—Tarzanes como tú… me los como
yo a pares. Mucho cuerpo, pero pocos
huevos.
Lo dijo de un tirón, sin
inmutarse lo más mínimo, seguro del terreno que pisaba, ciertamente
resbaladizo. Aquello fue un farol. Un titubeo en la voz, una mínima señal de
que la bravuconada era una impostura y su sentencia de muerte se habría
firmado; pero no: la amenaza salió contundente, creíble, con la expresión
firme, la de un hombre que está acostumbrado a enfrentarse a matones como el
que tenía delante.
Todo empezó aquella tarde
cuando salió de casa dispuesto a lo que fuera.
Pepe Moreno, un joven de unos
treinta años, flaco y de pelo largo, había perdido su trabajo. Debía abandonar
el piso donde vivía de alquiler porque adeudaba seis meses. Y por si fuera
poco, la chica con la que salía le había dejado por otro, sin mediar palabra,
sin una mínima explicación, como si él fuera un trapo de usar y tirar. Y él,
aquel día, marchó de casa a la
desesperada. Con una determinación firme en su cabeza: ir a un conocido local
de copas para montarle el pollo a su ex. Acababa de hablar por teléfono con
Alex y se lo había chivado:
—Julia acaba de meterse en el
Casablanca. La he visto en la puerta, haciendo cola. Iba con dos chicos y otra
chica.
Y para allá se fue.
En
la puerta del tugurio, un gorila de discoteca, un tipo cachas atiborrado de
esteroides hasta las cejas, con los brazos cruzados y la cabeza rapada, iba
eligiendo entre los que aguardaban para entrar quién pasaba y quién se quedaba
fuera. Como un cancerbero caprichoso, decidía según le pareciera en cada momento
quién ingresaba en aquel lugar y quién quedaba excluido del paraíso.
—Tú
entras. Tú, no —. Decía mientras miraba despectivamente a uno que no llevaba
calzado adecuado. Así, cuando Pepe Moreno se acercó a la entrada de aquel lugar
—greñas rockeras, pantalón vaquero y zapatillas deportivas— con ademanes de
pasar, el portero se le encaró y le soltó con media sonrisa que tenía mucho de
mueca:
—Para el carro, tío. ¿Dónde te
crees que vas? Aquí no se admite a gente como tú. Creo que te has equivocado de
local. El concierto de Rosendo es dos calles más abajo. Aquí la gente es más
fina. No puedes pasar.
Y luego, Pepe Moreno, armándose
de valor, le largó aquello, jugándose el
tipo al encararse con el mastodonte aquel.
Y el gorila, desconcertado ante
el reto, le miró unos segundos dudando
entre darle un puñetazo o hacerse el loco. Y optó por lo segundo e hizo como
que no le había oído. Miró para otro lado, como para no ver que se colaba por
la puerta. Y ojos que no ven…
Y Pepe se abrió camino entre un
mar de gente guapa, chicos de gimnasio de pelo corto, chicas con las tetas recién
puestas, maduritos interesantes de cabello engominado y mujeres maqueadas de
rostro reconstruido, con esa expresión uniforme que las hacían clónicas, todas
hermanas gemelas por obra y gracia del bisturí y de la silicona. Mientras, por
las pantallas acústicas atronaba la
música house. Un ambiente, lo que se
dice, de lo más pijo.
Y allí, al fondo, sentada en
torno a una mesita baja con otras tres personas, estaba ella. Riéndose, entre
copas, con esa expresión suya tan
cautivadora, pelo largo rubio, bonita, encantadora, con esos hoyuelos en las
mejillas... Y Pepe notaba por momentos que se reblandecía, que estaba a punto
de perder el papel de hombre decidido, capaz de enfrentarse a las situaciones
más duras. Sentía que estaba en trance de claudicar, de renunciar a cantarle
las cuarenta a la moza por aquel desplante sin explicación alguna, después de
dos años de relación. Él no era un perro, que se pudiera abandonar en cualquier
esquina, era una persona con sentimientos y no se merecía ese trato; pero
notaba, según se iba acercando a la mesa, cómo se iba licuando por momentos,
ablandando como la carne en leche, perdiendo fuerza y gas…
—Hola Julia. ¿Qué tal estás?
—expresión suave, ojos tiernos, vocecita tenue—. ¿Tienes un momento?
Y ella, levantándose de mala
gana hacia donde estaba él:
—¿Por qué me persigues? Déjame
en paz.
Y Pepe:
—Me extrañó que no me dijeras
nada. Después de todo este tiempo compartido. Irte sin una explicación. Creo
que no me merezco ese trato.
Y ella:
—Ya somos mayorcitos como para
que nadie cuestione si puedo o no andar sola por la vida, sin pedir permiso a
nadie. Hace tiempo que no doy explicaciones por nada. ¿Lo entiendes?
Y él no lo entendía. O sí, pero
a medias. Ser libre no estaba reñido con tener en cuenta a los demás, sus
sentimientos y todo eso… Pero ella volvía a la carga:
—A ver si captas el mensaje. Lo
nuestro se acabó. No hay nada que explicar. Tan solo que me he dado cuenta de
que soy demasiada mujer para un tipo
como tú. ¿Lo entiendes?
Y, visto así, él claro que lo
entendía… Se sentía humillado y roto, pero lo entendía. Lo suyo, lo que
llegaron a compartir los dos, si es que alguna vez lo hubo, se había diluido
como un azucarillo en un vaso de agua hasta desaparecer.
—¿Pasa algo, Julia? —preguntó
alguien con tono desafiante desde el grupito de la mesa.
—No, nada. Pepe ya se iba.
Y Pepe, como un relámpago,
retomó el ímpetu perdido, recuperando en un santiamén el tono de hombre
enérgico y resuelto. Y, sintiendo la adrenalina circular por sus arterias, con toda la furia del mundo,
seguro y decidido, se dirigió a la mesa
y dijo al que intermedió por Julia:
—¿Y tú de qué vas, tío listo?
¿Quieres algo conmigo?
Y el otro se arrugó como un
papel y prefirió no responder a la provocación. Y enseguida llegó alguien del
local que invitó a Pepe a marcharse. Y mientras se iba de allí, todavía tuvo
cuajo para decir en voz alta:
—Por las buenas soy muy bueno;
pero por las malas, mejor no provocarme. Me voy. Vosotros podéis seguir con
vuestra fiesta de niños pijos. ¡Ah! Se me olvidaba: Julia ronca cuando duerme y
se tira pedos.
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