sábado, 28 de diciembre de 2019

La Sagrada Familia


Amenaza inminente de derrumbamiento en La Sagrada Familia. 

Según la opinión de técnicos solventes, el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, obra cumbre del arquitecto Gaudí, está afectado por aluminosis, una enfermedad propia de edificios que usan materiales poco recomendables es su contrucción. 

La aluminosis es una patología del hormigón, que se vuelve más poroso y menos resistente. Por desgracia es algo bastante frecuente en climas marítimos con ambientes salinos. A esto hay que añadir la responsabilidad de las empresas suministradoras de materiales de construcción, la mayoría ubicadas en Barcelona, que sitúan en primer lugar la obtención de beneficios por encima de la idoneidad de los materiales suministrados. 

Si antes las obras del AVE amenazaban seriamente con afectar la cimentación del templo barcelonés, ahora el peligro viene de su propia estructura. Según expertos consultados, el problema es muy grave e inmediato por causa de los deficientes materiales utilizados en la construcción de la famosa obra.

La Generalitat catalana ha convocado para el próximo lunes día 30 una reunión extraordinaria para debatir las medidas urgentes a tomar ante esta catástrofe sin precedentes en la historia del patrimonio artístico catalán.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Por el sumidero



No hace falta subir al Himalaya, ni atravesar los océanos, ni recorrer de cabo a rabo la muralla china, para comprender que en cualquier recodo cercano podemos dejarnos jirones de piel o del alma en el intento, por el mero hecho de existir.

La vida es peligrosa por ser vida. Desde el momento en que sales de casa  -incluso si no sales- estás en grave riesgo de ir perdiendo por el camino pedazos de ti. Es un viaje peligroso. De él nadie saldrá vivo.

Caminas despreocupado, sin darte cuenta de que en cada meandro, en cada recoveco, en cada ocasión que se presente, nos vamos dejando por el camino fragmentos de los que somos y de lo que fuimos, retales de vida, jirones de nuestra existencia… Tan frágil siempre.

Y esos pedazos perdidos jamás se recuperarán.
Y de esta forma, segundo tras segundo, día tras día, se irán por el sumidero del tiempo, como el agua desaparece por el desagüe, girando alocadamente como en un torbellino, recortes de nuestro yo, hasta acabar desapareciendo.



sábado, 14 de diciembre de 2019

El fantasma del Parador de Turismo



Todo castillo que se precie ha de tener un fantasma. Y aquel Parador de Turismo, que otrora fue castillo, no podía ser una excepción. En el caso que nos ocupa, el espectro era la doliente sombra de don Bermudo, un antiguo conde que fue mandado emparedar por don Guzmán de Uribe, marqués del Silo Seco, allá por el siglo XI.

Al parecer, el conde se beneficiaba a Veremunda, la señora del lugar, en ausencia de su marido, quien de vez en cuando se enfrascaba en batallas que le hacían estar lejos de su morada algunas temporadas, sobre todo cuando hacía buen tiempo y el exceso de testosterona propio de la edad le llevaba a buscar el natural desfogue fuera de casa mediante el uso de las armas, descuidando lo que dejaba en su hogar. El caso es que una buena mañana los tortolitos fueron pillados in fraganti dándose un homenaje en la torre del ídem. Y el noble fue condenado a morir de hambre y de sed, desnudo y con grilletes,  confinado en una lóbrega mazmorra excavada  en los sótanos, sin más compañía que los grandes bloques de piedra que hacían las veces de bocadillo. Y él era el fiambre en este emparedado macabro.

Y durante siglos, el fantasma del conde vagó errante por las galerías del lugar, un castillo medieval que, con el tiempo, fue reconvertido en Parador de Turismo, para admiración de lugareños y solaz de visitantes. Aunque era difícil dar con él porque, discreto y silencioso, solo salía por las noches cuando todos dormían. El motivo de sus paseos no era otro que redimir su condena y lograr el descanso eterno tras cumplir su misión: dar con un descendiente para relatarle los hechos tal como acaecieron, porque de sus efusivas muestras de amor hacia Veremunda nació un varón que, por razones de discreción y con el fin de no hacer un ridículo espantoso, el amo del castillo tuvo que reconocer como propio, máxime cuando no fue capaz de conseguir otra descendencia. Y la gente, que era muy dada a cortar trajes, comenzaba ya con habladurías sobre su presunta incapacidad.
            
Así que don Bermudo andaba de aquí para allá, errante y desazonado, buscando cada noche en el listado del registro de clientes el nombre de un posible descendiente.
Hasta que dio conmigo.
            
Sí, amigos. Yo soy Bernaldo de Uribe, último sucesor directo del marqués del Silo Seco. Precisamente me alojé unos días en el Parador porque sabía que aquellas piedras habían servido de morada a mis antepasados. Eso creía entonces, hasta que el fantasma me contó la historia. Y lo hizo en el salón de armas, una noche que no podía dormir y acudí allí en compañía de un libro:
            
—¡Bernaldo de Uribe! —me dijo con voz cavernosa aquella sombra que apareció de repente al fondo del salón, atravesando las paredes como si fueran de mantequilla, dándome un susto de muerte—. Y me imagino que de los Uribe del Silo Seco. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca —respondí asombrado por la repentina aparición de aquel anciano de barba blanca y vestimenta parecida a la de un monje de otros tiempos—. ¿Quién es usted?
—Antes de contarte quién soy, voy a relatarte una pequeña historia…
            
Y aquella aparición procedió, con pelos y señales, a ponerme al corriente de todo lo que aconteció en aquellos bárbaros tiempos. Y según narraba, yo iba abriendo la boca y los ojos cada vez más, atónito, estupefacto…. Al principio dudé de sus palabras, pero era tal la cantidad de información que me estaba suministrando que me convencí, muy a mi pesar, de que todo lo que decía era la pura verdad. Ese estrafalario vejestorio era realmente mi antepasado, el que engendró un hijo que pudo perpetuar la saga familiar  hasta llegar a mí y al que en definitiva le debía el hecho de estar vivo. 
            
Cuando me incorporé para abrazarle, se desvaneció en el aire como una bocanada de humo. Era la prueba definitiva de que estaba ante un fantasma. A partir de ahora ya podría descansar en paz. El fantasma, no yo. Yo no pude pegar ojo en toda la noche. Compréndanlo. En unos minutos había descubierto que mis antepasados fueron otros. Y lo que es más grave, me habían degradado de marqués a conde.

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Relato perteneciente a "Ida y vuelta", libro en pdf que te puedes descargar gratuitamente en el siguiente enlace:
https://drive.google.com/file/d/1qaq_V-Mh9yR5hql9k_9sIwHXYPxTgJ-R/view

viernes, 29 de noviembre de 2019

Tres chapuzas históricas

Francis Bacon

Sarajevo 

Siempre se señala a Gavrilo Princip como el artífice del atentado de Sarajevo, aquel que desencadenó la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, tras el magnicidio del heredero al trono austriaco, el archiduque Francisco Fernando, hubo un complot de varias personas. Uno de los participantes en el asesinato fue un tal Cabrinovic. En un principio intentó acabar con la vida del príncipe heredero al tirar una bomba al paso de su carruaje, pero falló en su tentativa porque la bomba rebotó en el antebrazo del archiduque hiriendo a otras personas. El terrorista, acto seguido se tomó una cápsula de cianuro y se arrojó al río con intención de ahogarse; pero las aguas tenían escasa profundidad por ser verano, tan solo unos diez centímetros, insuficientes para que se hundiera el cuerpo del asesino. Además, no le hizo efecto el veneno porque estaba caducado y los viandantes lo sacaron del río y la emprendieron a tortas con el joven. De no ser apresado enseguida por la policía habría muerto linchado. 

La venganza de un pollo 

Francis Bacon, científico, filósofo y político de finales del siglo XVI y principios del XVII, tuvo una muerte de lo más tonta. Viendo nevar una tarde se le ocurrió que la nieve podría ser un buen conservante como la sal y que el frío serviría para retardar la descomposición de los cadáveres. Así que salió a comprar un pollo, lo mató y lo enterró en el campo cubierto de nieve. Y allí se quedó un buen rato, a la intemperie, para ver lo que tardaba en congelarse el animal. El pollo no se congeló, pero él pilló un buen resfriado que se convirtió en pulmonía y que lo llevó a la muerte a la edad de 65 años. 

Duro de matar 

Rasputín, el “monje loco” que tanta influencia ejerciera sobre Alejandra y su marido el zar Nicolás II, fue víctima de un plan trazado para asesinarle, pero a los asesinos les costó lo suyo. Primero fue envenenado con suficiente cianuro como para matar a un elefante. Como apenas le hizo efecto el veneno, le pegaron un tiro. Como no se moría, le volvieron a disparar. Luego le dieron una tunda de palos y lo castraron. Finalmente lo arrojaron a las heladas aguas del río Neva. Según la autopsia, murió ahogado.


Este texto también ha sido publicado originalmente en La Charca Literaria (lacharcaliteraria.com)

lunes, 18 de noviembre de 2019

La huida



Nunca imaginó que tuviera que irse de allí, pero las cosas se habían puesto realmente mal y al final tuvo que tomar una determinación.
Se fue sin un adiós. No quiso despedirse de nadie. Le resultaba realmente doloroso tener que pasar por el mal trago de la despedida.
Se fue al anochecer, al amparo de las sombras. La noche era especialmente fría, solo que había luna y el cielo aparecía cuajado de estrellas —¡Nunca vio tantas en toda su vida!—. Ello le permitía orientarse en medio de la oscuridad.
Un silencio absoluto reinaba, solo roto de vez en cuando por el canto del cárabo que, una y otra vez, dejaba oír su monótona letanía, un canto lúgubre en medio de la inmensidad de aquella noche.
El aire estaba tan frío que cortaba la piel.
El hombre se puso a caminar. Decidió resueltamente tomar un camino, el que le conduciría a su destino.
Mirando hacia el horizonte de aquel campo tan llano que parecía un inmenso mar, divisó a lo lejos la mole enorme del obstáculo que le separaba del otro lado. A derecha e izquierda se alzaba un muro imponente de muchísimos kilómetros de largo. No se adivinaba el final ni por un lado ni por el otro. Habría que vadearlo; pero a saber dónde acabaría. Tomó pues la decisión de saltarlo. Era un muro de piedra y podría tener una altura de seis o siete metros. No era de altura excesiva.
Se dispuso a iniciar la escalada. Su futuro y tal vez la felicidad dependían de ello.
Al ser de piedra, la pared aquella ofrecía algunos pequeños entrantes o hendiduras que podrían servir para ir metiendo los dedos y la punta de las botas en el ascenso. Se puso a la tarea. Estaba más ágil de lo que pensaba y en pocos minutos logró coronar la cima. Al llegar, tomó un respiro y se sentó allí a horcajadas contemplando el paisaje que se abría al otro lado. Ante él aparecía, hasta donde la vista se perdía, un bosque frondoso. La bajada se anunciaba más sencilla. Solo tendría que repetir la operación de ir metiendo pies y manos en las hendiduras que encontrase e ir descolgándose poco a poco. Bajó. De nuevo emprendió la caminata, ahora a través de la espesura. Según andaba entre los árboles, recordaba imágenes de los días anteriores. Los preparativos para la marcha. Los problemas que le llevaron a tomar la decisión de irse. Los asuntos personales no andaban bien. Debía emprender una nueva vida lejos, sin condicionantes. Había estado viviendo una vida que no era la suya. Era la de otros. Ocupaciones alienantes para sacar adelante a los demás. No se arrepentía de ello. Era lo que tenía que hacer entonces; pero ahora el momento era otro. El tiempo se iba y había que aprovecharlo.
Tenía por delante un largo camino, muchas horas de marcha a través del bosque. Y cuando el bosque se acabó, apareció de nuevo el campo. Los árboles empezaron a escasear y en su lugar fueron apareciendo arbustos y matorrales.
Amaneció. Caminó y caminó incansablemente, hasta que no pudo más y se detuvo a descansar sentado en una piedra enorme bañada por los rayos del sol de la mañana. Agotado, logró vislumbrar a través de los matorrales que tenía delante un camino. Cuando se repuso un poco, se levantó de allí y lo tomó. Tenía el cuerpo molido. Le dolían las piernas; pero había que seguir. “El mundo es para los que no se rinden”, recordaba entonces las palabras de su abuelo.
Siguió aquel camino. Se extrañó de que en ningún momento se cruzara con nadie. Ninguna persona, ningún animal en todo el recorrido, como si el mundo se dispusiera antes sus ojos para él solo, como si lo estrenara él a cada paso.
Así pasó el día: caminando y descansando a ratos.
Y al final, cuando la tarde declinaba y el sol volvía a ocultarse en el horizonte, cuando ya no podía más y sus piernas pesaban cada una como una losa de cemento, cuando ya estaba a punto de desfallecer y se preguntaba qué demonios hacía allí, andando sin norte, sin saber dónde ir, en medio del silencio de una nueva noche, roto tan solo por el canto del cárabo que, una y otra vez, dejaba oír su monótona letanía, divisó a lo lejos la mole enorme del obstáculo que le separaba del otro lado. A derecha e izquierda se alzaba un muro imponente de muchísimos kilómetros de largo. No se adivinaba el final ni por un lado ni por el otro. Habría que vadearlo; pero a saber dónde acabaría.
Y tomó la decisión de saltarlo.



Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia

lunes, 11 de noviembre de 2019

Recuerdos




Me acuerdo de aquel colegio y de los severos castigos que nos suministraban algunos profesores por enredar o por no sabernos la lección. Recuerdo que nos hablaban de las terribles penas del infierno que nos esperaban si nos tocábamos. Los curas nos decían que además podríamos dañarnos la vista y hasta quedarnos ciegos. A mí siempre me llamó la atención que casi todos ellos llevasen gafas. También recuerdo que fui creciendo y que dejé de creer en muchas cosas y, sobre todo, en ciertas personas. 

Los chicos de entonces no teníamos consola, solo el parchís y el juego de la oca. La tele era en blanco y negro y llegó a tener dos canales, el normal y el UHF. Había pocos programas exclusivamente para niños. No nos perdíamos los dibujos animados, ni Bonanza, ni Los Intocables. Nos cagábamos de miedo viendo Rumbo a lo desconocido, con unos marcianos muy graciosos y gente que hablaba un español importado de México o Puerto Rico, como Perry Mason, el famoso abogado criminalista.

Recuerdo que merendábamos pan con chocolate. Había una marca horrible que se llamaba Vitacal, un sucedáneo áspero y de aspecto terroso. Los chicos decíamos: "chaval, toma Vitacal, que el culo te huele mal." Si teníamos alguna peseta disponible comprábamos regaliz o pipas o pastillas de leche de burra. Esas eran las chuches de entonces. Jugábamos mucho en la calle hasta que nos llamaban nuestros padres. 

En casa no teníamos un cuarto para cada uno, ni ordenador, ni móvil, pero las noticias volaban y nos llegaban rápidamente, como aquel día en que asesinaron a Sharon Tate los del clan Manson. También supimos cuando Massiel ganó el festival de Eurovisión, mientras en el mundo estaban pasando cosas muy gordas, en Vietnam, en París, en los EEUU… Bueno, de eso no estábamos al tanto, pero no era culpa nuestra. 

Recuerdo que carecíamos de muchas cosas de las que hoy disfrutan los niños, pero siempre estaban a mano algunos libros maravillosos: las novelas de aventuras de Salgari o de Julio Verne, las peripecias de Guillermo Brown, los tebeos de El Guerrero del antifaz o de El Jabato. Y sobre todo, teníamos mucho tiempo para disfrutar la calle y los amigos, esas tardes interminables en las que jugábamos al escondite, a las canicas o a la peonza… Podíamos compartir actividad con las niñas en plan más tranquilo y “civilizado”. Entonces solíamos acabar jugando al "balón prisionero" o al "rescate". O bien, sólo con chicos en plan bruto. En ese caso acudíamos a los platos fuertes y jugábamos al fútbol. Bueno, yo era poco “futbolero” y prefería subirme a los árboles como Tarzán o como la mona Chita. 

Recuerdo haber ido alguna vez al cine a ver películas como Quo Vadis, Ben Hur, Los Diez Mandamientos o Los cañones de Navarone. Recuerdo también los primeros cigarrillos a escondidas, comprados por unidades sueltas a la pipera del barrio. Y el olor a tabaco disimulado con el caramelo de menta que tomaba después para que en casa no notaran nada. 

Me acuerdo de la cocina de carbón y de mi madre trajinando entre cacharros, con la radio puesta, oyendo tal vez la radionovela o el consultorio de Elena Francis. 

Recuerdo alguna vez que fui un niño.

jueves, 31 de octubre de 2019

Los chicos del "Jalogüin"



La bruja con su escoba, el muerto viviente renqueante, la niña del exorcista, el vampiro sediento de sangre y el hombre sin cabeza están alborozados. Llegan en comitiva, entre gritos y risas, a la entrada de la casa que está al fondo de la calle, esa de verja de hierro desvencijada que da a un jardín lleno de hierbajos y setos sin recortar. La noche empieza bien, salvo una rociada de huevos que han tenido que tirar contra la vivienda del tacaño que no les ha querido dar nada, poniendo sus muros y ventanas perdidos de regueros amarillentos, el resto va saliendo aceptablemente. Llevan sus bolsillos llenos de monedas y de caramelos. La mayoría de la gente ha preferido trato mejor que truco. 

La verja permite el paso de los niños de uno en uno, pues, aunque tiene una cadena con candado, está desprendida del gozne superior, posiblemente podrido por el óxido, y ofrece la apertura de un ángulo que es aprovechado por cualquiera que quiera entrar dentro. Y no se lo piensan dos veces. Están exultantes. Tras dejar detrás de sí unos veinte metros de jardín sombrío y silvestre, llegan a unas escalinatas que conducen a la entrada principal. La escasa luz de una luna en cuarto menguante semitapada por un nubarrón apenas es suficiente para iluminar los cuatro peldaños que, carcomidos por el tiempo y la desidia, conducen directamente a la puerta que se alza ante ellos. No hay timbre. La niña del exorcista descubre una aldaba y, decidida, la alza y la descarga con fuerza tres veces sobre la pieza ovalada de hierro que recibe el impacto. Los golpes resuenan siniestramente en el interior y, tras una pausa que a los niños se les antoja un siglo, el ruido de unos pasos avisa de que alguien se aproxima hacia la entrada. Desde dentro se descorre un cerrojo y la puerta se abre no sin emitir un leve chirrido. 

 —¡Tanta prisa, tanta prisa! ¿Qué queréis a estas horas? 

 Los ojos de los niños están a punto de salirse de sus órbitas cuando ven el aspecto de su interlocutor: un hombretón malencarado, tuerto de un ojo y con los dientes podridos, que les sale al encuentro, con una voz desabrida y de pocos amigos. Ellos reculan boquiabiertos y, cuando recobran el aliento, se dan la vuelta y echan a correr como conejos. El vampiro va en cabeza. El muerto viviente ya no cojea y se mueve con suma agilidad. El hombre sin cabeza la recupera milagrosamente y adelanta en su carrera a la niña del exorcista y a la bruja que, curiosamente, acaba de abandonar la escoba en su huida. A los chicos de Halloween no les dio tiempo a ofertar trato y optaron por el truco de salir por pies.



Texto publicado originariamente en http://lacharcaliteraria.com/

jueves, 17 de octubre de 2019

En camino


Me andaban buscando. Sabía que tarde o temprano darían conmigo. Y eso sería el final.
Por esa razón, aquella mañana lluviosa de febrero, decidí poner tierra de por medio y largarme de la ciudad. Cogí el primer tren que salía para el sur. Por equipaje solo llevaba un libro y una pequeña maleta con apenas un par de cosas.
Subí al tren. Tomé asiento junto a la ventanilla. Al principio no había más pasajeros en mi departamento. Cuando inició con lentitud la marcha, un hombre de traje gris y sombrero llegó corriendo por el andén y logró subirse en el último momento. Se sentó enfrente de mí. Se me quedó mirando fijamente. Aquello me incomodó mucho. Luego, sin apartar su mirada, me dijo muy serio:
—Andaba buscando a un tipo para matarle, pero al final he preferido abandonar la misión y coger el primer tren que partiera para el sur. Estoy harto de esta vida. ¿Y usted?
—Yo también. Esperaba el encuentro. Sabía que llegaría este momento.
El tren enfiló velozmente la entrada en un túnel. El traqueteo resonaba dentro del vagón con un ritmo frenético y machacón.
Luego descarriló. No sobrevivimos ninguno de los dos.


Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia
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miércoles, 9 de octubre de 2019

Reflexión machadiana


Montmartre
Imagen libre de pixabay




Mi infancia son recuerdos de una caja de cartón con gusanos de seda y otra repleta de tebeos de El Capitán Trueno. Todo un tesoro. 

Guardo también imágenes de un tren de humo y carbonilla cubriendo con su monótono traqueteo la distancia entre el valle del Guadalquivir y Madrid, a través de Sierra Morena y de los campos interminables de La Mancha, donde había gigantes —que no molinos— custodiando aquellos océanos de cereales. 

 Los chicos de mi generación parábamos poco en casa. En la calle éramos felices. Había setos y árboles. No faltaban los pinos, tampoco las moreras. Comprábamos pipas y algarrobas en el puesto de la pipera. Jugábamos hasta que se ponía el sol. 

Pasó la infancia y mi rostro se pobló de granos. El paisaje se tornó abrupto, lleno de guijarros y desfiladeros, peñas inalcanzables, abismos y sumideros... los turbulentos años de mi primera adolescencia. 

Fui creciendo y el paisaje de mi ciudad se transformó, mágicamente, en el París bohemio del Sena y de Montmartre, todo lleno de tenderetes de libros, dibujos al carboncillo del Sacré Coeur y de Notre Dame, discos de Édith Piaff y Jacques Brel, humo de cigarrillos y melenas al viento de meteque, como el de la vieja canción de Moustaki... Éramos jóvenes, teníamos la cabeza llena de pájaros en libertad, hacíamos el amor —o lo intentábamos— y conspirábamos en las mesas de los viejos cafés.

Más tarde regresaron de nuevo los campos tranquilos de la meseta castellana. Con la madurez, la vida se volvió más llana y serena, sin terremotos ni sobresaltos, y permitía ver el horizonte; pero aunque siempre corría detrás de él, que diría Galeano, nunca logré alcanzarlo del todo. Los viejos sueños quedaron en el saco del recuerdo. Y en las tardes de otoño contemplaba melancólico el declive de un sol crepuscular que, entre nubes, se deshacía en hilachas de color cárdeno. 

Y, ahora ya, tras las últimas lomas, asomándome finalmente al acantilado, veo el mar. Y a lo lejos, una embarcación. Para un crío de diez o doce años, como el que fui en su día, sería sin duda la nave de El capitán Garfio capitaneada felizmente por Peter Pan, que viene a por mí para llevarme a la tierra de Nunca Jamás; para el joven bohemio que también fui, se trataría del bateau mouche que me invita a un paseo nostálgico por el Sena; pero como ya voy teniendo una edad, debe tratarse de Caronte buscándome. Y yo, que gasté las monedas para el viaje, ¿cómo pago ahora al barquero?

martes, 1 de octubre de 2019

Abducido

Imagen libre de derechos de Pixabay


Evaristo Valcárcel caminaba sin rumbo fijo aquella noche por las afueras de la ciudad. Iba distraído, pensando en sus cosas, con las manos en los bolsillos. En la derecha llevaba una navaja cerrada. Tras descartar atracar a una pareja que estaba haciéndose arrumacos en un banco del parque, dado que el novio aparentaba ser mucho más fuerte que él, y no quería que le volvieran a partir la cara, dudaba entre asaltar algún chalet desprotegido o irse a casa a ver la tele y beberse un cartón de vino.
En esas cavilaciones andaba cuando, de pronto, una luz cenital intensísima le vino desde lo alto. Era como si un foco le inundara de luz blanca y él, un actor improvisado que hubiera olvidado su papel en un teatro vacío de público. Evaristo, confuso como estaba, se quedó paralizado.

—¡Ostras, Pedrín! —exclamó —. Vaya nivel de voltios que se gastan algunos.

Descartando enseguida, por su posición, que se tratara de las luces de un coche patrulla, se quedó boquiabierto cuando vio que, encima de su cabeza, como a diez o doce metros, había un artefacto ovalado de cuyo centro inferior emanaba la potente luz.
—¡Cómo mola! Cuando lo cuente a los colegas van a flipar en colores.

De pronto, notó que tiraban de él hacia arriba. Una fuerza extraña, a modo de imán, lo absorbía y le hizo despegar, como si un ascensor invisible le transportara hacia lo alto. La panza del cacharro aquel se abrió para acoger a Evaristo que, como el lector puede imaginar, acababa de ser abducido.

Nada más subir, le llamó la atención una enorme sala circular llena de aparatos extraños y cables. En ella, un diminuto ser, una especie de hombrecillo de color azulado, de cabeza gorda, un solo ojo y una nariz a modo de trompetilla, parecía darle la bienvenida en un castellano metálico y renqueante, sin alma, como si lo hablara un robot. Estaba claro que aquel individuo había activado el traductor simultáneo:

—Bienvenido, amigo. Considérese en su casa.
—¡Vaya chabolo más guapo, tronco! Pagaréis una pasta de alquiler.
—No entiendo. La palabra chabolo no figura en nuestros registros. Tampoco soy un tronco. Eso es madera de árbol. Abeto, nogal, pino, abedul, alcornoque... Pasta tampoco: macarrones, fideos, espaguetis... No entiendo.
—No importa. Son cosas mías. ¿Aquí qué se bebe?
—Tenemos bebida energética —, le mostró un vaso con un líquido anaranjado.
—¡Coño! Una fanta.
—No sé que es fanta. Fantasia, fantasma, fantasear...
—¿No tenéis vino? Lo digo por mezclarlo con la fanta —interrumpió él.
—El alcohol no existe entre nosotros. Lo siento.

Evaristo echó un trago de la bebida que le ofrecieron mientras miraba al hombrecillo azul entre asombrado y divertido. Aunque el brebaje aquel no tenía contenido alcohólico le resultaba grato y relajante y le impelía a decir sandeces.

—¿La trompetilla que tienes bajo el ojo es de las que suenan? A ver, déjame tocar...
—Hable usted con un poco más de respeto cuando se refiera a mis órganos sexuales. No es una trompetilla. Como dirían ustedes, se trata de mi pene.
—¡Qué tío más cachondo! ¿Y los huevos dónde los tienes? ¿En el sobaco? Jejejeje. Yo es que me meo.
—Bueno, terrícola, vamos al grano, que dicen ustedes. Le hemos hecho subir a nuestra nave para hacer un estudio completo de sus constantes vitales, tomar mediciones, comprobar sus niveles para ver funcionamiento y detectar posibles problemas.
—¿Me vais a pasar la ITV?
—Está de suerte. Le haremos, como dicen ustedes, un chequeo gratuito sin tener que ir al hospital y aguantar listas de espera. Todo rápido, de forma indolora, nada invasiva, gracias a nuestra avanzada tecnología. Usted se beneficiará de ello. Y nosotros también, porque somos científicos que estamos estudiando la fauna del sistema solar. Y usted parece un buen ejemplar de mamífero bípedo. Luego, cuando hayamos terminado, le devolveremos al lugar donde le recogimos. ¡Y ya está!

A todo esto, Evaristo no se había percatado de que, mientras hablaba con el extraterrestre, la trampilla inferior se había cerrado y el artefacto volador aquel había partido del lugar a toda velocidad hasta desaparecer en la noche. Tampoco se había dado cuenta de que la bebida energética que le habían proporcionado llevaba disuelto un narcótico que le dejó inconsciente en unos minutos.
Cuando despertó, estaba reclinado en una especie de butacón. Delante de él, borroso todavía, estaba el hombrecillo del principio.
—¿Qué tal se encuentra? Le hemos hecho una exploración completa. Muy interesante todo. Nos han sorprendidos algunos hallazgos: los seis metros de intestino delgado, la doble circulación sanguínea, el tamaño reducido del cerebro, etc. Ya hemos registrado sus parámetros y solucionado algunas cosillas de poca importancia. Le hemos extirpado un testículo porque tenía un tumor que podría dar problemas en un futuro inmediato. También le hemos puesto un par de implantes dentales. Muy curioso su organismo. Con la sedación, su cipote se encoge y el glande se retrae como cabeza de tortuga ante el peligro. El hígado lo tiene un poco inflamado debido al alcohol. Debe dejarlo o tomarlo con moderación. Le hemos operado de cataratas y le hemos puesto un par de vértebras de titanio. También le hemos tirado a la basura la navaja y los calzoncillos con manchas marrones. Todo rápido y gratis ¿Qué le parece?
—¿Que me habéis hecho qué? La madre que os parió. Como me levante, no vais a tener espacio para correr. Seréis capullos. ¿Quiénes sois vosotros para andar enredando en mi cuerpo?
—Como dicen ustedes, de desagradecidos está el mundo lleno. No se preocupe que ya le llevamos de vuelta. Estamos llegando.
—¿Y qué hago yo ahora sin mi navaja y sin mis calzoncillos? Dejarme sin ellos es como quitarme media identidad.
—Los calzoncillos estaba cagados y la navaja mejor que no la vuelva a utilizar si no quiere complicarse más la vida. ¡Bueno, ya llegamos! Prepárese para bajar. Sitúese, por favor, en ese círculo luminoso.
—Por mí que os zurzan. Hasta nunca. Chao.
—Adiós. Que le parta un rayo, que dirían ustedes los terrícolas.

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Texto publicado en lacharcaliteraria.com

lunes, 30 de septiembre de 2019

Gigantes


Fuente: Bankia Gestor Multicanal

Los seres enormes, los gigantes -monstruosos o no- dotados de fuerza prodigiosa, siempre nos han acompañado: en la infancia, en la juventud y en la madurez. Entes de ficción, consecuencia de muchas lecturas y películas, producto también de nuestras fobias, de nuestros miedos y de nuestras peores pesadillas.

¿Quién no se acuerda del ogro de los cuentos infantiles, de los Titanes, de los Lestrigones, del cíclope Polifemo, personajes literarios, presentes en aquellas películas de finales de los 50 y de los 60, aquellos peplum donde mezclaban historia antigua con mitología? No olvidemos tampoco a Gog y Magog, de los textos hebreos; a Gilgamesh y Enkidu de la mitología sumeria; a Putana, la demonia gigante de la India; a los Patagones.

¿Quién no recuerda los gigantes, que no molinos, a los que se enfrentaba nuestro ingenioso hidalgo de la mano de Cervantes? ¿Quién no se estremeció, aunque solo fuera un poco, con seres de pesadilla como el Kraken, King Kong o Godzilla o con las máquinas infernales, también gigantes articulados, de La Guerra de los Mundos? Terroríficos también, el monstruo Rangor de La Guerra de las Galaxias, el escurridizo Alien de la famosa saga, el tiburón enorme de otra saga no menos popular, los dinosaurios de Parque Jurásico, los cangrejos tremendos de La isla misteriosa, el pulpo gigante de Veinte mil leguas de viaje submarino, tan presentes siempre en nuestras películas juveniles, en nuestras novelas de aventuras y en nuestros cómics de ciencia ficción.

Gustavo Doré

Seres devastadores, insaciables, devoradores de carne humana; criaturas de pesadilla, anunciadoras del apocalipsis, egoístas y primitivas, que se llevan por delante todo lo que se les cruza en su camino.

Y nunca falta un héroe de tamaño corriente, muy valiente y astuto, que sabe enfrentarse a estos descomunales destructores. Siempre hay un Ulises que deje tuerto (y ciego) a Polifemo, un David que mate de una pedrada con su honda a Goliath, un caballero valiente que se enfrente al dragón o al ogro,  un capitán Ahab que acabe con Moby Dick (y de paso -por efecto colateral- con él mismo en su locura destructora), un don Quijote que arremeta contra los molinos (perdón, quise decir gigantes) en fiera y descomunal batalla, no sin antes encomendarse de todo corazón a su señora la sin par doña Dulcinea del Toboso.

Los "gigantes" que hoy nos quitan el sueño amenazan con destruirlo todo. No sé si habrá algún héroe que sea capaz de enfrentarse a ellos y salir victorioso de la empresa. O tendremos que resignarnos, sin más, a ser devorados.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Psicomotricidad fina: tobas y sardinetas


Imagen tomada de aquí

Los chicos de los sesenta éramos expertos en estas técnicas, ideales para hacer amigos.

La asignatura de psicomotricidad de aquellos tiempos se aprendía en la calle, pero también en el colegio, aunque de forma transversal y sin que constara en el boletín de notas: los profesores eran expertos en darnos capones y collejas, independientemente de la asignatura. Y practicaban con nosotros esas habilidades manuales tan varoniles. Las chicas solían sufrir en sus carnes otras menos toscas y más femeninas, sobre todo suministradas en los colegios de monjas: los pellizcos. El “pellizco de monja” era una especialidad sumamente sádica que consistía en un castigo de dos tiempos:
Tiempo uno: pellizco.
Tiempo dos: sin soltar la presa, la persona encargada de darte tortura, movía los dedos-pinza que apresaban tu carne, rotándolos como mínimo noventa grados en el sentido de las agujas del reloj. En ese momento, la víctima emitía un quejido de dolor. Castigo cumplido.
Los chavales sufríamos en clase collejas, capones, estiramientos de orejas y de mofletes, bofetadas y palmetazos en las manos, en los nudillos o en los dedos apiñados hacia arriba como hacen los italianos cuando dicen eso de “porca miseria”, pero sin moverlos, porque si no el castigo se incrementaba, generalmente en progresión geométrica.
Y en la calle practicábamos con los conocidos esas habilidades, aunque las preferidas por nosotros eran dos: las tobas y las sardinetas.
Tobas:
Se pilla el dedo corazón o el índice con el pulgar, como diciendo “okey”. El dedo pillado hace la intención de salir disparado, pero el dedo “gordo” se lo impide. De golpe, se libera el dedo retenido, que sale como una centella hacia su objetivo. La toba era válida para el juego de las canicas, para el de las chapas y, cómo no, para sacudirle en la oreja a nuestro rival, oponente o víctima propiciatoria. En días fríos de invierno, con las orejas coloradas por causa de las bajas temperaturas, sentir el aguijón de la toba impactando en los desprevenidos soplillos era una de las experiencias más desagradables que se pueden sufrir en esta vida, casi tanto como ser obligado a comerte a esa edad un plato de acelgas hervidas.
Para sacudir en el trasero, optábamos mejor por la sardineta.
Sardineta:
Júntense los dedos pulgar y corazón como en pinza. El dedo índice queda libre y, al agitar la mano como si quisiéramos bajar el mercurio de un termómetro, notamos como el índice choca contra los dedos en pinza… Estamos ensayando el golpe. Si no suena “clap clap”… la sardineta no está preparada. Hay que practicar un poco. Ahora sí. Cuestión de acercarse por detrás hacia el trasero de alguna víctima y ensayar. El truco consiste en golpear de refilón con el índice a modo de látigo, apenas rozando el culo desprevenido de nuestra víctima. Si grita, es que la sardineta ha cumplido su objetivo. Si la víctima es más fuerte que tú, se aconseja salir por patas.
Y a estos menesteres nos dedicábamos algunos: Sebas el Garrapata, Aniceto Caralija, el Carapastel, el Mosca, el Flauta, el Tirillas, y tantos otros, mientras esperábamos, anhelantes, la llegada de la democracia.


Texto publicado en La Charca Literaria


lunes, 2 de septiembre de 2019

Suicidios y chapuzas



Zoila Zabaleta Zunzunegui decidió quitarse la vida el día en que un muchacho bromista, dispuesto a pasar el rato gastando bromas telefónicas, al modo antiguo, la llamó diciéndole que cómo no le daba vergüenza estar la última en la guía telefónica. No lo pudo soportar. Cayó en una grave depresión y estuvo a punto de cometer una locura: darse de baja de Movistar o de Facebook. Luego, lo pensó mejor e intentó matarse; pero no lo logró: la pistola que le vendieron por internet era de fogueo. 

Aniceto Sepúlveda se tiró por la ventana desde el piso undécimo de aquel bloque de viviendas -con tan buena suerte que fue a caer sobre el toldo de la charcutería y se salvó-, cuando se enteró de que su padre le puso ese horrible nombre, como una maniobra de distracción, para que nadie se fijara en el suyo propio: Desiderio.  

Edelmiro Queme Piro, periodista de la cadena ESTAR, se ahorcó con un cordón de bota de hacer senderismo (la del pie derecho, concretamente), colgándose de la viga de madera del techo de un albergue rural en las afueras de Bruselas, tras nueve semanas ininterrumpidas de aguantar estoicamente a diario las declaraciones de Puigdemont, cuando este señor estuvo allí pasando una temporada antes de que partiera a Waterloo. En un papel firmado a los pies del ahorcado se podía leer: me voy porque no aguanto al tipo del flequillo con gafas. Me tiene aburrido. Todos los días tiene que ser él el centro de las noticias. 

Froilán, un joven consentido y prepotente de familia con posibles, se suicidó el día en que se enteró de que, aparte de ser el rey de su casa, no podía serlo del resto del país, dado que, entre otras cosas, por motivos que ahora no vienen a cuento, se había proclamado la república.

viernes, 5 de julio de 2019

Verano 2019


Este blog se toma un tiempo de descanso. 
Volveremos con las pilas cargadas. 
Feliz verano a todos.

miércoles, 26 de junio de 2019

El viaje más corto

Imagen de uso libre (pixabay)

La casa de mis tías era vieja y destartalada, inhóspita en invierno e inclemente en verano, de puertas de madera medio podrida, con ventanas mal ajustadas que dejaban oír el gemido del viento cuando se colaba por sus rendijas.
Era vieja, como ellas. Sombría y triste, como sus propietarias.
Y yo odiaba vivir allí. O tal me odiaba a mí mismo y a todo lo que me rodeaba.
Por eso, en cuanto pude, decidí coger mis cuatro pertenencias y marchar lejos, muy lejos.
Atrás quedaron los tiempos de la infancia. Borrosos ya a fuerza de los años transcurridos. Mis tías, dos solteronas de vocación, me recogieron cuando murió mi madre. Mi padre había muerto nada más estallar la guerra. Ahora quedaba huérfano y desamparado, a no ser por aquellas dos frías mujeres, hermanas mellizas de mi difunto padre, que me acogieron porque no les quedaba otra, eran gente cristiana. Y yo no tenía a nadie más en este mundo.
Mi infancia, lo que me quedaba de ella, fue tranquila pero llena de carencias.
No hubo calor en aquella casa. Mis tías no podían dar lo que no tenían.
No hubo alegría en aquel hogar. Difícilmente pueden proporcionarla quienes carecen de ella.
El trato fue correcto. Pude estudiar. Tener una habitación para mí y mis cosas, mis libros, mi raqueta, mi pelota de tenis…
No me faltó la comida, ni la ropa que iba necesitando según crecía.
Siempre tuve una muda limpia que ponerme.
Unas monedas en el bolsillo para gastar.
Pude jugar con los otros niños de la calle.
Pero me faltaba algo. Estaba como incompleto. Y en aquellos tiempos, los demás eran los culpables de lo que a mí me pasaba. O de lo que no me pasaba.
Y fui creciendo. Me hice mayor. Me eché novia. Encontré trabajo.
Un día me fui de aquella casa. Empecé una nueva vida lejos.
Mi trabajo no me gustaba, simplemente me dedicaba a él, pero sin entusiasmo. Había que trabajar y punto.
Mi novia se convirtió en mi mujer. No sé si llegué a quererla. Ella me preguntaba si la quería. No sabía qué contestar. Simplemente hice lo que hace todo el mundo a mi edad: emprender una vida lejos de casa. Eso era todo.
Creo que no era feliz con nada.
Luego dejé mi trabajo. O me echaron.
Perdí mi mujer, o me dejó porque no tenía futuro ni ilusión a mi lado.
Y di vueltas por medio mundo. Buscando qué sé yo. Tal vez me buscaba a mí mismo sin encontrarme.
Y entonces regresé.
Porque la casa de mis tías era vieja y destartalada, inhóspita en invierno e inclemente en verano, de puertas de madera medio podrida, con ventanas mal ajustadas que dejaban oír el gemido del viento cuando se colaba por sus rendijas; pero fue el único hogar que tuve.


Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia


miércoles, 19 de junio de 2019

El tren



Hay vidas tan vacías como algunas estaciones de madrugada, vidas tan grises como las frías mañanas de invierno. Vidas anodinas, prescindibles, banales, insulsas, de gentes que pasan por el mundo desapercibidas, sin un destello. Vidas sombrías.
La de aquel viajero era así. Una vida inútil, sin sentido.
Era muy temprano cuando apareció aquella mañana arrastrando su maleta por el andén vacío. Una niebla gris y densa envolvía los objetos y lograba desdibujarlos, hasta tal punto de que no era fácil distinguir sus contornos.
La estación aparecía desierta y silenciosa, como algunos pasillos de hospital durante la noche.
Una mano en el bolsillo, la otra tirando de la maleta, recorriendo una y otra vez el andén, haciendo tiempo, mientras esperaba la llegada del tren, el primero del día. Como única compañía, la luz mortecina de las farolas, arrojando sobre el pavimento una luz amarillenta. El viajero arrastraba su maleta y su vida. Pensaba en su soledad, en su existencia sin brújula, vacía de contenido.
Como en las viejas películas en blanco y negro, llegaba el tren, bufando y resoplando, envuelto en vapor, haciendo chirriar las ruedas metálicas sobre los rieles. El viajero subió, colocó su maleta en el altillo y tomó asiento.
Le gustaba desde siempre situarse en sentido contrario, de espaldas a la marcha del tren. De esta manera veía los objetos alejarse, recreando la vista en lo que dejaba atrás, mientras se iban empequeñeciendo y finalmente desapareciendo.
Desde la ventanilla, mientras despuntaba tímidamente el día, medio adormilado, dejaba vagar los ojos por el paisaje ceniciento y tristón. Casi prefería no pensar en nada. Dejarse llevar por los árboles, las vallas y los edificios que circulaban ante sus ojos y se perdían a lo lejos.
Recuerdos, pocos. Un par de pensamientos con los que entretener el tiempo del viaje. No llevaba a mano ninguna lectura. No le apetecía.
No huía de nada. No huye quien abandona un destino por otro que no conoce. De hecho sacó un billete para el primer tren que pasara aquella mañana.
No tenía ninguna preferencia. Tampoco nadie que le esperara, al igual que nadie fue a despedirle a la estación.
Partió solo y solo llegará a quién sabe dónde.
Le daba igual su destino. Tal vez confiaba en el azar más que en sí mismo.
De hecho siempre decía que la casualidad está detrás de casi todo lo importante que te puede ocurrir en la vida. Nacemos por casualidad. Por casualidad vivimos en este o en aquel lugar. Conocemos a las personas casualmente. En ninguna parte está escrito cuándo, dónde y cómo vas a conocer a la persona que te dará trabajo, que vivirá contigo o que te complicará la existencia para siempre.
Por eso, a partir de ahora, el destino marcaría su existencia.
Echó los dados aquella mañana y el azar decidió por él.

Estaba en sus manos.

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"El tren" es un capítulo del libro "Ida y vuelta" que te puedes descargar en este enlace:
https://drive.google.com/file/d/1qaq_V-Mh9yR5hql9k_9sIwHXYPxTgJ-R/view
Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia

miércoles, 12 de junio de 2019

Los fondos abisales de la noche




Lo normal al acostarte es un sueño tranquilo o, en el peor de los casos, la pesadilla de libro, el asunto descabellado, la rareza onírica sin pies ni cabeza, la tontería absurda, fruto casi siempre de una mala digestión, donde los jugos gástricos dominan la escena e imponen su ley mientras duermes. El abuso de queso curado o de caracoles picantes en la cena, regada con un buen vino de la tierra, tinto en este caso, pueden tener la culpa. También un día agitado, el exceso de estrés… Sobre esto hay muchas opiniones.
Lo malo es cuando en el sueño no hay nada, solo la oscuridad como protagonista. Una especie de sueño para invidentes.
Eso le pasó a Serafín, el pescadero.
Todo el día limpiando boquerones, eviscerando salmonetes, quitando escamas, cortando pescadillas en rodajas…
Y esa noche, la oscuridad tan solo.
Cerrar los ojos y hundirse en un sopor profundo. Y enseguida, la sensación de flotar en una masa fría y pesada. Sentirse una especie de ameba ingrávida en medio de la nada: una oscuridad silenciosa, sin esquinas, sin límites. Una oscuridad densa. Un vacío perfecto. Como si el tiempo se hubiera detenido y la vida se quedara congelada en un instante preciso de duración indeterminada e imposible de medir. Y en esa aparente quietud, flotar o casi levitar.
Y es que Serafín, sin saberlo, se había convertido durante la noche no en un escarabajo, como el personaje de Kafka; no en un ajolote, como en el cuento de Cortázar; sino en un horrendo animal de la fauna marina, en un extraño pez de los fondos abisales.
Feo con ganas.
Eso es una pesadilla; y lo demás, tonterías.


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Trabajo publicado originariamente en La Charca Literaria

miércoles, 29 de mayo de 2019

Homeopatía literaria




De todos es conocido que la homeopatía se basa -supuestamente, claro- en administrar a un enfermo una dosis pequeña de una sustancia que en cantidades normales produciría el mal que se quiere combatir.
Una dosis elevada de mala literatura produciría en la persona embrutecimiento, desinformación, enajenación (véase el caso de Alonso Quijano); pero si administramos una cantidad pequeña podríamos curarla de su ignorancia, de su zafiedad, de su incultura, etc.
Supongamos que se somete usted a un tratamiento de homeopatía literaria.
El tratamiento a seguir sería el siguiente.
Primero va usted a leer Mis estudios solo me daban para limpiar escaleras. Por eso preferí salir en la tele y vivir del cuento. Solo cuatro páginas de las memorias de la petarda o del petardo de turno. Le vendrá muy bien, además, para hacer amigos y mejorar su autoestima.
La semana que viene leerá esto otro: el prólogo -nada más que el prólogo- de un libro de autoayuda que se titula Imprescindible para triunfar en los negocios y que la gente le admire.
A la otra semana, del ex presidente jubilado que vive de sus conferencias, libros y negocios familiares, disfrutará la página 124 de sus Memorias I, aunque no las haya escrito él.
A continuación, cuatro días después, toca el best seller de moda. Leerá tan solo de la página 16 a la 18. Hay mucho donde elegir: E. L. James, Danielle Steel, Nicholas Sparks o Paulo Coelho, por ejemplo.
Llegados a este punto, siempre que haya sobrevivido a las lecturas, tendrá buena capacidad para enfrentarte al siguiente reto: adquirir sensibilidad poética.
Cada día degustará una poesía distinta de las que vienen en los libros de las fiestas de los pueblos, hechas por septuagenarios sin estudios. Dignas de leer. ¡Pero solo una al día, más puede ser perjudicial!
La mala ortografía la curaremos con algunos recortes de prensa, cuando algunos expertos en redacción hablan de “detrás tuyo”, “absorver” o “preveer”.
Luego ya solo hay que esperar a que la terapia haga efecto.
Si ello es posible.


Texto publicado en La Charca Literaria