domingo, 27 de marzo de 2016

Perusa, 1348 (y 2)

Ilustración de 1411

Todo empezó un par de días antes con aquella rata que se le cruzó a Francesco en la calle. No era nada raro encontrarse con estos inmundos roedores, dada la cantidad de porquería que solía haber por todas partes.  Pero lo que le llamó más la atención fue que aquella rata andaba de forma rara, como enferma. Generalmente, estos animales presentan gran agilidad,  huyen de las personas y procuran pasar desapercibidas, pero aquella no tenía demasiada prisa o no podía correr. De vez en cuando, su cuerpo era sacudido por una especie de espasmo, aunque finalmente se perdió de vista y acabó por desaparecer tras introducirse por el hueco de una pared, donde me imagino que tendría su guarida.
Lo normal para el galeno, ya digo, tres o cuatro visitas a lo largo del día. Ahora eran muchos los que mediante pago o por caridad solicitaban sus servicios. Aquella mañana llegaron a su casa muchos avisos, la mayoría de gente modesta.
Primero vino Luciana, la mujer de Pietro, el carpintero. Andaba angustiada, su marido estaba con fiebres y temblores, más raros e intensos de lo que era habitual. Y no dudó en acercarse  a la casa del médico y llamar insistentemente a la puerta buscando ayuda. Luego le mandaron aviso de Giacomo, un humilde labriego, con parecidos síntomas. Y de Salvatore, el herrero, su mujer Alcina y sus dos hijas. Habían caído enfermos los cuatro. Y se fueron sumando ese día algunos más. Muchos presentaban picaduras de pulgas, por lo que nuestro galeno, ajeno por completo a las supersticiones oficiales, fue llegando a la conclusión de que esos insectos podrían ser los causantes o los propagadores de  la enfermedad, aunque no lo tenía del todo claro. Había que esperar.
No daba abasto para acudir a todos los domicilios donde le solicitaban sus cuidados. Y en todos encontraba los mismos síntomas que, si en sus inicios no eran del todo alarmantes, sí resultaba significativo que fueran tan repetitivos en casi todos los enfermos: tos, fiebre, tiritera… En un principio llegó a pensar que, fruto del frío invernal, todo ello andaba relacionado con cuadros de  enfriamiento, catarros más o menos agudos. Podría ser también garrotillo… Pero en cuestión de horas el asunto se fue complicando… Se encontró con un panorama dantesco: gente vomitando una  bilis sanguinolenta, fiebre alta, escalofríos, mareos, dolores abdominales, ganglios del cuello y de las ingles hinchados, sed, párpados caídos, tez pálida o verdosa, lengua pastosa y blanquecina, temblores, bubones que se hinchaban tanto que llegaban a reventarse, sudores que desprendían un hedor penetrante…
Evidentemente, se encontró con un panorama que nada tenía que ver con una enfermedad corriente. Informó urgentemente a las  autoridades  que, alarmados, empezaron a tomar medidas poco después. En primer lugar, se avisó a cirujanos y barberos para que estuvieran dispuestos. Y a intervenir cuando los casos lo requirieran.
A todo esto, se encontraron varias ratas muertas en distintos puntos de la localidad, algunas con restos de sangre en su exterior, como si hubieran muerto reventadas o por una hemorragia interna.
Luego empezaron a llegar noticias de fuera: en grandes ciudades como Roma o Florencia estaba ocurriendo algo parecido. Con ello se acababa por confirmar lo que nadie quería reconocer: era la peste.



Se editó un bando por el que se impidió el acceso a la ciudad. Las murallas debían servir de barrera para que la enfermedad no se propagara más allá. La puerta de Sant’Angelo se cerró a cal y canto. También la del  Sole. Y la de San Pietro. Nadie podía entrar ni salir de la ciudad, salvo permiso especial de las autoridades, mientras durara la epidemia. Aquello fue terrible, porque en la práctica significaba la parálisis de las actividades económicas con el exterior y el colapso del comercio mientras durara la cuarentena. Se dieron órdenes estrictas de tapiar las primeras casas donde hubo brotes con todos sus inquilinos dentro, enfermos y sanos. Fue una medida drástica, dramática y nada piadosa. Nadie protestó, salvo los afectados. El miedo a contraer la enfermedad era superior a cualquier ejercicio de caridad o de compasión. Calceteros, sastres, boneteros, pelaires, tejedores y demás oficios relacionados con los paños y tejidos, con la lana o con la confección de calzas y otras ropas de uso personal tuvieron que quemar sus existencias pues se sospechaba que entre sus productos en los talleres podrían cobijarse pulgas y chinches, incluso ratas, transmisores más que probables de la plaga. A nivel médico, con la ayuda de todo un plantel de cirujanos y barberos, se realizaban sangrías con ayuda de sanguijuelas o del bisturí. Como había hemorragias, se pensaba que la enfermedad tenía que ver con la superabundancia de sangre. Cierto es que los enfermos lograban cierta calma y entraban en un estado de adormecimiento. El problema es que al eliminar sangre se provocaba debilidad y pérdida de defensas naturales. Un remedio muy utilizado era abrir el bubón con el bisturí, remedio a veces peor que la propia enfermedad por el riesgo de lesión de los vasos linfáticos.


Con el paso de los días aquello se extendió como una maldición. Por todas partes se veían casas cerradas a cal y canto, montones de cadáveres que iban saliendo de la ciudad en carros para ser enterrados bien lejos de las murallas en el llamado “foso de pestosos”… Y también iban llegando noticias de fuera: casi todos los centros urbanos estaban siendo pasto de la temible peste. Muchos ciudadanos que tenían posesiones en el campo optaron por salir para alejarse del foco de la epidemia. La insalubridad de los núcleos urbanos, el amontonamiento humano y la masificación de viviendas en poco espacio eran un caldo de cultivo idóneo para la propagación de la enfermedad.
El pánico se apoderó de todo el mundo. Nadie quería ser la siguiente víctima de la epidemia. Hubo hijos que abandonaron a sus padres en el lecho de muerte, esposas que abandonaban a sus maridos. Hubo enterradores que se negaron a dar sepultura a los muertos, notarios que se negaban a acudir donde los moribundos para hacer testamento, sacerdotes que no acudían a administrar la Extremaunción. Hasta hubo un obispo de cierto lugar que autorizó a los laicos para que, “como hacían los apóstoles”, se pudieran confesar entre sí. Hasta tal punto, que el propio Papa Clemente VI llegó a garantizar el perdón de los pecados de los que morían de peste sólo por la propia fe de estos, dado que nadie acudía a confesarles.
La mortandad fue enorme. Se calcula que un tercio largo del total de la población falleció por causa directa o indirecta de la epidemia.

(...)

(Fragmentos de "Perusa, 1384", un capítulo de "En la frontera"

domingo, 20 de marzo de 2016

Perusa, 1348



Aquella mañana de invierno del año 1348  la maldición cayó sobre la ciudad. Como si se tratara de una pesadilla, un aire gris, plomizo y denso atravesó las murallas y se apoderó de sus calles. La muerte llamó a todas las puertas y muchos vecinos se la abrieron. Una sombra invisible y silenciosa se coló en las casas y se deslizó lenta pero certera por todas las habitaciones, pillando a sus moradores desprevenidos, a muchos de ellos en sus propios lechos…

Era la muerte negra. Nunca se había conocido nada semejante.

Francesco había salido de su casa para hacer su rutina acostumbrada: dos o tres visitas acordadas con sus clientes habituales, gente importante de la ciudad. En su mayoría solía tratarse de cuestiones simples: algún episodio de gota, alguna sangría, prescribir ungüentos, tónicos y pócimas… Y después, si el tiempo que quedaba se lo permitía, hacer su ronda voluntaria, como ya era costumbre desde hacía varios años, por las casas humildes de esa otra gente que también enfermaba pero no podía  permitirse el lujo de pagarse un médico. Al fin y al cabo, a él tampoco le suponía un especial sacrificio. Un par de horas más de trabajo, como mucho, y la satisfacción de haber hecho algo por esas personas que vivían miserablemente y apenas sí les llegaba para poder comer. Gentes que vivían cerca de la muralla, en casuchas pequeñas, inmundas, húmedas, de suelo de tierra apisonada, con ventanas sin cristales -pues eso era entonces un lujo al alcance de muy pocos-, con las que se intentaba detener el frío invernal simplemente echando el cierre a los postigos y quemando un puñado de sarmientos en el hogar donde, día tras día, hervía el triste puchero con algún hueso, algún nabo, algún trozo de col y poco más. Vecinos, en definitiva, pobres pero agradecidos, que a veces pagaban los servicios del galeno con lo poco que tenían: un par de huevos, un trozo de tocino o de queso… Y que el médico, por no despreciárselo, lo recibía con gratitud y haciendo elogio de lo recibido.

Francesco era médico, pero sobre todo una buena persona que era capaz de ponerse en el lugar de los desposeídos por la fortuna y ayudarles desinteresadamente.
Y sí, esa era su idea: dedicar cada día algo de su tiempo a esos pobres desgraciados.




El invierno se había presentado con todo su rigor y crudeza. Y el frío vino acompañado, como ya era costumbre, con calenturas, toses, esputos y resfriados. Lo normal en estos casos era la prescripción de bálsamos, cataplasmas, paños calientes para las articulaciones doloridas o entumecidas, paños fríos para hacer bajar la fiebre, encargar en la botica la elaboración de pócimas y brebajes a base de hierbas medicinales y especias y aconsejar a los afectados reposo e ingestión de líquidos. Poco más se podía hacer en estos casos.

Pura rutina. Desde que acabó sus estudios de medicina en la Universidad de Salerno, muy cerca de Nápoles, empleó casi todo su tiempo en la atención de enfermos en su localidad de nacimiento, en Perusa.

Perusa (Perugia) era y es una bella localidad erigida encima de una colina en el centro de Italia, con unas preciosas murallas de época romana y otras medievales, de más reciente construcción, al lado del río Tíber.
Pero ahora no era el paraíso sino el apocalipsis lo que estaba instalado allí. Una plaga bíblica por culpa de los muchos pecados de los hombres. Eso, al menos, era lo que se decía desde las altas instituciones de la Iglesia. El dedo acusador de los religiosos  vaticinaba  la llegada del castigo divino. Y a todos señalaba, casa por casa, puerta por puerta… Dios les había castigado. El fin estaba cerca. Había que arrepentirse de los pecados y observar un comportamiento piadoso. Y, sobre todo, rezar, rezar mucho… 

(Continúa)

Fragmento de un capítulo de "En la frontera" (Relatos de ficción con fondo histórico o real) Un proyecto registrado en Safe Creative.

domingo, 13 de marzo de 2016

Aquellos chalados con sus locos cacharros



13 de marzo de 1902: en Madrid se matricula el primer automóvil, un Renault descapotable de catorce caballos, perteneciente al marqués de Bolaños. 
Ese mismo año, el 17 de mayo, asumiría la corona Alfonso XIII, con tan solo 16 años de edad.
Doble estreno pues. 
El coche era capaz de alcanzar la increíble velocidad de 40 kilómetros por hora. Y Luis María Pérez de Guzmán y Nieulant, el marqués propietario del cacharro, parece ser que fue un hombre amante de los coches y un adelantado a su tiempo. El vehículo costó una fortuna, nada menos que 17.000 pesetas de la época, más 200 pesetas de la licencia. 
Algunos se animaron y en 1920 ya eran más de 1.000 los coches que llegaron a circular por la ciudad. Todo un caos circulatorio para la época. 
¡Qué locura! Dios mío -se dirían algunos- ¿A dónde iremos a parar con tanta máquina metiendo ruido por las calles?


 

La culpa de todo la tuvo Henry Ford cuando puso en práctica la producción en cadena aplicada a la fabricación de vehículos. Por esa razón empezaron a popularizarse los coches a partir de 1910. Y consecuentemente aumentaron los accidentes de tráfico. Los primeros cacharros alcanzaban la increíble velocidad de 20 kilómetros por hora y la gasolina se vendía en las farmacias.
El primer peatón que murió atropellado encontró su trágico final en Londres y era una mujer. Corría el año 1896 y el "bólido" circulaba a 7 km por hora. Eso fue al menos lo que dijo quien manejaba el auto.  La fallecida era una tal Bridget  Driscoll.




domingo, 6 de marzo de 2016

En la frontera



A veces ocurre que la literatura y la historia, hijas ambas de su tiempo, son capaces de convivir y ocupar un espacio común. Historias noveladas o, si se prefiere, relatos con una base histórica.
Con la historia de Andresillo Hurtado iniciamos hace unos días en este blog una andadura a través de una serie de relatos con fondo histórico o real. 

Siendo "A" la Historia y "B" la Literatura, la intersección, en azul, sería el espacio común
compartido por aquellas dos.
Para algo tenía que servir haber estudiado álgebra de Boole.


En el proyecto se dan cita personajes históricos, reales o inventados, que alguna vez en su vida se vieron en una situación de "frontera". Personajes como Quinto Sertorio, José de Espronceda, Giordano Bruno, Toro Sentado, Luis de Córdoba, Francesco Patalano -un galeno italiano que vivió supuestamente la peste negra en persona-, o el propio Miguel de Unamuno
En la obra confluyen pícaros, bufones, condenados por la inquisición, escritores, piratas, renegados y conversos, víctimas de la intransigencia, de la ignorancia y de la incomprensión.

Aunque a simple vista no lo parezca, todos ellos tienen algo en común: son personajes reales -o que en algún caso concreto pudieron haberlo sido- y que en un momento de su vida se vieron abocados a cruzar una línea, a sobrepasar un límite, a traspasar una frontera. De nuevo, la vida de algunos aparece convertida en un laberinto, con sus muros, sus minotauros...

La diferencia ahora estriba en la base histórica, con épocas que sirven de marco a lo que se narra. 


Quinto Sertorio


El nuevo proyecto lleva por título

En la frontera


Para algunos amigos, este título les resultará familiar. Y no estarán equivocados. Hace tiempo saqué un pdf de descarga gratuita desde mi blog con el título "De vaqueros y fronteras". Era, en parte, una avanzadilla de lo que serían luego dos trabajos separados, aunque con puntos en común. Uno, "Desde el laberinto", publicado en papel en diciembre y que muchos de vosotros ya habéis leído. Y otro, este que presento hoy, ya terminado y registrado. Y que, con el tiempo, para finales de año seguramente, aparecerá recopilado en forma de libro o de simple pdf o ebook susceptible de ser descargado. El tiempo lo dirá.