lunes, 21 de diciembre de 2020

Una historia navideña (Christmas story)


Eleazar Scorza era un tipo solitario, huraño y poco amigo de hacer visitas. Vivía en un viejo piso mal ventilado y pasaba en bata los días enteros viendo la tele y discutiendo con todo el que salía por la pequeña pantalla. Para él no había más ventana al mundo que aquella. Cuando llegaba la hora de comer, armado con una cuchara, se sentaba en el suelo y abría la puerta del frigo, destapaba la cazuela con el guiso preparado para unos cuantos días y allí mismo metía diez o doce veces el cubierto y se comía, sin calentar ni servir en un plato, lo que consideraba oportuno. Luego, vuelta a cerrar la cazuela, hasta la noche, momento en que repetía la operación. Así cada día. 

—¿Día de la madre? ¡Bah, bobadas! Ya no saben qué inventar para sacarnos el dinero. 

Tacaño, miserable con los demás y hasta consigo mismo. Misántropo recalcitrante. Odiaba a la especie humana: 

—A esas que se manifiestan las colgaba a todas. Mano dura es lo que hay que tener con esas marimachos. Ya les daba yo derechos: una fregona y una sartén. 

Trabajaba desde casa. Ocupaba un cargo importante en una empresa de mondadientes. Por culpa de la crisis del coronavirus, ante la falta de demanda de su producto estrella por estar buena parte de los barres cerrados, decidió cortar por lo sano y condenar al paro a su empleado más veterano en la empresa. 

El abogado del operario despedido le llamó por teléfono aquella misma tarde: 

—Debe usted recapacitar sobre su decisión de desprenderse de Roberto Cuéllar, su empleado. Despedirle ahora que viene la Navidad... Es el único que aporta ingresos en su casa. Su mujer está en paro, deben la hipoteca del piso y además tienen un hijo discapacitado a su cargo. 

—Eso no es algo que a usted le incumba ni que a mí me preocupe. No me venga con sensiblerías y métase en sus asuntos. —No sé cómo puede usted tener la conciencia tranquila y dormir por las noches.

—¡Bah! ¡Tonterías! Déjeme en paz. 

Y colgó enfadado. 
Luego apagó la tele y se fue a dormir. 
Aquella noche fue de pesadilla. Soñó que tres personajes estrafalarios le visitaban uno tras otro, le despertaban y le sacaban de su cama. 
Primero vino un predicador religioso, de esos que van por las casas intentando convencer al personal, que hablaba sin parar y le llevó volando en pijama por los tejados de la ciudad, haciéndole revivir el pasado, viajando a su infancia, cuando era un inocente niño que todavía sonreía y tenía la ilusión de vivir. Y visitaron la escuela de su antiguo barrio y aquella casa que recordaba bien, la de sus padres cuando ellos todavía eran jóvenes. 

—Eleazar: ellos murieron con la pena de ver que su único hijo se había convertido en un ser triste y huraño. Aún estás a tiempo. Debes prepararte convenientemente y ponerte en paz con Dios y los hombres si es que quieres entrar en el reino de los cielos. 

—Llévame a casa, por favor. No quiero recordar esto. 

Llegó a casa y se acostó. Enseguida volvió a soñar. Ahora con un orondo vendedor de enciclopedias, trajeado y armado con una tablet y con una sonrisa permanente dibujada en la boca, que se sentó con él en la cama y le mostró una selección de artículos a todo color de su enciclopedia, una maravilla, imprescindible para estar informado y que permitía conocer el mundo sin necesidad de viajar. El vendedor quiso aprovechar el momento intentando venderle los cuarenta volúmenes que integraban la obra a pagar en cómodos plazos. 

—Es muy útil y necesaria en el mundo que vivimos. 

—Métasela por el culo. 

El vendedor desapareció por la puerta y en ese momento llegó un empleado de la funeraria, que le mostró el catálogo de ataúdes con las últimas novedades y con el posible epitafio que iría escrito en su lápida de granito: 

 Aquí yace Eleazar Scorza, tan tacaño en vida que nadie fue a su entierro. 

Se despertó de madrugada, tremendamente agitado y bañado en sudor. 
¡Uf! Todo había sido una maldita pesadilla. 
Sin embargo, comprobó que sobre su mesilla de noche alguien había dejado tres tarjetas de visita, un catálogo de artículos funerarios y la revista Atalaya. 
Aquello era una señal de que la cosa iba en serio y debía cambiar. Era su última oportunidad. La aprovecharía. Esa misma mañana decidió que en la librería del salón quedaría bien una enciclopedia; luego, arrepentido de su actitud en los últimos tiempos, llamó al abogado para readmitir a su empleado despedido y proponerle un nuevo trabajo que no rechazaría. Se trataba de reconvertir parte del negocio: aprovechar la madera que no se emplearía en hacer mondadientes para fabricar ataúdes que, dado que la pandemia tendría nueva oleadas, siempre resultaría un negocio rentable. 

Y todos contentos. 

(Y que Dickens me perdone) 
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 Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

lunes, 14 de diciembre de 2020

Cuidarse

 


—José Luis está muy bien últimamente. Se ve que se cuida. 
 
Una frase muy frecuente en estos tiempos que vivimos, donde se valora sobre todo el aspecto exterior, la apariencia, el envoltorio. Lo interesante de una persona reside básicamente en su aspecto físico. 

He de reconocer que yo también me cuido. 
No me avergüenza decirlo. Sé que es algo sacrificado porque he de renunciar a otras cosas placenteras, como la comodidad del sofá y pasarte horas allí viendo la tele, adormilado y poniendo cara de bobalicón. Pero hay que ser disciplinado. La salud es lo primero. Hay que mentalizarse e intentar alcanzar el objetivo cada día. Resulta muy satisfactorio proponérselo. Y si uno no llega, hay que seguir insistiendo. Es cuestión de tenacidad, de constancia. Disciplina es la palabra. La rutina en esto es muy importante. Debe ser algo diario, constante. Mentalizarse y dedicar a ello al menos una hora. Luego llega la recompensa cuando recogemos los resultados. Y ello hace que uno se encuentre cada día mejor. La autoestima sube y es más llevadera la existencia. 

Me cuido. Es cierto. 

Para estar en forma debo leer todos los días y sentarme a escribir algo. Oír música. Interactuar y comentar con los amigos del blog o del Facebook. Darme una vuelta por Madrid siempre que la situación lo permita, visitar algún museo o alguna librería. También caminar a diario seis o siete kilómetros a buen paso. 

Porque hay que cuidarse el cuerpo, pero no hay que descuidar la mente que es la que gobierna el resto. Digo yo que los tíos cachas de gimnasio podrían dedicar también unos minutos a cultivar su mente, oír algo que no sea reguetón o los berridos del compañero de musculación, y leer un poco, que es muy saludable y no todo va ser hincharse el cuerpo como gorrinos. Y luego poder decir: Fulano se cuida. Va al gimnasio cada día y además lee cada semana un libro.

lunes, 7 de diciembre de 2020

La doble moral en la era victoriana


Para los ingleses existe una etapa crucial en su historia: el largo período como monarca de la reina Victoria, la era victoriana. En esta etapa, Inglaterra alcanzó su más alta cima en desarrollo y en la consolidación de su imperio. Victoria pasará a la historia como la segunda reina más longeva, de 1837 a 1901. El récord lo alcanzó después su tataranieta Isabel, acualmente en el trono desde el 16 de febrero de 1952. 
Con la reina Victoria se inició un periodo de enorme prosperidad que convertiría al país en una gran potencia europea. Inglaterra contaba con estupendas bases para lograr su protagonismo económico: 
- Abundantes yacimientos de carbón al pie de las montañas que atrajeron la instalación de nuevas industrias, siderurgia principalmente. 
- Nuevos medios de transporte como el ferrocarril. 
- Una flota mercante, la más importante del mundo, con puntos comerciales repartidos por todos los continentes del planeta. 
Cuando la reina llegó al trono, Inglaterra todavía tenía un marcado carácter rural; cuando falleció, ya era un país altamente industrializado, moderno y conectado con importantes líneas ferroviarias, contando además con redes de alcantarillado  y alumbrado público a gas, posteriormente alumbrado eléctrico, etc. La era del carbón ya estaba pasando, con esas nieblas fruto de la condensación de la humedad ambiental y de las partículas en suspensión. Tan típicas en las películas de asesinatos ambientadas cerca del Támesis… 
 
COLOCACIÓN DE LOS BOTONES 

De esta época de desarrollo y “espléndido aislamiento”, propiciada por políticos como Disraeli y Salisbury, parece ser que data la ubicación definitiva de los botones en las prendas de vestir masculinas y femeninas. Las damas pertenecientes a la burguesía no solían vestirse ellas solas, sino que lo hacían sus sirvientes. Por esta razón, los botones de las damas se situaban en el lado izquierdo para que fuera más fácil abrocharlos por las personas que tenían ese cometido. Aunque los hombres también contaban con sirvientes, no precisaban ayuda alguna para vestirse, por lo que sus botones seguían permaneciendo en el lado derecho. 

LA DOBLE MORAL 

La era victoriana se caracterizó por un puritanismo oficial, al menos aparente. La represión sexual era un hecho evidente. La rigidez moral llevaba al extremo de alargar las faldas de las damas hasta el suelo para que no se les pudiera ver el tobillo. De muchos es sabido que la reina mandó alargar los manteles que cubrían las mesas de palacio para ocultar por completo las patas de esas mesas y alejar así de la mente de los hombres los malos pensamientos, porque podrían relacionarlas con las piernas de las mujeres. 

Con el apoyo de la iglesia se condenó toda actividad sexual, incluso dentro del matrimonio, que no tuviera como objetivo la procreación. Una moralidad oficial profundamente conservadora y puritana se instaló en el país de la mano de una burguesía cuya máxima aspiración era la estabilidad moral, el orden y la disciplina, por lo que toda emoción, aventura o sentimentalismo eran objeto de rechazo. La cultura burguesa despreciaba las emociones y los sentimientos. Lo importante ahora era la conducta recta, la sobriedad, la contención, el buen gusto, las buenas maneras, las apariencias…
 
Pero frente a este mundo estricto de normas y contención se desarrollaba paralelamente otro donde la prostitución, el adulterio, las actividades sadomasoquistas, la drogadicción, los negocios poco legales y hasta los asesinatos más brutales campaban a sus anchas. La noche era la encargada de amparar vicios privados de gente acomodada. Espectáculos eróticos, prostitución, salas de juego, relaciones con menores de edad…
 
La llegada masiva de población a Londres hizo crecer espectacularmente los barrios obreros, y en ellos empezó a proliferar la prostitución. Se calcula que, en el siglo XIX, Londres llegó a tener hasta 2000 prostitutas. La miseria y la falta de trabajo arrojaron a muchas mujeres a ejercer esta actividad a cambio de unas pocas monedas. Los barrios de Whitechapel, Clerkenwell y Saffron Hill eran famosos en este sentido. Y como no podía ser de otra manera, eran muy corrientes las enfermedades venéreas. Y también las peleas y hasta los asesinatos.


La figura de Jack el Destripador aparece precisamente en este ambiente nocturno de degradación moral. Muchas prostitutas fueron asesinadas de una manera atroz, tal vez para que no se fueran de la lengua y revelaran la identidad de algunos de sus clientes. Los métodos utilizados por el asesino conmocionaron a la sociedad londinense. Su refinamiento y precisión en las amputaciones y en la extracción de órganos hicieron pensar en la labor de un cirujano más que de un matarife. Hay quien piensa que asesinaba por encargo y que su modo de trabajo tan refinadamente cruel tenía como objetivo aterrorizar a las mujeres que hacían la calle para que abandonaran ese oficio y mantener así limpia la noche londinense. Algunos llegan a involucrar a la propia reina. El asesino no obstante nunca fue encontrado. 

Texto revisado y remodelado, publicado originariamente en este blog el 18 de noviembre de 2012