miércoles, 22 de diciembre de 2021

Ritual navideño


Adaptación de un antiguo texto mío con motivo de las fiestas navideñas y su publicación en La Charca Literaria.


Cuando era joven, casi un niño, tenía un tesoro en mi habitación: mi estantería. Siempre oliendo a madera y a esa combinación de aroma de libro viejo mezclado con el olor de las adquisiciones más recientes.

La lectura era un ritual solitario donde yo, como lector, me convertía en testigo y a veces en protagonista de los acontecimientos, un acto mágico que me posibilitaba ir descubriendo letra a letra, palabra a palabra, situaciones insólitas y paisajes recónditos ocultos a la vista de los simples mortales que, desde fuera, no tenían la suerte de compartir conmigo mi afición.

Por eso, cada año, esperaba con ilusión la llegada de las fiestas navideñas.

Las navidades para mí eran unos días muy especiales, pues dos tíos míos tenían la sana costumbre de regalarme libros, y siempre lo hacían al inicio de las vacaciones para que tuviera tiempo suficiente para leerlos.

De esta manera, cuando el mes de diciembre iba llegando a su final, sabía que en mi habitación me esperaba alguna aventura interesante para descubrirme, a solas, sus secretos y hacerme partícipe de ellos.

Porque todo se encontraba allí, en unos pocos estantes adosados a la pared del fondo: el capitán Nemo y su Nautilus, Sitting Bull y las infinitas praderas americanas, el profesor Lidenbrock y su sobrino Alex, los solitarios del océano, el escarabajo de oro y los misterios de la calle Morgue, los jinetes indios cabalgando a pelo sus monturas, Guillermo Brown y sus proscritos, el avaro Scrooge, el camino para llegar al centro de la Tierra…


Aquellas navidades me regalaron El árbol del ahorcado y otros relatos de frontera, lleno de tahúres, forajidos y vaqueros. Estaba deseando empezarlo. Así que, una vez ya en mi cuarto, cogí el libro de la estantería y, antes de iniciar su lectura, eché primero un vistazo a su interior, como quien abre la caja de Pandora picado por la curiosidad. Y percibí cierta agitación en sus páginas. Me dio la sensación de estar soñando o de sufrir un espejismo, pues llegué a entrever en ellas el movimiento vertiginoso de un remolino de arena típico de los desiertos….

Luego cerré de golpe el libro, y al hacerlo, como una puerta de seguridad que impide el acceso a los intrusos, se levantó un espeso muro de polvo y de silencio que quedó en el aire de la habitación, flotando unos instantes, como una interrogación que no espera respuesta.



jueves, 9 de diciembre de 2021

Boomerang

 


Domingo Mingo era muy aficionado a la caza, tanto la mayor como la menor, sobre todo en tiempos de veda. Su afición a matar animales le vino de tiempos de la infancia. Ya de niño, solo o en compañía de otros mozalbetes, acostumbraba a cazar lagartijas, a las que metía una colilla encendida en la boca, para que fumaran y se "emborracharan", y luego crucificaba con alfileres en un árbol que los peques denominaban como "poste de los tormentos". También cazaba insectos, sobre todo mariposas, a las que también clavaba sobre una cartulina gruesa, como buen coleccionista aficionado a la entomología. A las hormigas grandotas les arrancaba las antenas y, aprovechando la desorientación de estas, las ponía en una cajita pequeña para que se pelearan entre ellas. A las moscas les amputaba las alas. Disfrutaba también de lo lindo disparando perdigones a los gatos o atando latas vacías a la cola de los perros, quienes huían despavoridos.

De mayor no cambió de hábitos, solo que sus gustos eran más refinados y selectivos. Su buena posición económica, gracias al empleo que le facilitó su papá dentro de la propia empresa familiar, un negocio especializado en la fabricación de brillantinas y lacas para el pelo, de la que hacían ostentación todos los miembros de la familia, con sus cabellos repeinados, brillantes y engominados, le posibilitó la adquisición de una buena colección de escopetas y rifles que custodiaba y exhibía, orgulloso él, en una vitrina de su enorme salón del chalet de lujo que adquirió gracias a la buena marcha del negocio. Había escopetas y carabinas para caza menor, como conejos y perdices; rifles de repetición para caza mayor, como jabalíes, venados, antílopes, elefantes y otros grandes ejemplares que abatía sin piedad ni miramiento en determinados safaris a los que solía acudir al menos una vez al año.

Fue precisamente en un safari organizado para ricachones en Ruanda donde se encontró con la horma de su zapato.

Sabía que había acudido allí para cobrarse alguna buena pieza.

Lo que no sabía es que ese día aciago de 1990 se iniciaba una revuelta armada por parte de los hutus frente a los tutsis, su etnia rival desde hacía mucho tiempo. Y que la reserva aquella en la que cazaban estaba bajo control de los tutsis, a los que había orden de exterminar junto a todos sus colaboradores blancos.

Cuando las balas de los fusiles empezaron a silbar cerca de sus cabezas, los participantes en aquella cacería salieron huyendo por patas. Nunca mejor dicho, porque el jeep en el que se trasladaban había sido tiroteado y reventado cuando el depósito de combustible salió ardiendo calcinando en pocos minutos el vehículo. Los cazadores huían de aquel infierno de balas que se había desatado aquella mañana. Y de acosadores se convirtieron en acosados. Por primera y única vez en su vida, Domingo Mingo hizo un ejercicio de empatía hacia los animales que a lo largo de su vida había cazado; y se puso momentáneamente en su lugar, aunque no a cubierto, hasta que una certera bala le perforó el cráneo. Luego, su cadáver fue abandonado en medio de la sabana, dejado a la intemperie. También las hienas y las aves carroñeras tenían derecho a su ración de carnaza tras la cacería.




miércoles, 1 de diciembre de 2021

Criatura

 


Hacía un frío que pelaba en aquel viejo caserón a las afueras de Londres.

Un cielo encapotado con un manto gris amenazaba lluvia.

Anochecía.

Al poco estalló la tormenta.

Dentro de la mansión alguien andaba frenético entre máquinas, cables, probetas y tubos de ensayo. Era el doctor Víctor Madenstein, un hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, que trasteaba en su laboratorio. Junto a él, un ser descomunal atado con correas sobre una tabla horizontal que hacía las veces de camilla. Sus muñecas y sus tobillos se mostraban sujetos a unas abrazaderas metálicas de las que salían unos cables que iban a parar a una consola cercana formada por un sinfín de botones, llaves y palancas.

Atrás quedaron los días de los preparativos: noches interminables a la luz de una vela consultando viejos manuales de anatomía, el saqueo de las tumbas en busca de cadáveres frescos y adecuados, y todo eso que aparece en las películas alusivas durante la primera media hora de proyección para ir abriendo boca.

Ahora era el momento definitivo. Aquel ser inerte que yacía en la improvisada camilla, fruto de tantas horas de experimentos y ensayos, era el resultado de un proceso que en ese momento llegaba a su recta final. La hora de la verdad había llegado.

Y aquella era la tormenta esperada, la tormenta perfecta. El ruido de los truenos servía de banda sonora y telón de fondo para la situación que estaba teniendo lugar.

De pronto, un relámpago iluminó violentamente la sala, una escena en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Una luz pálida procedente de la claraboya del techo alumbró por un momento el cuerpo yacente. ¡El rayo había caído precisamente sobre el tejado! Y desde  el pararrayos exterior se comunicó con el interior del laboratorio a través de los cables dispuestos para tal fin. La descarga sacudió violentamente al gigante que estaba tumbado.

¡Lo conseguí! dijo entusiasmado el doctor cuando percibió un leve movimiento en los párpados del ser aquel.

Y el doctor Madenstein, aquel hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, lloró de alegría, como llora una madre cuando recibe en sus brazos el fruto que se gestó durante nueve meses en su vientre.

Deslumbrado por la situación, se quedó con los ojos muy abiertos mirando su obra. Aquella criatura le pareció bella, a pesar de su metro noventa y ocho, sus cicatrices, sus remaches y tornillos, sus zapatones y su pelo recortado a trasquilones. El monstruo abrió primero un ojo, después el otro, y se quedó mirando fíjamente a Víctor Madenstein. Luego, tras emitir una especie de carraspeo, se incorporó y dijo:

¿Cuál es mi estatus? ¿Nacido? ¿Adoptado? ¿Fabricado? ¿Con cuántos años nazco? ¿Debo ser considerado menor de edad? ¿Serás mi tutor? Espero haber caído en la familia adecuada y que mi padre, presuntamente tú, sea una persona responsable que me dé buen ejemplo y atienda mis necesidades. Espero que lo mío sea legal. No sea que salga por ahí algún heredero y me líe alguna por nacimiento ilegítimo. Anda que te has lucido: ¿No había otro más feo en el cementerio? Ya te vale, tacañón. Me has hecho de recortes de saldo. El flequillo cortado a bocados, como si fuera un antisistema, es de juzgado de guardia. Digo yo que me podrías haber buscado una ropa de mi medida. Esta chaqueta me queda corta y tiene más mierda que el sobaco de una mona. 

Y fue en ese momento, en ese preciso momento, cuando Víctor Madenstein, el hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, comprendió que se había equivocado y que tarde o temprano tendría que deshacerse de su obra; algo así como un aborto a posteriori. Lo cual ocurrió poco después, cuando el monstruo se dedicara a sembrar el pánico por la localidad haciendo de las suyas.

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Y que Mary Shelley me perdone por esta relectura descabellada.