lunes, 27 de noviembre de 2017

Profesionales

Viejo portal de la Calle del Pez (Madrid)


Publicado originariamente en La Charca Literaria


Un viejo inmueble, de esos de techos altos y escaleras vetustas de madera que crujen al pisarlas, en una calle del centro de Madrid. En la puerta, el clásico cartel grabado con sutileza en el cristal esmerilado, solo que es ilegible, puesto que el manitas de turno, en realidad un cuñado en paro del detective Elías Gómez, pensó que, escribiéndolo “al revés” desde dentro del despacho, permitiría la lectura correcta desde fuera, en vez de rotularlo al derecho desde fuera, que sería lo más lógico y, sobre todo, lo más fácil. 



Los que pretenden leer el rótulo desde fuera han de echar imaginación al asunto para descifrar su contenido porque poner las palabras al revés por dentro sin voltear también  las letras no posibilita de ninguna manera su lectura correcta.

O sea: ilegible el rótulo por dentro y por fuera.
Porque hay dos caminos para hacer las cosas: el lógico y el complicado. Y Ceferino Sardón, el cuñado de Elías Gómez, era de los que siempre elegían el complicado. Todo un genio.

Lo primero que llama la atención a cualquiera que osa traspasar esa puerta -tras intentar descifrar infructuosamente lo que pone en el rótulo-, es que dentro solo hay una persona, un solo detective. Lo segundo es el olor rancio. Esa mezcla de tabaco, puchero casero, escasa ventilación y muebles viejos. Una forma un poco repulsiva de dar la bienvenida a los que se deciden contratar los servicios de un profesional de la investigación.

-Buenos días, señor… ¿Zemog? ¿No será usted judío? 
-Elías Gómez para servirle. Buenos días ¿Qué desea? 
-Vi su anuncio en la prensa y decidí venir para contratar sus servicios. 
-Usted dirá. Soy todo oídos. 
-Pues resulta que perdí mi perrita, un encanto, de raza fox terrier, y por más que busco y pregunto no doy con ella. Vivo en un apartamento a dos calles de aquí y la perra es mi única compañía… Pero una fatídica distracción ayer al comprar el periódico y, cuando quise darme cuenta, al otro extremo de la correa ya no estaba ella. Seguro que me la han robado. 
 -Ya, comprendo. ¿Tiene usted alguna foto? ¿Estaba en celo cuando la extravió? También preciso documentos que acrediten su pertenencia, cartilla de vacunación, etc. Cualquier cosa que nos oriente en la búsqueda. Es muy conveniente. Antes, algunas cuestiones de rigor. Sería para mí de gran ayuda saber por ejemplo si tiene usted alguna deuda pendiente con alguien. Ya sabe… dinero, facturas sin pagar y todo eso. Algún enemigo. Alguien que quiera hacerle daño. No sé. Tal vez algún vecino harto de pisar cacas de perro o cansado de los ladridos. Los perros son jodidamente latosos y no todos comparten su amor hacia ellos ¿Ha preguntado en los restaurantes chinos de alrededor? Ya sabe que la carne de perro es muy apreciada… Lo siento. No era mi intención lastimarle. Tenga un pañuelo. Desahóguese. Eso ayuda. Bueno, mejor no pregunte en los restaurantes chinos. Ya me encargaré yo. 

El detective saca un viejo cuaderno y hace unas anotaciones. A continuación espeta al nuevo cliente:

 -Tendrá usted que dejarme un depósito de 350 euros como provisión de fondos. Espero que sea suficiente de momento. Tráigame cuanto antes, hoy mismo, todo lo que le pido y deje el asunto en mis manos. Haremos lo que podamos. Llamaré a mi socio para que empiece la búsqueda de inmediato. Confíe en nosotros. En cuanto sepa algo, me pondré en contacto con usted. 

Nada más salir el cliente, Elías coge el teléfono y marca un número. 

-¿Ceferino? Oye, prepárame la fox terrier para mañana al mediodía. Sí, sí. Ya vino su dueño. Todo bien. Sí. Dime. No, el dueño del bóxer todavía no ha dado señales de vida. Pero debe estar al caer. Por algo somos la única agencia del barrio. ¿Cómo? ¿Que el del quiosco quiere que le subamos la comisión a 30 euros por cabeza por entretener a los clientes? ¡Será mamón, el tío! Bueno, ya hablaré con él. Venga, lo dicho. Hasta mañana entonces.


martes, 21 de noviembre de 2017

El traje del abuelo


El abuelo siempre llevaba traje. Pero no un traje cualquiera. Uno especial. Con chaleco y reloj de bolsillo. Jamás le vi en camisa o en marga corta. O al menos no lo recuerdo.  El traje de mi abuelo formaba parte de su anatomía. Vivía con él. Comía con él. Creo que hasta dormía con él.  Mi abuelo y su traje habían firmado una especie de acuerdo de permanencia recíproca, un contrato de eternidad. Estaban soldados el uno al otro. No me lo imaginaba de visita al médico y que le dijeran eso de “desnúdese”. Me resultaba imposible visualizarlo. Tan imposible como imaginar a alguien sin piel.
Y con su traje salía de casa para dirigirse al banco, al Círculo Mercantil, al quiosco o al bar de la esquina…

—¡Los iguales para hoy! Buenos días, don José. Mire qué número tan bonito llevo—. Le saludaba el vendedor de cupones.
Deme uno, a ver si hay suerte. Pero ande, tómese algo. A ver, Miguel, ponle a este hombre algo de beber.
Gracias, don José.

Lo suyo era invitar a todo el mundo.
Siempre llevaba consigo una especie de carterita de piel con sus papeles. Y en los labios un esbozo de canción en forma de algo parecido a un silbido, aunque silbar no era lo suyo… Como mucho, emitía una especie de soplido fino que pretendía ser silbido.

Buenos días, don José— le saludaba el limpiabotas en la entrada del bar— ¿Le paso un poco la gamuza a los zapatos?
Hoy no, Antonio, que ya los traigo limpios de casa. Pero tómese usted algo. A ver, niño, ponle a este hombre algo de mi parte. Y a mí, un café con leche.
Muy amable, don José. Se agradece.




Otro día le dice al camarero:

Miguel, hoy vengo con dos de mis nietos de Madrid. Allí tengo nada menos que siete. A este ponle un plato de aceitunas. Al mayor, bonito con mayonesa. A mí, un rioja y una tapa de queso. 
—Marchando, don José. ¿Y a los niños que les pongo de beber?
Ponles dos cervezas, pero cortitas.

Y así siempre.
Un día el abuelo se nos fue.
Muy serio y callado parecía decirnos a todos adiós, allí desde su caja de madera.
Se despedía de nosotros…  con el traje de siempre, el de todos los días.

martes, 14 de noviembre de 2017

El gran Julio


Julios de prestigio  hubo muchos en la historia: Julio César, Julio Cortázar, Julio Verne. Hoy hablamos del escritor francés...

Sí, me refiero al que siempre estuvo disponible, como un inseparable amigo, durante esos años de infancia y juventud. El que me ayudaba a conciliar el sueño cuando me iba a la cama, el que me entretenía las largas tardes de invierno mientras caía la lluvia tras la ventana, incluso el que me acompañaba sin una queja cuando tuve que guardar cama en alguna ocasión por motivo de una enfermedad pasajera. 

Nunca me falló. Y recibí mucho a cambio: el placer de la lectura, participar en aventuras y viajes imposibles contrarreloj, disfrutar de las peripecias de personajes como Phileas Fogg, el profesor Lidenbrock o el Capitán Nemo, luchar contra animales prehistóricos, dar la vuelta al mundo en 80 días, pelear contra los piratas próximos al faro del fin del mundo, viajar a la Luna, sumergirme en las profundidades del océano a bordo del Nautilus, descender hasta el corazón mismo del planeta introduciéndome por el cráter del Sneffels e internándome por ese dédalo de oscuras y frías galerías…



Con este escritor podía viajar, traspasar fronteras, visitar países y gentes sin ayuda del televisor y sin moverme de mi casa. Porque para eso estaba el globo, protagonista de más de una novela, que me servía para alejarme del mundo prosaico y anodino que me tocó vivir en aquellos días sin libertad, en una España plomiza, gris, llena de prohibiciones. Una España en blanco y negro, como la tele o el Nodo de aquellos tiempos terribles…Y la lectura obraba el milagro de trasladarme a otros remotos lugares, llenos de islas fantásticas, enemigos despiadados, animales salvajes, expediciones peligrosas. Y así, con la ayuda del globo, conseguir evadirme, elevarme, alejarme y, de mano de  vientos favorables, poder llegar a tantos sitios sin necesidad de pasaporte ni de aduanas. El mundo, con todas sus maravillas, quedaba al alcance de mi mano.

martes, 7 de noviembre de 2017

Sirenas




Hijas de Calíope y de Aqueloo, híbridos de mujer y ave, ninfas del agua, de canto mágico, su música llegaba directamente al corazón de los que se aventuraran por el mar. Según la mitología tradicional recogida por la Odisea, se trataba de seres fabulosos que habitaban en el estrecho de Sicilia. El que oía el dulce canto de las sirenas estaba perdido irremediablemente, porque estos monstruos atraían a los incautos hacia las rocas, donde encallaban o se estrellaban con sus naves y eran ahogados o devorados.

Ulises, advertido por la diosa Circe, quiso oír el dulce y letal canto. Obligó a sus marineros a que se tapasen los oídos con cera y que a él lo amarraran al mástil mayor del barco. Cuando atravesaron la zona donde estaban las sirenas y la melodía comenzó a surgir con su poder hipnótico y fatal, Ulises pidió a los suyos que lo desataran, pero éstos no lo podían oír. Gracias a esto salvó su vida.

Posteriormente, el imaginario colectivo dotó a estos seres de cola de pez y de gran belleza. Es decir que de monstruos alados, peligrosos y terribles se convirtieron en hermosos seres delicados y gráciles. Muchos pescadores solitarios sueñan todavía con pescar en alta mar una bella sirena que les proporcione compañía y solaz. Aunque dudo mucho de que les pueda servir de alguna utilidad dada su condición de “semipez” o de “semimujer”, según se mire. En todo caso, una situación engorrosa.

Sean animales alados o con cola de pez, oír cantos de sirena no vaticina nada bueno.

Hay sirenas hoy entre nosotros disfrazadas de padres de la patria (la grande, la mediana y la chica), de personajes influyentes, de políticos incorruptibles… que intentan llevarnos a la perdición para que nuestra nave se estrelle contra las rocas de los farallones y los acantilados y después hacerse con nuestros despojos y devorarnos impunemente.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Carta para enviar desde el otro lado de la valla


Cuento publicado el 2 de noviembre de 2017 en La Charca Literaria


Querida familia: espero que por la presente os encontréis bien de salud. Yo, dentro de lo que cabe, aquí estoy bien, relajado, tranquilo, sin los sobresaltos a los que estaba acostumbrado en los últimos tiempos, siempre estresado, angustiado por esto, por lo otro.  Ahora tengo tiempo para mí, para pensar, para hacer memoria, para reflexionar sobre lo humano y lo divino.

Desde el otro lado de la valla las cosas se aprecian de otra manera. Aunque no acabe de acostumbrarme a estar aquí, no voy a quejarme.  No sería justo.

Como sabéis, me vine por propia voluntad, porque las cosas se estaban poniendo allí muy difíciles. La crisis, la falta de trabajo, mi fracaso personal con aquella mujer, la separación… Me costó mucho trabajo tomar esa decisión. No fue fácil: dejar toda una vida para emprender un camino incierto sin saber lo que te espera al otro lado. Porque se cuentan cosas, pero siempre te queda la duda de si serán o no verdad.

Lo malo de todo son los cambios. Acostumbrado a un país donde el bullicio, el hablar alto y la luz son sus señas de identidad, no me resulta fácil habituarme a otra realidad que supone en la práctica vivir en un riguroso silencio y donde la luz se te escatima. Aquí todo es muy tranquilo. Nadie te molesta a horas intempestivas…

Os echo de menos. Aquí me encuentro bastante solo. El lugar donde vivo es pequeño, húmedo, frío, silencioso…  Demasiado, tal vez. Lo peor de todo es que no me acostumbro a dormir en un lecho tan duro. No me resulta cómoda la caja de madera de pino donde reposo ni pasar las veinticuatro horas del día bajo tierra, mientras las bacterias y los gusanos siguen haciendo su trabajo, ajenos a todo.

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Texto publicado originariamente en  "Desde el laberinto", cedido hoy a La Charca Literaria.