miércoles, 19 de diciembre de 2018

Echando el cierre




Aprovechando la proximidad de los días que se avecinan, este blog se toma un descanso.
Se abre un tiempo ahora para pensar en otras cosas y estar en otros lugares.
Nos vemos pronto.
Felices fiestas a todos.


lunes, 17 de diciembre de 2018

Canción de Navidad

Ilustración de Harold Copping 
Fuente de la imagen

De pequeño siempre me fascinó este cuento de Dickens. 
No recuerdo bien la editorial cuando lo leí por primera vez, allá por los años 60, pero era un libro de esos ilustrados, mitad novela, mitad "tebeo", con profusión de dibujos en blanco y negro, con esos interiores lóbregos y la luz trémula de las velas proyectando en las paredes sombras misteriosas, lo que daba al relato un aire frío e inquietante, muy acorde con la noche de pesadilla que iba a vivir su principal protagonista, que no era otro que un viejo avaro, Ebenezer Scrooge. Un personaje inolvidable, antipático, mezquino y tacaño hasta consigo mismo. Bien me acuerdo de él. 
El cuento apareció en 1843. La época era la Inglaterra victoriana, en plena revolución industrial. Por el relato desfilaba todo un elenco de individuos de clase modesta. Muchos de ellos apenas disponían de unos cuantos chelines para comprarse algo de abrigo en esa fría Navidad. Gentes humildes que, sin embargo, a su modo, eran felices con poco; mientras que el avaro no disfrutaba con nada, ni siquiera esos días de fiesta. 

Mr Scrooge no era un hombre simpático, pero tenía cierto atractivo. 
Pronto se convirtió para mí en un símbolo de la Navidad. Como el pavo o el turrón del duro. 
Cuando leí el fantasmagórico cuento del señor Dickens, me fascinó enseguida el viejo avaro, siempre tan huraño y misántropo, con ese encanto que suelen tener los que reman contracorriente y su comportamiento es políticamente incorrecto, hasta que se obró el milagro de la Navidad y el viejo tacaño, tras recibir las visitas de tres fantasmas durante la noche, se reconvirtió en un vejete espléndido, humanitario y risueño. ¡Pedazo de milagro, oiga! Ya me gustaría que muchos banqueros y políticos sin escrúpulos sufrieran una transformación de esta naturaleza, así, de la noche a la mañana. Pero ya sabemos que aquello era solo un cuento y que la realidad es mucho más dura y enrevesada.

En estos días de celebración, en que los familiares se reúnen, el consumismo se dispara, las felicitaciones inundan las redes sociales y hay un exceso de buen rollo y de mazapanes, viene al pelo una expresión del señor Ebenezer Scrooge, cuando era un tipo cascarrabias. 

– ¿Navidad? ¡Bah, paparruchas!



Texto publicado en La Charca Literaria



martes, 4 de diciembre de 2018

Un trabajo de narices


A las nueve de la mañana estaba citada Raquel para una entrevista con el fin de cubrir un puesto de responsabilidad en una importante empresa de cremas dentífricas. Pensó que su juventud y su espléndida sonrisa de perfectos dientes blancos le serían de mucha ayuda.
La entrevista se llevaría a cabo en un enorme edificio de cuarenta plantas en plena avenida del centro de la ciudad. Era un bloque moderno, de hormigón, acero y cristal, de enormes ventanales translúcidos que ocupaban casi la totalidad de los muros que daban a la calle. Se accedía por un enorme portal también de cristal, dotado de cuatro grandes puertas, dos de ellas giratorias. Al entrar, un espacioso hall comunicaba de frente con los ascensores, cuatro en total, siempre con gran actividad por el trasiego de gente trajeada que subía o bajaba a sus ocupaciones.
Raquel llegó puntual y tomó uno de los ascensores para subir a la planta número 32. Como ella, otros candidatos al puesto también lo tomaron. El ascensor, muy moderno y rápido, era amplio, con capacidad para unas doce personas, y en un santiamén, de forma silenciosa, llegó a su destino final.
Al llegar a la planta, una amable azafata recibía a las personas que iban llegando y las acompañaba a una sala donde primeramente un directivo de la empresa les daría una información de forma colectiva. Luego irían llamando uno por uno a los aspirantes y otro directivo les haría la entrevista personal.
Y enseguida comenzó la reunión:

Buenas días, amigos. Me presentaré. Soy Sergio Lozano, director adjunto del Departamento de Innovación de Rudolf & Henckel. Ustedes han sido los elegidos entre un numeroso grupo de candidatos a optar por dos plazas dentro de nuestra prestigiosa empresa que, como bien saben, es la primera a nivel nacional de su ramo; ocupando además un buen puesto dentro del panorama internacional. Estamos presentes en doce países y nuestros productos se venden en más de cuarenta y cinco naciones del mundo. Una de nuestras características es la de la expansión e innovación constantes. Cotizamos en bolsa desde 1985 y nuestras acciones no paran de subir año tras año.
El trabajo que se les encomendará a los afortunados que consigan un puesto es muy delicado e importante. Trabajarán en un entorno agradable en el departamento de selección de texturas y de olores para nuestros productos. Ustedes serán los últimos responsables de lo segundo. Su herramienta básica será el olfato. Por eso será necesario cuidarlo. Los seleccionados harán un breve curso donde aprenderán diversas técnicas y donde se les enseñará a potenciar y cuidar ese sentido tan preciado y tan necesario. Lógicamente, si alguno de ustedes es fumador, deberá abandonar inmediatamente ese hábito si quiere optar por una de las dos plazas. Cuando acaben el curso sabrán distinguir entre más de doscientos tipos de fragancia. Y se volverán un poco maniáticos de los olores. No hace falta decir que nuestros productos entran por cuatro sentidos principalmente: por el tacto, debido a su consistencia y textura; por la vista, gracias a sus colores; por el gusto, con esos sabores a menta y eucalipto, principalmente, y por el olfato… cuando alguien, al hablar con nosotros, nos echa su aliento fresco después de haber usado alguna de nuestras potentes pastas dentífricas. Y tenemos un lema: siempre hay un producto diferente para cada necesidad. Y en eso estamos trabajando ahora: diseñar una pasta para cada tipo de cliente, algo personalizado. Y ahí es donde entrará la labor de nuestros dos seleccionados. Y la selección empieza ahora. Enseguida les llamarán desde el Departamento de Personal para la realización de la prueba individual. Buenas tardes. Y mucha suerte.




Y dicho esto, abandonó la sala de reuniones. Al poco, una azafata entró para indicarles que permaneciesen sentados en sus butacas. Y que por megafonía les irían llamando para la entrevista. Cuatro personas del departamento serían las encargadas de ir evaluando la capacidad de los aspirantes. Enseguida nombraron a los cuatro primeros, al cuarto de hora nombraron a otros cuatro. Y así sucesivamente. Los que se iban yendo ya no volvían a la sala de actos, sino que salían discretamente por otra puerta con destino a los ascensores para bajar a la calle. Hasta que no acabaran de pasar todos, no habría selección para elegir a los dos que se quedarían con el empleo. En la tercera tanda entró Raquel. La hicieron pasar a un despacho donde la recibió muy amablemente uno de los directivos encargados de la selección de personal. Tras unas cuantas preguntas de rigor, pasaron a la realización de la prueba final. Se trataba de evaluar, reconocer y catalogar diferentes olores. Debía hacerlo con los ojos vendados. Lo que desconocía Raquel era que se trataba realmente de distinguir diferentes tipos de aliento.
Así que, mientras permanecía de pie, con la venda delante de los ojos, fueron desfilando diferentes personas delante de ella, un cortejo de gente anónima y variopinta, reclutada en la calle por unos pocos euros. Había estudiantes, mendigos, desempleados, pensionistas, amas de casa… Su único cometido era ponerse en fila cuando se les dijese y echar el aliento a la persona que esperaba con el olfato dispuesto y los ojos vendados.
Así que por su nariz desfilaron alientos jóvenes y viejos, frescos y cargados, agradables y repulsivos. Predominaban las bocanadas de aire fétido, los efluvios apestosos. Y había hedor a digestiones mal hechas, a dientes podridos por la caries, a tabaco rancio, a alcohol semidigerido, a descomposición bacteriana, a amígdalas infectadas, a problemas hepáticos, a una deficiente higiene dental… Todo un cortejo de olores, la mayoría repugnantes.
La empresa reservaba dos plazas para aquellas personas seleccionadas que fueran capaces de distinguir y catalogar el mayor número de tipos de aliento posible. Raquel consiguió superar la prueba, pero fue incapaz de probar bocado hasta el día siguiente. Tenía la pituitaria impregnada de porquería, el estómago revuelto y el cerebro entero como un contenedor de basura lleno de sensaciones olfativas repugnantes y recientes.
Un par de días más tarde la llamaron para ocupar su puesto. Un trabajo de narices. Nunca mejor dicho.






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