido, era amplio, con capacidad para unas doce personas, y en un santiamén, de forma silenciosa, llegó a su destino final.
Al llegar a la planta, una amable azafata recibía a las personas que iban llegando y las acompañaba a una sala donde primeramente un directivo de la empresa les daría una información de forma colectiva. Luego irían llamando uno por uno a los aspirantes y otro directivo les haría la entrevista personal.
Y enseguida comenzó la reunión:

Buenas días, amigos. Me presentaré. Soy Sergio Lozano, director adjunto del Departamento de Innovación de Rudolf & Henckel. Ustedes han sido los elegidos entre un numeroso grupo de candidatos a optar por dos plazas dentro de nuestra prestigiosa empresa que, como bien saben, es la primera a nivel nacional de su ramo; ocupando además un buen puesto dentro del panorama internacional. Estamos presentes en doce países y nuestros productos se venden en más de cuarenta y cinco naciones del mundo. Una de nuestras características es la de la expansión e innovación constantes. Cotizamos en bolsa desde 1985 y nuestras acciones no paran de subir año tras año.
El trabajo que se les encomendará a los afortunados que consigan un puesto es muy delicado e importante. Trabajarán en un entorno agradable en el departamento de selección de texturas y de olores para nuestros productos. Ustedes serán los últimos responsables de lo segundo. Su herramienta básica será el olfato. Por eso será necesario cuidarlo. Los seleccionados harán un breve curso donde aprenderán diversas técnicas y donde se les enseñará a potenciar y cuidar ese sentido tan preciado y tan necesario. Lógicamente, si alguno de ustedes es fumador, deberá abandonar inmediatamente ese hábito si quiere optar por una de las dos plazas. Cuando acaben el curso sabrán distinguir entre más de doscientos tipos de fragancia. Y se volverán un poco maniáticos de los olores. No hace falta decir que nuestros productos entran por cuatro sentidos principalmente: por el tacto, debido a su consistencia y textura; por la vista, gracias a sus colores; por el gusto, con esos sabores a menta y eucalipto, principalmente, y por el olfato… cuando alguien, al hablar con nosotros, nos echa su aliento fresco después de haber usado alguna de nuestras potentes pastas dentífricas. Y tenemos un lema: siempre hay un producto diferente para cada necesidad. Y en eso estamos trabajando ahora: diseñar una pasta para cada tipo de cliente, algo personalizado. Y ahí es donde entrará la labor de nuestros dos seleccionados. Y la selección empieza ahora. Enseguida les llamarán desde el Departamento de Personal para la realización de la prueba individual. Buenas tardes. Y mucha suerte.




Y dicho esto, abandonó la sala de reuniones. Al poco, una azafata entró para indicarles que permaneciesen sentados en sus butacas. Y que por megafonía les irían llamando para la entrevista. Cuatro personas del departamento serían las encargadas de ir evaluando la capacidad de los aspirantes. Enseguida nombraron a los cuatro primeros, al cuarto de hora nombraron a otros cuatro. Y así sucesivamente. Los que se iban yendo ya no volvían a la sala de actos, sino que salían discretamente por otra puerta con destino a los ascensores para bajar a la calle. Hasta que no acabaran de pasar todos, no habría selección para elegir a los dos que se quedarían con el empleo. En la tercera tanda entró Raquel. La hicieron pasar a un despacho donde la recibió muy amablemente uno de los directivos encargados de la selección de personal. Tras unas cuantas preguntas de rigor, pasaron a la realización de la prueba final. Se trataba de evaluar, reconocer y catalogar diferentes olores. Debía hacerlo con los ojos vendados. Lo que desconocía Raquel era que se trataba realmente de distinguir diferentes tipos de aliento.
Así que, mientras permanecía de pie, con la venda delante de los ojos, fueron desfilando diferentes personas delante de ella, un cortejo de gente anónima y variopinta, reclutada en la calle por unos pocos euros. Había estudiantes, mendigos, desempleados, pensionistas, amas de casa… Su único cometido era ponerse en fila cuando se les dijese y echar el aliento a la persona que esperaba con el olfato dispuesto y los ojos vendados.
Así que por su nariz desfilaron alientos jóvenes y viejos, frescos y cargados, agradables y repulsivos. Predominaban las bocanadas de aire fétido, los efluvios apestosos. Y había hedor a digestiones mal hechas, a dientes podridos por la caries, a tabaco rancio, a alcohol semidigerido, a descomposición bacteriana, a amígdalas infectadas, a problemas hepáticos, a una deficiente higiene dental… Todo un cortejo de olores, la mayoría repugnantes.
La empresa reservaba dos plazas para aquellas personas seleccionadas que fueran capaces de distinguir y catalogar el mayor número de tipos de aliento posible. Raquel consiguió superar la prueba, pero fue incapaz de probar bocado hasta el día siguiente. Tenía la pituitaria impregnada de porquería, el estómago revuelto y el cerebro entero como un contenedor de basura lleno de sensaciones olfativas repugnantes y recientes.
Un par de días más tarde la llamaron para ocupar su puesto. Un trabajo de narices. Nunca mejor dicho.






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lunes, 26 de noviembre de 2018

Leer o no leer a Julio Cortázar



El día había sido algo más ajetreado de lo normal. Se podría decir que intenso, agobiante, incluso estresante. Varias citas con clientes que nunca quedaban satisfechos del todo con las propuestas y los proyectos, y un pequeño choque con el jefe de personal que, afortunadamente, se resolvió a última hora con una buena dosis de tacto y diplomacia.
Estaba realmente cansado; por ello, cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue tomar una buena ducha, ponerse ropa cómoda, prepararse un whisky con un par de cubitos de hielo y dirigirse directamente al despacho. Y allí, sentado cómodamente en su butacón frente al ventanal que daba al jardín, se dispuso a dar lectura al libro que recientemente había adquirido. 
Absorbido por la trama del relato, se sintió arrastrado casi inmediatamente por la fuerza de las descripciones, por la firmeza del argumento, por las vicisitudes de los protagonistas, en esa especie de complicidad, la que da la comodidad de permanecer sentado en el sillón de una mansión espaciosa y acogedora, mientras los acontecimientos se van desgranando, a la par que los personajes se implican en la trama y se complican la vida. Había algo de regodeo por su parte debido a esa actitud de disfrutar de las peripecias de los demás sin exponer nada a cambio, mientras disfrutaba del confort de su casa y de su whisky con hielo...

En la calle, un hombre y una mujer, como de cuarenta y tantos años, conversaban en voz baja. Parecían nerviosos y miraban con recelo a su alrededor. 

—Debes hacerlo —decía ella al hombre—. Es preciso. Cuanto antes lo hagas, mejor para los dos. 
—Ya lo sé. Solo que estoy algo nervioso. No sea que no salga bien. Es muy arriesgado. 

 El diálogo era interesante. Típico caso de una pareja, seguramente amantes que, tratados con dureza por la vida, se veían abocados a realizar algo terrible, a la desesperada. 

—Toma. Esto te ayudará —le animó ella, mientras le pasaba discretamente una pistola. 
—Venga. Ahora o nunca —dijo él mientras guardaba el arma en el bolsillo de su abrigo—. Tú espérame a la vuelta de la esquina. 

El lector estaba disfrutando mucho del relato. Por eso, le incomodó sobremanera el timbrazo en la puerta. Estaba solo en casa. Su mujer había salido a la ciudad, a realizar unas compras. Volvería tarde. Eso dijo. Y él no tuvo más remedio que aplazar la lectura, dejar el libro sobre la mesa abierto boca abajo con el fin de no perder la página, levantarse del butacón y salir del despacho para ver de quién se trataba. Tras mirar por el videoportero, y comprobar que quien llamaba tenía un buen aspecto, se decidió a abrir la puerta, no sin antes lanzar las preguntas de rigor: 
—¿Quién es? ¿Qué desea? 
—Buenas tardes, soy Rafael, un vecino que vive unos cuantos chalets por encima del suyo. ¿Sería tan amable de permitirme telefonear a mi mujer para que venga a casa? Me he dejado dentro el móvil y las llaves y no puedo entrar. 
—Faltaría más. Ya le abro. Pase usted. 
—Muchas gracias —dijo el tal Rafael—. Igual no me conoce porque soy nuevo en el barrio. Nos mudamos hace tan solo un par de semanas. Y ya ve: molestando a los vecinos nada más llegar. 
—No es ninguna molestia. Nos puede pasar a cualquiera. Entre, por favor, al despacho y llame desde allí. 

El visitante entró y reparó que sobre la mesa había un libro de Julio Cortázar, titulado “Final del juego”. Con un gesto lleno de osadía, lo cogió, le dio la vuelta y comprobó que estaba abierto por el relato titulado “Continuidad de los parques”. 

—Perdone mi atrevimiento. ¿Está leyendo este libro? 
—Sí. 
—¡Qué casualidad, yo lo acabo de terminar hace unos días! 
—¿Le gusta a usted Cortázar? 
—Muchísimo. Es uno de mis autores favoritos. ¿Acabó usted el relato que estaba leyendo, el de “Continuidad de los parques”? 
—No. La verdad es que acababa de empezarlo. 
—Una lástima— dijo mientras sacaba lentamente la pistola y le quitaba el seguro—. Si lo hubiera terminado, sabría de qué va esto. Se ve que hoy no es su día de suerte.


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Para evitar que la historia se repita, ¿el lector debe también leerla,  si es que  no lo hizo ya?
https://narrativabreve.com/2014/07/cuento-julio-cortazar-continuidad-parques.html

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jueves, 15 de noviembre de 2018

Normativa urbana


Cuando a Nicomedes González le concedieron las concejalías de Medio Ambiente, Urbanismo y Seguridad Ciudadana, tras arduas negociaciones entre su formación política y el alcalde electo, se frotó las manos y, desoyendo los consejos de los más afines, sin miedo a la posible pérdida de miles de votos, juró vengarse:
“Se van a enterar ahora todos estos cerdos”, comentó.
Lo primero de todo era ampliar la normativa existente:
“Anexos al reglamento que articula las normas de convivencia en materia de salubridad pública, aplicables a todos, incluyendo también a la gente incívica:
1.- Motocicletas modelo “chicharra”, de escape libre, de esas que atruenan en las calles precisamente a la hora de la siesta y a medianoche. A los propietarios de las mismas se les implantará a la altura del tímpano un microchip autoamplificado, donde se recogerá la grabación del ruido producido por sus diabólicos cacharros, a volumen real, con la obligatoriedad de oírlo entero, al menos dos veces al día, durante sus horas de descanso. La grabación se activará por control remoto y sin previo aviso.
2.- Recogida de residuos: imprescindible el uso de recipientes apropiados. Iniciamos la campaña “use el contenedor específico”. Hay que reciclar. Cada cosa en su sitio:
Los suspiros, en el contenedor blanco. Los proyectos malogrados, en el gris: ideas que no cuajaron, poemas rotos… Vomitonas de fin de semana, contenedor a lunares, con gama de colores psicodélicos, según la naturaleza de lo arrojado, que va desde el rojo- pimiento morrón al verde- pistacho, pasando por el marrón-browni. Cadáveres de suicidas en el contenedor negro; recogida de 6 a 8 de la mañana salvo festivos. Atención al cartel: “Se ruega a los señores suicidas no hacer uso de este servicio los domingos y las fiestas de guardar, salvo a última hora”.




3.- Desaprensivos que dejan su coche o moto aparcado en la acera, en los pasos de cebra o en los accesos para personas con movilidad reducida: uso del cepo para el coche, pero también para el propietario, a quien se exhibirá públicamente en lugares concurridos para mofa de la ciudadanía, distracción de la chiquillería y escarnio del infractor insolidario, patada en el trasero incluida.
4.-Ancianos gruñones con bastón, con tendencia a convertir el mismo en una prolongación natural del brazo cada vez que optan por señalar algo a sus acompañantes, con el peligro que ello conlleva para los desprevenidos peatones, con riesgo cierto de sacar un ojo o proporcionar un bastonazo a gente inocente: obligatoriedad de llevar adherido a su gorra, boina o sombrero un espejo retrovisor que les advierta de la posible presencia de otros transeúntes que circulen tras ellos por la acera y se aventuren a efectuar un adelantamiento.
5.- Dueños de perros que sacan a sus mascotas para que se alivien en la vía pública, dejando todo impregnado de meadas y excrementos; pues, como todo el mundo sabe, no basta con la consabida bolsita recoge- mierdas, dado que es ineficaz para la orina y máxime cuando el mejor amigo del hombre anda con el vientre suelto y, en todo caso, siempre queda en la calle el “remostillo”, la huella de la defecación, susceptible de acabar adherida a los zapatos o bien ser aprovechada por insectos con escasa conciencia social, con el consiguiente riesgo para los viandantes: obligatoriedad de pagar una tasa específica por tenencia de perros, al igual que las personas debemos pagar una multa si nos pillan meando o cagando en la vía pública, aunque nos limpiemos convenientemente, aunque insistamos en que se trata de un homenaje al “caganer” o aunque recojamos nuestras heces en una bolsita posteriormente; que debemos tener los contribuyentes, cuanto menos, los mismos derechos que los perros. Digo yo.”
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Texto publicado en "La Charca Literaria.



jueves, 1 de noviembre de 2018

Reivindicación de los funerales


Donde esté un buen entierro que se quiten las bodas.
No hay color.
Cuando vas de entierro no tienes que aguantar al gracioso de turno, al pariente borracho metepatas, a los impresentables que quieren cortar la corbata del novio, ni siquiera a la Tuna cantando “clavelitos de mi corazón”. No tienes que soportar los estúpidos chistes del compañero de mesa, ni el “vivan los novios”, ni los horrendos bailes nupciales, ni los langostinos de sospechoso rebozado, ni la asquerosa tarta, ni el mal cuerpo que se te pone tras la ingesta abusiva de comidas y bebidas, ni a los nenes maleducados que corretean entre las mesas tirándolo todo, que parece que los padres, cuando andan de farra, socializan su paternidad y reparten los inconvenientes de la misma entre todos los presentes.
Un entierro además dura poco. Lo justo, no como esos bodorrios interminables, seguidos de baile con todo el repertorio de canciones horribles tipo “La conga” o “El baile de los pajaritos” que, modestamente, creo que se fabrican pensando exclusivamente en torturar al personal.
Un entierro sale mucho más barato para los asistentes. No tienes que pagar el cubierto ni contribuir a los gastos de ningún viaje tras la ceremonia. Al contrario de lo que pasa con el viaje de novios, la barca de Caronte es muy económica. Al único que le sale caro el asunto es al difunto o a la compañía de decesos.
Además puedes estar serio, sin hablar con nadie, con cara de vinagre, que nadie va a notar que estás a disgusto puesto que tu expresión la achacarán siempre al momento grave y luctuoso que se vive. 
No me imagino en un funeral a la viuda del finado, vuelta de espaldas a la concurrencia, tirar el ramo de crisantemos al grito de "a ver quién es el próximo", mientas la peña pugna por hacerse con él.
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Entrada publicada originalmente en La Charca Literaria








miércoles, 24 de octubre de 2018

Sombra



No sabemos en qué momento preciso la sombra que proyectaba Félix Duarte decidió independizarse y vivir por su cuenta. Hasta ese día era normal verla en la pared trasera del estudio donde solía trabajar su propietario, a horas intempestivas de la noche, removiéndose levemente y en silencio cada vez que Félix se movía, en una perfecta imitación del original, pero en negro sobre fondo blanco, como siluetas chinescas sobre una pantalla gracias a la luz del potente flexo que en su camino se encontraba siempre con un obstáculo: el cuerpo sedentario de un hombre de mediana edad, ligeramente inclinado sobre la mesa de su despacho, tecleando en un ordenador.
Sí, la sombra le acompañó siempre, hasta que un buen día se hartó de su papel de subordinada fiel y decidió largarse en silencio, como esos maridos de hábitos nocturnos que se quitan los zapatos al entrar para no hacer ruido y caminan de puntillas por el pasillo hasta llegar a su dormitorio. Se fue sigilosamente, sin avisar ni nada. Su propietario no se percató en absoluto de la desaparición porque hay muy pocos seres humanos que miren hacia atrás para ver qué hacen sus sombras, y menos un escritor.
Desde ese día, la sombra dejó de tener dueño, emancipada como estaba, decidió emprender un nuevo camino en solitario, alejada de la rutina que la obligaba a ceñirse siempre a un guión que escribían otros. No volvería a ser jamás el reflejo de nada, no sería nunca más la actriz secundaria en la película de la vida de nadie.
En días radiantes, se la veía moverse por el suelo, trepar por las paredes encaladas, doblarse en las esquinas… Daba gusto verla serpentear entre los adoquines de la calle, alargarse infinitamente cuando el sol declinaba o cuando las luces de las farolas nocturnas estiraban su silueta, para luego encogerse caprichosamente como si fuera de goma. Ella era la sombra, la oscuridad perfecta, la libertad absoluta.
La gente andaba como loca cada vez que Carmencita —pues de alguna manera habrá que llamarla— salía a la calle, pues se acercaba siempre donde más personas había y se dedicaba a enredar entre los pies del personal. Los niños jugaban a pisarla, pero ella era más ágil y se escurría de sus pequeños perseguidores y enseguida acababa trepando por los muros de las casas, las tapias de los huertos o las vallas del cementerio. Y desde allí, desde lo alto, contemplaba a chicos y grandes, dominando la situación. Lo malo eran las otras sombras, las que proyectaban los demás. No veían con buenos ojos los movimientos de Carmencita. En realidad la odiaban por esa capacidad suya de adoptar libremente cualquier forma por caprichosa que fuera. Y la criticaban: que qué se había creído que era, que si no tenía formalidad, que si era una casquivana. La verdad es que sentían una envidia tremenda cada vez que el sol estaba en lo más alto, haciendo que sus rayos cayeran perpendicularmente, convirtiéndolas a ellas en poco más que unos diminutos círculos alrededor de los árboles del parque, mientras que Carmencita se deslizaba a su aire, llenándolo todo con su presencia y su libertad de movimientos, eclipsando, ensombreciendo a las demás, nunca mejor dicho. Y es que la envidia es muy mala.

¿Y que fue del antiguo propietario, de ese autor de piezas teatrales por encargo llamado Félix Duarte?
Pues simplemente decir que desde que su sombra le abandonó, decayó su inspiración, pues se le había ido para siempre su mitad imaginativa, ocurrente y aventurera. Carmencita había sido durante mucho tiempo su musa, la que le dictaba calladamente cada noche mil situaciones ingeniosas. Por eso sus textos se volvieron opacos, lacios, insulsos y hasta amargados. No hablaban más que de crímenes y de amores  traicionados. Y él se volvió huraño, solitario, antipático…
—Mira que tienes mala sombra —le dijo un día una amiga.


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sábado, 13 de octubre de 2018

La venganza




—Tarzanes como tú… me los como yo a pares. Mucho cuerpo,  pero pocos huevos.  

Lo dijo de un tirón, sin inmutarse lo más mínimo, seguro del terreno que pisaba, ciertamente resbaladizo. Aquello fue un farol. Un titubeo en la voz, una mínima señal de que la bravuconada era una impostura y su sentencia de muerte se habría firmado; pero no: la amenaza salió contundente, creíble, con la expresión firme, la de un hombre que está acostumbrado a enfrentarse a matones como el que tenía delante.
Todo empezó aquella tarde cuando salió de casa dispuesto a lo que fuera.
Pepe Moreno, un joven de unos treinta años, flaco y de pelo largo, había perdido su trabajo. Debía abandonar el piso donde vivía de alquiler porque adeudaba seis meses. Y por si fuera poco, la chica con la que salía le había dejado por otro, sin mediar palabra, sin una mínima explicación, como si él fuera un trapo de usar y tirar. Y él, aquel día, marchó de casa a la desesperada. Con una determinación firme en su cabeza: ir a un conocido local de copas para montarle el pollo a su ex. Acababa de hablar por teléfono con Alex y se lo había chivado:

—Julia acaba de meterse en el Casablanca. La he visto en la puerta, haciendo cola. Iba con dos chicos y otra chica.

Y para allá se fue.
En la puerta del tugurio, un gorila de discoteca, un tipo cachas atiborrado de esteroides hasta las cejas, con los brazos cruzados y la cabeza rapada, iba eligiendo entre los que aguardaban para entrar quién pasaba y quién se quedaba fuera. Como un cancerbero caprichoso, decidía según le pareciera en cada momento quién ingresaba en aquel lugar y quién quedaba excluido del paraíso.

—Tú entras. Tú, no —. Decía mientras miraba despectivamente a uno que no llevaba calzado adecuado. Así, cuando Pepe Moreno se acercó a la entrada de aquel lugar —greñas rockeras, pantalón vaquero y zapatillas deportivas— con ademanes de pasar, el portero se le encaró y le soltó con media sonrisa que tenía mucho de mueca:

—Para el carro, tío. ¿Dónde te crees que vas? Aquí no se admite a gente como tú. Creo que te has equivocado de local. El concierto de Rosendo es dos calles más abajo. Aquí la gente es más fina. No puedes pasar.

Y luego, Pepe Moreno, armándose de valor,  le largó aquello, jugándose el tipo al encararse con el mastodonte aquel.
Y el gorila, desconcertado ante el reto,  le miró unos segundos dudando entre darle un puñetazo o hacerse el loco. Y optó por lo segundo e hizo como que no le había oído. Miró para otro lado, como para no ver que se colaba por la puerta. Y ojos que no ven…



Y Pepe se abrió camino entre un mar de gente guapa, chicos de gimnasio de pelo corto, chicas con las tetas recién puestas, maduritos interesantes de cabello engominado y mujeres maqueadas de rostro reconstruido, con esa expresión uniforme que las hacían clónicas, todas hermanas gemelas por obra y gracia del bisturí y de la silicona. Mientras, por las pantallas acústicas  atronaba la música house. Un ambiente, lo que se dice, de lo más pijo.
Y allí, al fondo, sentada en torno a una mesita baja con otras tres personas, estaba ella. Riéndose, entre copas,  con esa expresión suya tan cautivadora, pelo largo rubio, bonita, encantadora, con esos hoyuelos en las mejillas... Y Pepe notaba por momentos que se reblandecía, que estaba a punto de perder el papel de hombre decidido, capaz de enfrentarse a las situaciones más duras. Sentía que estaba en trance de claudicar, de renunciar a cantarle las cuarenta a la moza por aquel desplante sin explicación alguna, después de dos años de relación. Él no era un perro, que se pudiera abandonar en cualquier esquina, era una persona con sentimientos y no se merecía ese trato; pero notaba, según se iba acercando a la mesa, cómo se iba licuando por momentos, ablandando como la carne en leche, perdiendo fuerza y gas…

—Hola Julia. ¿Qué tal estás? —expresión suave, ojos tiernos, vocecita tenue—. ¿Tienes un momento?

Y ella, levantándose de mala gana hacia donde estaba él:

—¿Por qué me persigues? Déjame en paz.

Y Pepe:

—Me extrañó que no me dijeras nada. Después de todo este tiempo compartido. Irte sin una explicación. Creo que no me merezco ese trato.

Y ella:

—Ya somos mayorcitos como para que nadie cuestione si puedo o no andar sola por la vida, sin pedir permiso a nadie. Hace tiempo que no doy explicaciones por nada. ¿Lo entiendes?

Y él no lo entendía. O sí, pero a medias. Ser libre no estaba reñido con tener en cuenta a los demás, sus sentimientos y todo eso… Pero ella volvía a la carga:

—A ver si captas el mensaje. Lo nuestro se acabó. No hay nada que explicar. Tan solo que me he dado cuenta de que soy demasiada mujer  para un tipo como tú. ¿Lo entiendes?

Y, visto así, él claro que lo entendía… Se sentía humillado y roto, pero lo entendía. Lo suyo, lo que llegaron a compartir los dos, si es que alguna vez lo hubo, se había diluido como un azucarillo en un vaso de agua hasta desaparecer.

—¿Pasa algo, Julia? —preguntó alguien con tono desafiante desde el grupito de la mesa.
—No, nada. Pepe ya se iba.

Y Pepe, como un relámpago, retomó el ímpetu perdido, recuperando en un santiamén el tono de hombre enérgico y resuelto. Y, sintiendo la adrenalina circular por  sus arterias, con toda la furia del mundo, seguro y decidido, se dirigió  a la mesa y dijo al que intermedió por Julia:

—¿Y tú de qué vas, tío listo? ¿Quieres algo conmigo?

Y el otro se arrugó como un papel y prefirió no responder a la provocación. Y enseguida llegó alguien del local que invitó a Pepe a marcharse. Y mientras se iba de allí, todavía tuvo cuajo para decir en voz alta:

—Por las buenas soy muy bueno; pero por las malas, mejor no provocarme. Me voy. Vosotros podéis seguir con vuestra fiesta de niños pijos. ¡Ah! Se me olvidaba: Julia ronca cuando duerme y se tira pedos.

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lunes, 8 de octubre de 2018

Un amigo de toda la vida





—¡Vaya cara que tienes!

Así lo soltó, sin rodeos, sin tapujos. Mirándole fijamente, sin pestañear.
No era un reproche, tampoco un cumplido.
Tantos años hacía ya que se conocían. Tantos secretos compartidos…
Resultaba curioso, pero siempre que se encontraban frente a frente, se observaban unos instantes en silencio, como estudiándose, como indagando en las pupilas, buscando complicidades antiguas, tal vez una respuesta a una pregunta nunca dicha…
Había pasado el tiempo. Ahora tenían más canas, las facciones más marcadas, más arrugas… pero había algo en las expresiones, en las miradas, que seguían siendo las de siempre. Los jóvenes que siempre fueron, con ese aire ligeramente tristón y ausente.
Y  luego estaba el tema de las aficiones, de los gustos musicales, literarios… Esa forma peculiar de entender el mundo…tan semejante.
Hasta el gusto para decorar la casa, la elección de los muebles, las paredes forradas con estanterías repletas de libros…
—¡Vaya cara que tienes! Hasta te han salido patas de gallo. Se ve que los años no pasan en balde.
Lo decía sin apartar los ojos de su mirada. De frente. Como debe ser.
Muchas veces no necesitaban ni hablar para saber qué pensaban el uno del otro.
Y ahora estaban ahí, frente a frente. Un rato largo contemplándose.
Luego, con un gesto simétrico y sincronizado, ladearon la cabeza y dejaron de mirarse; se pusieron al unísono el abrigo, idéntico en forma y color; cogieron de la mesita del recibidor sus respectivos manojos de llaves, también idénticos; abrieron a la vez la puerta que daba a la calle, la misma puerta y la misma calle, y salieron, dejando atrás el espejo de cuerpo entero de la entrada del apartamento donde Manuel se había entretenido mirándose un rato.
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Texto publicado hoy en La Charca Literaria



lunes, 1 de octubre de 2018

Cada noche


El buitre leonado que venía cada noche a visitarle tenía las plumas con todas las tonalidades del arco iris. Salvo su gorguera, que mostraba un discreto marrón claro tirando a blanco, el resto del plumaje ofrecía un colorido que iba desde el violeta hasta el rojo pasando por el amarillo y el verde.
Damián vivía solo, en una vieja y pequeña casa compuesta de dos piezas: un dormitorio con baño y una especie de sala de estar con una diminuta cocina adosada a un lado. Este era su hogar desde hacía mucho tiempo, desde que su mujer le abandonó.
El buitre leonado siempre se presentaba puntual, cuando Damián se acostaba y entraba, amodorrado y tranquilo, en ese estado previo a quedarse dormido, poco antes de que el reloj diera las doce. Llegaba sin saberse de dónde y se aposentaba en los barrotes metálicos del pie de la cama. Allí quieto, con las plumas recogidas, como un guardián que velara sus sueños. Damián entonces se dormía confiado, se desvanecía más bien. Y el buitre quedaba revoloteando y planeando un rato encima de la cama, tan solo por obra y gracia de la imaginación del que empezaba a adentrarse en la profundidad de las sombras. Y Damián se deslizaba por un tobogán y llegaba con su sopor hasta lo más hondo. Y una vez allí, el buitre comenzaba su labor. Se aproximaba al cuerpo rendido, inconsciente y ajeno a todo, picoteaba en su piel, en su mente, en sus ojos, en sus intestinos, en su páncreas, en su hígado… noche tras noche, hasta que una mañana ya no hubo un nuevo despertar y el buitre se marchó en busca de otra presa nueva a la que visitar en horas de oscuridad, soledad y alcohol.

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jueves, 13 de septiembre de 2018

Cómo ser un auténtico percebe



Comúnmente denominamos “percebe” a sujetos un poco alelados, bobos o que les falta un hervor. Una especie de insulto que define de alguna manera a la persona sobre la que hablamos: ¡ese tío es un percebe!

El percebe es ese animal con pezuña que parece cualquier cosa menos un animal, porque no tiene extremidades, se alimenta por filtración del plancton y pasa su vida adulta inmóvil y adherido por un pedúnculo a una roca, sin moverse. La uña arriba, donde debería tener la cabeza, para protegerse de un posible ataque. Esa parte protegida es la que encierra la mayor parte de sus órganos y aparatos vitales: el digestivo, el respiratorio, el circulatorio, el reproductor... Aunque es hermafrodita no puede autofecundarse. Se necesitan dos especímenes.  Uno hace de macho y el otro de hembra. No sé quién decide el papel de cada uno, si lo echan a suertes o qué. La cópula se realiza —y a distancia— entre marzo y septiembre. Los huevos fecundados eclosionan en el agua. Las larvas liberadas en la eclosión se mezclan con el plancton. Y ya todo es cuestión de suerte.

El percebe tiene más pene que cuerpo. Pero no tanto como se cuenta por ahí. Para hacernos una idea, si fuéramos un percebe, nuestro pene mediría 2,70 metros. Eso ya sería presumir de miembro. Aunque quiero pensar que si nos arrancaran las percebeiras a la fuerza de nuestra casa, nos llevaran en cestos o en camiones frigoríficos al mercado, nos pusieran hielo y nos metieran en agua hirviendo con sal, nuestra “hombría”, a esas alturas,  más que pene lo que daría es pena.


Texto publicado en La Charca Literaria
http://lacharcaliteraria.com/


lunes, 3 de septiembre de 2018

Hombre solo



Me contaba Juan algunos trucos que realizaba cuando su mujer se iba unos días de vacaciones con los niños al pueblo de sus padres y él se quedaba de “Rodríguez”, solo en casa. Teresa  le dejaba preparadas dos cazuelas para la semana que iba a estar fuera. Una de carne con tomate y otra de pollo en salsa. Cuando llegaba la hora de comer, armado con una cuchara, se sentaba en el suelo y abría la puerta del frigo, cogía una cerveza y echaba un buen trago. Aprovechaba que estaba solo y no daba mal ejemplo a los niños y soltaba un sonoro eructo; luego abría una de las cazuelas y allí mismo metía ocho o diez veces la cuchara y se comía, sin calentar ni servir en un plato, lo que consideraba oportuno. Vuelta a cerrar la cazuela y el frigorífico.  Hasta la noche, cuando repetía la operación. Así cada día.
También me contaba su método para secar rápidamente los calzoncillos.
Después de darles la vuelta dos veces, lo de fuera para dentro y lo de delante para atrás, llegaba la hora de lavarlos a mano, en el fregadero, junto a la taza, a la cafetera y al cazo de la leche del desayuno, para matar dos pájaros de un tiro, con un buen chorro del concentrado verde para la vajilla.
Luego, una vez que los escurría bien, encendía la tostadora de pan y la cubría con papel de aluminio, y colocaba encima los calzoncillos, procurando darles la vuelta de vez en cuando para que no se tostaran.
También tenía otro método para reutilizar los calcetines usados.
Tras ponerse los calcetines tres días seguidos, que se quedaban secos y tiesos como si tuvieran almidón, imposible de reutilizar una vez más, el primer paso sería rociarlos con el antitranspirante para los pies o, como aconsejaba O'Rourke en su libro "Cómo tener la casa como un cerdo", embadurnarlos con desodorante de barra antes de volver a enfundárselos.
—Entran más suaves —decía—. Luego, el día en que regresa la parienta, te duchas y ya te los quitas del todo y los metes en la lavadora, junto a las camisas y las sábanas, para cuando haga la colada.

Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia


martes, 14 de agosto de 2018

Preparando el blog

Cádiz. Foto del autor

Ya vamos calentando motores. Volvemos en septiembre con el blog remozado. De "Historias que no son cuentos" a "Cuentos que pueden ser historias". El anterior tenía demasiada madera. Ya cansaba. Las tablas que, en un principio daban un tono de mayor calidez, se fueron convirtiendo en algo cerrado y agobiante como las cajas de embalaje o esas otras reservadas como morada final tras el fatídico día. Por eso he sustituido el fondo por otro más libre y acuoso, con esas gotitas que salpican  por todas partes y esa imagen de la cabecera con el mar de fondo...
Nos vemos muy pronto.

domingo, 15 de julio de 2018

Vecinos




—¿Has oído eso, Marcos? 
—¡Maldita sea! Ya empezamos de nuevo con la sinfonía. 

Quien preguntaba era Marta. Y quien contestaba era Marcos. El asunto: los ruidos que se producían en el piso de arriba. Desde hacía unos meses, se habían instalado allí nuevos vecinos. Una pareja mayor, un tanto enigmática, parca en palabras, dos personas con el pelo canoso y aspecto de jubilados con cara de pocos amigos, que apenas salían de casa y que, al parecer, debían dormir también poco pues se les oía hasta muy tarde, hablando alto y trajinando hasta altas horas de la madrugada. Algo así como un correr de muebles, acompañado de golpes secos y de frases expresadas con cierta contundencia. Ella parecía recriminar al hombre: 

—Déjalo ya, Vincent. Es tarde. 
—Cuando se esté quieto. Este maldito cielo que veo tras la ventana no hace más que moverse. Así no hay quien acabe de pintar el cuadro. 
 —El cielo no se mueve. Vas a acabar conmigo. Estás para que te ingresen. 
 —Tú sí que estás como un cencerro, vieja puñetera. Ya me lo advirtió mi hermano Theo.
—¿Yo? ¿Tú has visto que el cielo tenga esos remolinos? ¿Y crees acaso que esos colores tan chillones y esas luces que usas responden a la realidad? Tú sí que estás para el psiquiátrico. 
—Enorme ingratitud la tuya cuando olvidas que te recogí de la calle. 
—Pronto has olvidado que fui yo quien te sacó del arroyo. Si no hubiera sido por el dinero que tenía ahorrado, tú no te podrías haber dedicado a la pintura. Hay que estar muy mal para cortarse un trozo de oreja. Háztelo mirar. 




Y así, como un ritual cada noche, la misma conversación, el mismo tono agrio, las mismas voces, los mismos golpes en la mesa, el mismo correr de sillas y enseres, la misma angustia para los vecinos del piso inferior que asistían atónitos cada día, como público de la primera fila, a semejante teatrillo desquiciante. 

 —Habrá que decirles algo, Marcos. Así no podemos seguir. 

Y Marcos, al día siguiente, subía el tramo de escaleras y llamaba a la puerta de los vecinos. 
Y una señora mayor con gesto serio y poco comunicativo abría desconfiada diez centímetros la puerta, lo que daba de sí la cadena de seguridad. 
Y ella, qué desea. 
Y él planteando la queja educadamente. 
Y ella, no podemos ser nosotros porque nos acostamos muy temprano, a eso de las diez. 
Y él, sin dar crédito a lo que oía, tan solo indicar que se oía encima de su dormitorio y que no podían dormir. 
Y ella, serán los vecinos del piso de al lado. 
Y luego, bajar las escaleras sin saber qué decir a Marta. 
Y Marta, tienes que ser más duro, amenazarles con llamar a la policía. 
Y Marcos, sube tú. 
Y ella, la próxima subiré yo, descuida. 
Y así todos los días. 
Y lo mismo. 
Y una y otra vez subiendo Marta y luego Marcos y al otro día de nuevo Marta. 
Y otra vez Marcos. 
Y las mismas respuestas. 
Y el hastío y el cabreo. 
Y el hartazgo que condujo finalmente a la denuncia. 
Y la policía llevó sus bártulos y desde el piso de ellos, con un equipo especial, grabó los decibelios de los de arriba durante varios días seguidos y a distintas horas. 

Y hubo juicio. Luego vino la multa. 
Al parecer, según los expertos geriatras que dieron su testimonio tras analizar detenidamente el asunto, no había nada intencionado en el comportamiento de los dos jubilados, simplemente eran “sonámbulos especialistas en sueño sincronizado reiterativo”, una modalidad rara que se adquiere después de toda una vida en común, y que por la noche cada uno interpretaba su papel: él era un pintor frustrado y ella su amante y sufridora. Y el juez les rebajó sustancialmente la multa si se acogían a un tratamiento clínico de trastorno del sueño durante algunos días con seguimiento de un especialista. Y hubo acuerdo entre las partes. Y a la clínica se fueron los dos vejetes y les pusieron la cabeza, las piernas y los brazos llenos de cables y electrodos para registrar los impulsos durante el sueño. Y así, con ayuda de alguna medicación, tratar de reeducarles en el uso correcto de sus horas de descanso nocturno. 
Y finalmente respiraron aliviados Marta y Marcos. La pesadilla -por fin- parecía llegar a su término. 
Hasta una semana después. 
Justo una semana después, por la noche, tras meterse Marta y Marcos entre las sábanas… empezó una nueva función. Lo que se oía ahora era lo más parecido a una película de guerra en un "home cinema", a todo volumen, con ruido de balas y obuses que estallaban por doquier. 



 —¡Nos han descubierto, Charly! — se le oía gritar a ella con el estruendo de la batalla de fondo—. ¡El enemigo tiene nuestra posición, pero no le va a ser fácil acabar con nosotros. Hemos perdido una batalla, pero la guerra continúa! 
 —¡Habrá que hablar con el capitán para que nos envíen refuerzos —respondía él—. Mientras tanto hemos de seguir a cubierto! 
 —¡La radio no funciona! ¡Espero que mañana esté aquí Douglas para darle instrucciones. Le trasmitiremos nuestras necesidades para poder resistir. Mientras, haremos turnos de guardia! 
 —¡Empiezo yo! ¡Necesitaría coger antes un par de granadas de mano y un cargador completo para el fusil. La noche es larga y nunca se sabe por dónde vendrá el ataque del enemigo! 
 —¡No te duermas y vigila bien! ¡Monta también la ametralladora en aquel repecho! 
 —¡¿Qué dices del pecho?! 
 —¡El RE- PE- CHO, que cada día estás más sordo! 
 —¡Descuida, Flánagan! 
 —¡Agáchate, Charly, nos están atacando!—decía ella, gritando como una endemoniada.
 —¡Malditos cabrones, tomad plomo! ¡Boooooom! ¡Si creéis que vais a poder con nosotros, os vais a enterar! ¡La guerra no ha hecho más que empezar! 

 Y luego, toda la noche —y la otra, y la otra, y las siguientes también—se oyó un silbar de balas y estruendo de obuses.



¡Feliz verano a todos! ¡Y que los vecinos se porten bien!
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Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia