miércoles, 26 de junio de 2019

El viaje más corto

Imagen de uso libre (pixabay)

La casa de mis tías era vieja y destartalada, inhóspita en invierno e inclemente en verano, de puertas de madera medio podrida, con ventanas mal ajustadas que dejaban oír el gemido del viento cuando se colaba por sus rendijas.
Era vieja, como ellas. Sombría y triste, como sus propietarias.
Y yo odiaba vivir allí. O tal me odiaba a mí mismo y a todo lo que me rodeaba.
Por eso, en cuanto pude, decidí coger mis cuatro pertenencias y marchar lejos, muy lejos.
Atrás quedaron los tiempos de la infancia. Borrosos ya a fuerza de los años transcurridos. Mis tías, dos solteronas de vocación, me recogieron cuando murió mi madre. Mi padre había muerto nada más estallar la guerra. Ahora quedaba huérfano y desamparado, a no ser por aquellas dos frías mujeres, hermanas mellizas de mi difunto padre, que me acogieron porque no les quedaba otra, eran gente cristiana. Y yo no tenía a nadie más en este mundo.
Mi infancia, lo que me quedaba de ella, fue tranquila pero llena de carencias.
No hubo calor en aquella casa. Mis tías no podían dar lo que no tenían.
No hubo alegría en aquel hogar. Difícilmente pueden proporcionarla quienes carecen de ella.
El trato fue correcto. Pude estudiar. Tener una habitación para mí y mis cosas, mis libros, mi raqueta, mi pelota de tenis…
No me faltó la comida, ni la ropa que iba necesitando según crecía.
Siempre tuve una muda limpia que ponerme.
Unas monedas en el bolsillo para gastar.
Pude jugar con los otros niños de la calle.
Pero me faltaba algo. Estaba como incompleto. Y en aquellos tiempos, los demás eran los culpables de lo que a mí me pasaba. O de lo que no me pasaba.
Y fui creciendo. Me hice mayor. Me eché novia. Encontré trabajo.
Un día me fui de aquella casa. Empecé una nueva vida lejos.
Mi trabajo no me gustaba, simplemente me dedicaba a él, pero sin entusiasmo. Había que trabajar y punto.
Mi novia se convirtió en mi mujer. No sé si llegué a quererla. Ella me preguntaba si la quería. No sabía qué contestar. Simplemente hice lo que hace todo el mundo a mi edad: emprender una vida lejos de casa. Eso era todo.
Creo que no era feliz con nada.
Luego dejé mi trabajo. O me echaron.
Perdí mi mujer, o me dejó porque no tenía futuro ni ilusión a mi lado.
Y di vueltas por medio mundo. Buscando qué sé yo. Tal vez me buscaba a mí mismo sin encontrarme.
Y entonces regresé.
Porque la casa de mis tías era vieja y destartalada, inhóspita en invierno e inclemente en verano, de puertas de madera medio podrida, con ventanas mal ajustadas que dejaban oír el gemido del viento cuando se colaba por sus rendijas; pero fue el único hogar que tuve.


Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia


miércoles, 19 de junio de 2019

El tren



Hay vidas tan vacías como algunas estaciones de madrugada, vidas tan grises como las frías mañanas de invierno. Vidas anodinas, prescindibles, banales, insulsas, de gentes que pasan por el mundo desapercibidas, sin un destello. Vidas sombrías.
La de aquel viajero era así. Una vida inútil, sin sentido.
Era muy temprano cuando apareció aquella mañana arrastrando su maleta por el andén vacío. Una niebla gris y densa envolvía los objetos y lograba desdibujarlos, hasta tal punto de que no era fácil distinguir sus contornos.
La estación aparecía desierta y silenciosa, como algunos pasillos de hospital durante la noche.
Una mano en el bolsillo, la otra tirando de la maleta, recorriendo una y otra vez el andén, haciendo tiempo, mientras esperaba la llegada del tren, el primero del día. Como única compañía, la luz mortecina de las farolas, arrojando sobre el pavimento una luz amarillenta. El viajero arrastraba su maleta y su vida. Pensaba en su soledad, en su existencia sin brújula, vacía de contenido.
Como en las viejas películas en blanco y negro, llegaba el tren, bufando y resoplando, envuelto en vapor, haciendo chirriar las ruedas metálicas sobre los rieles. El viajero subió, colocó su maleta en el altillo y tomó asiento.
Le gustaba desde siempre situarse en sentido contrario, de espaldas a la marcha del tren. De esta manera veía los objetos alejarse, recreando la vista en lo que dejaba atrás, mientras se iban empequeñeciendo y finalmente desapareciendo.
Desde la ventanilla, mientras despuntaba tímidamente el día, medio adormilado, dejaba vagar los ojos por el paisaje ceniciento y tristón. Casi prefería no pensar en nada. Dejarse llevar por los árboles, las vallas y los edificios que circulaban ante sus ojos y se perdían a lo lejos.
Recuerdos, pocos. Un par de pensamientos con los que entretener el tiempo del viaje. No llevaba a mano ninguna lectura. No le apetecía.
No huía de nada. No huye quien abandona un destino por otro que no conoce. De hecho sacó un billete para el primer tren que pasara aquella mañana.
No tenía ninguna preferencia. Tampoco nadie que le esperara, al igual que nadie fue a despedirle a la estación.
Partió solo y solo llegará a quién sabe dónde.
Le daba igual su destino. Tal vez confiaba en el azar más que en sí mismo.
De hecho siempre decía que la casualidad está detrás de casi todo lo importante que te puede ocurrir en la vida. Nacemos por casualidad. Por casualidad vivimos en este o en aquel lugar. Conocemos a las personas casualmente. En ninguna parte está escrito cuándo, dónde y cómo vas a conocer a la persona que te dará trabajo, que vivirá contigo o que te complicará la existencia para siempre.
Por eso, a partir de ahora, el destino marcaría su existencia.
Echó los dados aquella mañana y el azar decidió por él.

Estaba en sus manos.

_________
"El tren" es un capítulo del libro "Ida y vuelta" que te puedes descargar en este enlace:
https://drive.google.com/file/d/1qaq_V-Mh9yR5hql9k_9sIwHXYPxTgJ-R/view
Relato registrado en Safe Creative, bajo licencia

miércoles, 12 de junio de 2019

Los fondos abisales de la noche




Lo normal al acostarte es un sueño tranquilo o, en el peor de los casos, la pesadilla de libro, el asunto descabellado, la rareza onírica sin pies ni cabeza, la tontería absurda, fruto casi siempre de una mala digestión, donde los jugos gástricos dominan la escena e imponen su ley mientras duermes. El abuso de queso curado o de caracoles picantes en la cena, regada con un buen vino de la tierra, tinto en este caso, pueden tener la culpa. También un día agitado, el exceso de estrés… Sobre esto hay muchas opiniones.
Lo malo es cuando en el sueño no hay nada, solo la oscuridad como protagonista. Una especie de sueño para invidentes.
Eso le pasó a Serafín, el pescadero.
Todo el día limpiando boquerones, eviscerando salmonetes, quitando escamas, cortando pescadillas en rodajas…
Y esa noche, la oscuridad tan solo.
Cerrar los ojos y hundirse en un sopor profundo. Y enseguida, la sensación de flotar en una masa fría y pesada. Sentirse una especie de ameba ingrávida en medio de la nada: una oscuridad silenciosa, sin esquinas, sin límites. Una oscuridad densa. Un vacío perfecto. Como si el tiempo se hubiera detenido y la vida se quedara congelada en un instante preciso de duración indeterminada e imposible de medir. Y en esa aparente quietud, flotar o casi levitar.
Y es que Serafín, sin saberlo, se había convertido durante la noche no en un escarabajo, como el personaje de Kafka; no en un ajolote, como en el cuento de Cortázar; sino en un horrendo animal de la fauna marina, en un extraño pez de los fondos abisales.
Feo con ganas.
Eso es una pesadilla; y lo demás, tonterías.


_________
Trabajo publicado originariamente en La Charca Literaria