lunes, 25 de febrero de 2019

Están aquí



Diógenes Pulido, en una carta enviada recientemente al director de La Charca Literaria, denuncia lo que está pasando. Algo realmente grave: los extraterrestres ya están aquí. Han adoptado forma humana para pasar desapercibidos. Como en aquella vieja película titulada La invasión de los ladrones de cuerpos, o en la serie televisiva V, adoptan nuestros rasgos y se van situando en la sociedad, haciéndose poco a poco con el control de todo.

Les recomiendo leer dicha carta en el enlace adjunto, si bien me permito citar textualmente algunas de sus frases: 

"Aunque disimulan muy bien su origen y sus intenciones, siempre hay algún gesto que los delata. Fíjense, por ejemplo, en el presidente norteamericano. Su piel, su cabello... no son del todo naturales. ¿Habrá un reptil bajo la epidermis? Parece sacado de una película, recién maquillado y peinado, para dar el pego. Reparen en el fondo de sus mensajes. Van encaminados a la destrucción. Está deseando destapar con sus bravatas y provocaciones la caja de los truenos. Siempre amenazante, como si la paz mundial no fuera su objetivo. (...) O la mirada gélida, que te hiela el alma -como de saurio-, del mandatario ruso. O ese afán por destruir la convivencia por parte de todas esas formaciones políticas extremistas, partidarias de recortar las conquistas sociales habidas hasta la fecha, siempre amenazando o despreciando a los colectivos más vulnerables, como inmigrantes, gays, mujeres maltratadas, etc. O esos que quieren a toda costa, al precio que sea, independizarse del estado al que pertenecen desde siglos... ¿No es evidente que todo va encaminado al desastre, a la destrucción global del planeta?" 

La carta al director que se publicó en este medio amigo hace poco y que escribió el señor Diógenes Pulido me ha hecho reflexionar y, además, traer aquí a colación unos interesantes testimonios de ciudadanos españoles que podrían arrojar luz sobre el tema. 
Dos personas hablan sobre la certeza de que estamos siendo invadidos por extraterrestres: 

1.-    Testimonio de Angelines Pérez, editora senior de Monitor Deloitte España:

"Subiendo el otro día en el ascensor caí en la cuenta. ¡Dios, qué ciega había estado hasta ahora! Cruzarme todos los días con alguno y no percatarme de nada. Esas miradas vacías, sin luz y sin brillo. Esas muecas que pretenden ser sonrisas. Hasta que monté en el ascensor y todo se me aclaró de repente. Lo había cogido en la planta baja. Iba vacío. Y cuando ya se cerraban las puertas, un hombre trajeado con cara de preocupación logró bloquear el cierre y entrar. Parecía absorto en algo, como distraído por algún pensamiento. Le conocía de otras veces, era el director de la sucursal bancaria que había en el edificio aquel de oficinas. Cuando subió detrás de mí, le pregunté a qué piso iba, si subía o bajaba al parking. Y se me quedó mirando un instante con una expresión de imbecilidad absoluta, luego dirigió confuso su vista hacia los botones con los números de los pisos, tragó saliva y por un instante abrió la boca y salió de ella una lengua larga y bífida como la de las serpientes, a su vez se le escapó una especie de siseo que parecía salir del fondo de su garganta. Enseguida sacudió la cabeza, como despertando de una modorra involuntaria y, disimulando lo que pudo, masculló una disculpa, algo así como perdone, estaba distraído, pensando en otra cosa. Voy al cuarto piso, gracias. 
Me quedé sin habla." 

2.-   Testimonio de Auxemio González, electricista autónomo:  

"Estuve en el mitin del nuevo partido político que se presenta a las próximas elecciones generales después de arrasar a nivel local en dos Comunidades Autónomas. La verdad es que nunca me había involucrado con ninguna formación hasta el punto de asistir a mítines como hacía ahora; pero sin duda me movió a ello el desencanto personal por la situación de desgobierno que atravesaba el país en esos momentos. También ese hablar claro y esa voluntad de hacer las cosas como Dios manda, inyectaron en mi ánimo una sensación nueva. Cuando salió el líder, pulcro, sonriente y pleno de energía, todos nos pusimos en pie, agitamos nuestras banderas y, enfervorizados, aplaudimos a rabiar y coreamos, como una sola voz, las consignas patrióticas que siempre nos diferenciaron de los otros grupos y formaciones. ¡Tenía la sensación de estar participando en algo grande! Hasta que acabó el acto. Todos los allí presentes teníamos la ilusión de estrechar la mano de nuestro amado líder. Y yo tuve la suerte de estar situado junto a la puerta del recinto por la que tenía él que salir a su regreso en compañía de sus guardaespaldas. Cuando ya se aproximaba, salí a su encuentro con la mano tendida. Y tropecé en el recorrido hasta darme de bruces con él. Creo que hubo una mala interpretación de mi gesto por parte de alguno de sus fornidos acompañantes porque, confundidos por mi torpeza, creyeron que se trataba de un intento de agresión y, de mala manera, uno de ellos, rapado y con gafas de sol, retorciéndome un brazo, me apartó de su camino y, de un tremendo empujón, me arrojó a un lado. Gracias a aquello me di cuenta de dos cosas (aparte del tremendo dolor de brazo): una, que el guardaespaldas aquel llevaba una pistola bajo la chaqueta; dos, la mirada que me echó el líder: dura, fría. No era humana. Por un instante, como un relámpago, me pareció que uno de sus ojos tenía una pupila alargada y vertical, sin párpados, con un extraño movimiento del cristalino, como ocurre con algunas serpientes... Me estremecí. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, como si hubiera visto la imagen viva de la muerte. Entonces fue cuando comprendí que habíamos sido invadidos por extraterrestres y que venían a destruirnos."






jueves, 14 de febrero de 2019

Amor vago


Una historia urbana, de Chema Concellon (Flickr)


Cosme Sansegundo era un experto en esforzarse poco.
Era de esas personas que para mover un pie debían pedir permiso al otro pie.
Era tan sumamente vago que todo lo tenía que hacer cerca de su casa: la compra, los estudios, las aficiones… Por  no desplazarse un poco, fue capaz de renunciar al sueño académico de su vida, estudiar Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid,  y acabó matriculándose en la academia de su barrio,  en un curso de dibujo al carboncillo que lo impartía el mismo señor que daba las clases teóricas en la autoescuela Paco,  también de su barrio.
Por pura vagancia no cogía el metro para acercarse al centro de la ciudad donde podía ir al cine a ver películas de estreno, sentarse en buenas cafeterías, asistir a funciones de  teatro, conocer gente distinta, intentar ligar…
Trabajaba en su casa. Muchas veces sin quitarse el pijama. Hacía operaciones de una empresa para particulares desde el ordenador, el fax y el teléfono. Poca cosa. La suficiente para pagarse sus escasos gastos.
Prefería pasar la tarde sentado en un taburete del bar Manolo, acodado en la barra,  con el palillo en la boca, oyendo las mismas chorradas de todos los días a los solitarios borrachos de todos los días, tomándose el vino peleón de todos los días… mientras en la tele veía los programas patéticos de todos los días…

-Manolo, ponme un vino tinto y unas aceitunas.

Por la misma razón puso sus ojos en una vecina de su barrio. Ya iba siendo hora de asentar la cabeza. La vecina era mayor que él, rarita de narices y no muy agraciada físicamente. La ventaja es que vivía cerca y además frecuentaba el mismo bar. Y era bajita. Lo demás importaba poco. El amor es para pijos románticos. Al fin y al cabo, bajo la falda, todas las mujeres tienen las mismas cosas, se decía para sí. Y si te quieren engañar, da lo mismo que sea de aquí o que sea de allá. Total…
Así que el día de san Valentín fue al grano. Nada  más  que la vio entrar en el bar, se armó de valor, eligió cuidadosamente las palabras que iba a pronunciar y, tras quitarse el palillo de la boca, se lanzó al ruedo resueltamente. Ahora o nunca:

-Manolo, ponle un café a Pepita.
-Marchando, don Cosme ¿Otro vino?
-Sí, pero con aceitunas.

Se casaron por lo civil, en el ayuntamiento, no por pura convicción laica, sino porque quedaba más cerca de casa que la iglesia.


Relato publicado en La Charca Literaria


lunes, 4 de febrero de 2019

La Odisea. Versión definitiva.




No sé el tiempo que pasamos en aquel escondrijo, un sitio oscuro y húmedo, una especie de guarida o recoveco que se abría en la pared. Allí seguramente estábamos protegidos, a cubierto, pero había que buscar agua y comida. Las provisiones se nos habían terminado. Era preciso arriesgarse y salir. Sabíamos que fuera nos enfrentaríamos a mil peligros, pero no había otra solución. Así que, armados de valor, cuando la oscuridad nos fue propicia, salimos de allí amparados por las sombras.
Todo estaba en silencio. Nos aguardaba una larga travesía. Sabíamos de sobra que nos jugábamos la vida en el intento. Otros, antes que nosotros, lo habían intentado y habían perecido; pero no teníamos otra alternativa. Conseguir comida era mucho más importante que el riesgo que pudiéramos correr para obtenerla.
Debíamos ir juntos pero no en formación. Había que evitar ofrecer un blanco fácil al enemigo.

La primera etapa de nuestro viaje transcurrió sin contratiempos. La expedición que yo capitaneaba marchaba resueltamente. Según avanzábamos por aquel lugar, íbamos adquiriendo confianza en nosotros mismos, en nuestra suerte, en nuestro destino. Posiblemente, los dioses estaban de nuestra parte y nos trazaban un camino tranquilo y seguro. Sin embargo, nuestra fortuna cambió de repente al girar en un recodo. Allí, al fondo, se divisaba una suerte de gigante, tal vez un cíclope sanguinario, tumbado sobre un altillo resollaba y resoplaba como un maldito. Seguramente estaba haciendo la digestión tras haberse zampado a algunos de los nuestros de expediciones anteriores. Intentamos vadearle, evitando que se despertara; pues de suceder eso, seguramente habría sido nuestro final.

Pudimos sortear el peligro aquel, pero enseguida apareció otro. Algo desconocido hasta el momento, posiblemente una bestia pavorosa, andaba cerca de allí. Oíamos sus pisadas aproximándose hacia nuestra posición. Lo hacía sigilosamente. Su objetivo estaba claro: sorprendernos y atraparnos en un salto. Al final, lo vimos delante de nosotros. Lo primero que descubrimos fueron sus ojos, inquietantes y fijos, brillando en la oscuridad, sin parpadear. Vigilaba nuestros movimientos esperando el momento propicio para atacarnos. Era enorme y peludo. Daba miedo. En un momento concreto, el monstruo aquel se abalanzó hacia nosotros. Estábamos perdidos. Emprendimos una veloz huida. Algunos de los nuestros cayeron en la desbandada y fueron aniquilados sin piedad. Otros tuvimos más suerte. La mayoría de nosotros se salvó. A duras penas logramos reunir la fuerza suficiente para realizar un último esfuerzo, el de conseguir colarnos por una rendija en la base de la pared. Allí nos quedaríamos el tiempo que hiciera falta. Era un buen sitio, a salvo, para poder depositar con tranquilidad las cápsulas con nuestros huevos. Para alimentarnos siempre había restos de grasa y de alimentos por el suelo y dentro de los muebles. Allí podríamos esperar tiempos mejores y, a salvo de gatos, anidar mientras nuestras crías se fuesen desarrollando hasta que pudieran salir a colonizarlo todo. Antes les contaríamos nuestra odisea, la que media entre el baño y la cocina de aquella casa. 
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Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia