Ilustración de 1411
Todo empezó un par de días antes con aquella rata que se le cruzó a Francesco en la calle. No era nada raro encontrarse con estos inmundos roedores, dada la cantidad de porquería que solía haber por todas partes. Pero lo que le llamó más la atención fue que aquella rata andaba de forma rara, como enferma. Generalmente, estos animales presentan gran agilidad, huyen de las personas y procuran pasar desapercibidas, pero aquella no tenía demasiada prisa o no podía correr. De vez en cuando, su cuerpo era sacudido por una especie de espasmo, aunque finalmente se perdió de vista y acabó por desaparecer tras introducirse por el hueco de una pared, donde me imagino que tendría su guarida.
Lo normal para el galeno, ya digo, tres
o cuatro visitas a lo largo del día. Ahora eran muchos los que mediante pago o
por caridad solicitaban sus servicios. Aquella mañana llegaron a su casa muchos
avisos, la mayoría de gente modesta.
Primero vino Luciana,
la mujer de Pietro, el carpintero. Andaba angustiada, su marido estaba con
fiebres y temblores, más raros e intensos de lo que era habitual. Y no dudó en
acercarse a la casa del médico y llamar
insistentemente a la puerta buscando ayuda. Luego le mandaron aviso de Giacomo,
un humilde labriego, con parecidos síntomas. Y de Salvatore, el herrero, su
mujer Alcina y sus dos hijas. Habían caído enfermos los cuatro. Y se fueron
sumando ese día algunos más. Muchos presentaban picaduras de pulgas, por lo que
nuestro galeno, ajeno por completo a las supersticiones oficiales, fue llegando
a la conclusión de que esos insectos podrían ser los causantes o los
propagadores de la enfermedad, aunque no
lo tenía del todo claro. Había que esperar.
No daba abasto para
acudir a todos los domicilios donde le solicitaban sus cuidados. Y en todos
encontraba los mismos síntomas que, si en sus inicios no eran del todo
alarmantes, sí resultaba significativo que fueran tan repetitivos en casi todos
los enfermos: tos, fiebre, tiritera… En un principio llegó a pensar que, fruto
del frío invernal, todo ello andaba relacionado
con cuadros de enfriamiento, catarros
más o menos agudos. Podría ser también garrotillo… Pero en cuestión de horas el
asunto se fue complicando… Se encontró con un panorama dantesco: gente
vomitando una bilis sanguinolenta,
fiebre alta, escalofríos, mareos, dolores abdominales, ganglios del cuello y de
las ingles hinchados, sed, párpados caídos, tez pálida o verdosa, lengua
pastosa y blanquecina, temblores, bubones que se hinchaban tanto que llegaban a
reventarse, sudores que desprendían un hedor penetrante…
Evidentemente, se
encontró con un panorama que nada tenía que ver con una enfermedad corriente. Informó
urgentemente a las autoridades que, alarmados, empezaron a tomar medidas
poco después. En primer lugar, se avisó a cirujanos y barberos para que
estuvieran dispuestos. Y a intervenir cuando los casos lo requirieran.
A todo esto, se
encontraron varias ratas muertas en distintos puntos de la localidad, algunas
con restos de sangre en su exterior, como si hubieran muerto reventadas o por
una hemorragia interna.
Luego empezaron a
llegar noticias de fuera: en grandes ciudades como Roma o Florencia estaba
ocurriendo algo parecido. Con ello se acababa por confirmar lo que nadie quería
reconocer: era la peste.
Con el paso de los días
aquello se extendió como una maldición. Por todas partes se veían casas cerradas
a cal y canto, montones de cadáveres que iban saliendo de la ciudad en carros
para ser enterrados bien lejos de las murallas en el llamado “foso de pestosos”…
Y también iban llegando noticias de fuera: casi todos los centros urbanos
estaban siendo pasto de la temible peste. Muchos ciudadanos que tenían
posesiones en el campo optaron por salir para alejarse del foco de la epidemia.
La insalubridad de los núcleos urbanos, el amontonamiento humano y la
masificación de viviendas en poco espacio eran un caldo de cultivo idóneo para
la propagación de la enfermedad.
El pánico se apoderó de
todo el mundo. Nadie quería ser la siguiente víctima de la epidemia. Hubo hijos
que abandonaron a sus padres en el lecho de muerte, esposas que abandonaban a
sus maridos. Hubo enterradores que se negaron a dar sepultura a los muertos,
notarios que se negaban a acudir donde los moribundos para hacer testamento,
sacerdotes que no acudían a administrar la Extremaunción. Hasta hubo un obispo
de cierto lugar que autorizó a los laicos para que, “como hacían los
apóstoles”, se pudieran confesar entre sí. Hasta tal punto, que el propio Papa
Clemente VI llegó a garantizar el perdón de los pecados de los que morían de
peste sólo por la propia fe de estos, dado que nadie acudía a confesarles.
La mortandad fue
enorme. Se calcula que un tercio largo del total de la población falleció por
causa directa o indirecta de la epidemia.
(...)
(...)
(Fragmentos de "Perusa, 1384", un capítulo de "En la frontera")