lunes, 26 de febrero de 2018

Cenizas



La incineración es un asunto muy delicado. 
Los encargados de tal menester a veces son algo chapuceros. 
Puede ocurrir que pase como con las fogatas que, entre las cenizas, encontremos pequeños tizones, restos de rescoldos apagados, pequeños fragmentos de carbón, posiblemente huesos a medio quemar. Vamos, una incineración incompleta, mal hecha. 
A Herminio Pérez “le tocó” en herencia la urna con las cenizas y los tropezones semicalcinados del abuelo. 
Fue una burla macabra. 
A los otros familiares les correspondieron sus propiedades y sus depósitos bancarios. A él, tan solo cargar con el mochuelo de los restos. Un detalle de los allegados hacia él, dado que el vejete, un tacañón como la copa de un pino, no le había legado ni un céntimo. Fue el primo Jacinto quien, tras guiñar un ojo a los demás, se lo propuso: 

-Mira, sé que en el fondo a él le hubiera gustado que tú lo tuvieras. ¿Te importa quedártelo?- Le dijo mientras contenía la risa y, con gesto de seriedad impostada, le ofrecía la pequeña urna con los restos del finado. 
Y por inercia y respeto al momento luctuoso, más que por convencimiento, lo aceptó. Y eligió la repisa de la chimenea del salón como lugar adecuado y allí, junto a otros adornos de discutible gusto estético, colocó el recipiente, como había visto hacer en alguna película. 
Unos meses más tarde vinieron a comer a su casa los familiares, quienes, además de haberse quedado con toda la herencia, eran unos gorrones de mucho cuidado. Como hacía buen tiempo, Herminio se decantó por preparar una comida en el jardín. Disponía de un buen puñado de leña para hacer brasas. También contaba con una buena colección de botellas de vino y decidió tomarse unas copas mientras organizaba los preparativos y preparaba el fuego. Y entre copa y copa, mientras aliñaba la ensalada y bromeaba con los invitados, fue pasando el tiempo hasta que reparó en que todavía había que asar la carne. 
Comprobó así con preocupación que se había consumido casi toda la madera del hogar de la barbacoa y convendría añadir algo de carbón para mantener vivas las brasas más tiempo. Pero en el saco no había más que tres o cuatro trozos. Del todo insuficientes. Medio borracho como estaba se fue hacia la chimenea, cogió la urna y separó la ceniza en polvo de los restos del abuelo que, disimuladamente, metió en una bolsa de Carrefour. ¡Qué coño! Nadie se iba a dar cuenta. 



Y allí, entre las brasas de la barbacoa de piedra mezcló los trozos de carbón que quedaban junto con los “tropezones” de la bolsa. Luego colocó encima la parrilla con la carne. 
Lo que se iba a reír él cuando los otros, los herederos, los afortunados en el reparto, se comieran las chuletas. 
Luego, a lo postres, ya se encargaría de amenizarles la velada, explicándoles con todo lujo de detalles por qué algunos tipos de carbón añaden un inconfundible sabor al asado.

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Relato publicado en La Charca Literaria

lunes, 19 de febrero de 2018

Mensaje en una botella


Nunca persona alguna le mandó una carta.
Hoy, esta afirmación no sorprendería a nadie, por la sencilla razón de que nadie escribe cartas. A lo sumo, algún email por correo electrónico, algún mensaje por facebook o algún whatsapp; pero cartas, lo que se dice cartas… estos son otros tiempos donde eso no se estila. Pero Ernesto Ortigueira era de otra época, de un tiempo donde no había esos artilugios modernos y la gente, si quería comunicarse, debía tirar de llamada telefónica o del servicio de correos. Escribir cartas era lo normal: a la familia que estaba lejos, a los amigos que se iban de vacaciones, a la novia o al ligue ocasional que conocimos en aquella playa aquel verano…
Y él jamás recibió una sola de esas cartas. Lo cierto es que nunca tuvo novia ni amigos ni familiares que le escribieran nada.
La verdad es que era un hombre poco sociable. Vivía solo. Y sus aficiones tampoco le permitían relacionarse mucho con otras personas.  Corrían los primeros años 70.
Una de sus aficiones favoritas era la de leer libros. Un vicio solitario. Otra era la de pescar. Levantarse muy temprano; coger los aperos, la caña, los anzuelos, los cebos; acercarse al puerto y, alejado de la zona donde se amarraban las barcas,  si el viento le era propicio, soltar el sedal y esperar a la suerte.
Pasaba mucho tiempo solo, tal vez demasiado.

Por eso, un buen día, urdió un plan: escribir mensajes, meterlos en una botella, irse al espigón de aquel puerto y lanzar su mercancía, en espera de que quien se encontrara la botella respondiera a su solicitud:
“Hola, me llamo Ernesto Ortigueira. Por favor, quien encuentre este mensaje, comuníquelo a esta dirección: Rúa Castelao 15, etc., etc.”
Primero, empezó su cometido tímidamente. Escribía un mensaje. Lo metía en su envase de cristal correspondiente, lo lanzaba al mar y esperaba. Cada vez que recibía contestación, se apresuraba a repetir la operación y volvía a mandar un nuevo mensaje. Al principio los escribía a mano, en plan artesanal; luego, los pasó a máquina, llegando a enviar anualmente cerca de medio centenar de misivas.



Todo lo preparó meticulosamente desde el principio. Elegía botellas preferentemente pequeñas y de cierta dureza con el fin de que resistieran mejor los embates del mar. Sus favoritas eran las de Mirinda, las de Mahou (las de tercio) y las de agua mineral Mondariz. Desechó desde el comienzo las de Cocacola porque el exceso de publicidad y frivolidad que suele acompañar a este brebaje podría dañar la efectividad y la seriedad de su cometido. Además no le gustaba la Cocacola. Para cerrar las botellas convenientemente usaba tapones de corcho ajustados a presión en la embocadura y rematados por una densa capa de betún o brea fundida a prueba de agua y de cambios térmicos.
Y así fue cómo empezó todo. Era raro el mes en que no recibía dos o tres cartas de gente que, entre sorprendida y emocionada, respondía a su demanda con entusiasmo. Para muchos, aquello era algo parecido a descubrir el mapa del tesoro.

En poco tiempo consiguió tener más amigos que en toda su vida anterior. De vez en cuando se reunían las personas que lograron contactar y se lo pasaban francamente  bien. Fundaron un club, el de “Unidos por la botella”. En las reuniones nadie usaba vaso. Todos bebían a morro. Unos tomaban cerveza, otros agua y algunos, refrescos de limón o de naranja. Cocacola nadie.”

lunes, 12 de febrero de 2018

Alta mar



No decía palabras. Tan solo las coleccionaba.
¿Para qué hablar?
Cuántas veces había rehusado dar esta o aquella conferencia, hacer la presentación de una novela, hablar de tal o cual escritor, participar en esta o en la otra tertulia… Lo suyo no era el diálogo ni la oratoria, ni las clases magistrales -no necesitaba oírse, ni tampoco precisaba el aplauso del público-, sino tan solo atesorar palabras; recopilar líneas, frases, párrafos, páginas y libros en los atiborrados anaqueles que ocupaban las paredes de su hogar flotante.

El capitán de aquel navío, una especie de Capitán Nemo, un ser excéntrico, apartado del mundo, celoso de su tesoro, siempre vigilante desde el castillo de popa, no precisaba a nadie. Le bastaban su barco, su soledad y la compañía de sus libros. No necesitaba nada más. Todo estaba ya dicho y recopilado en letra. Su pasión por lo escrito le llevó a forrar toda la nave de estanterías. Además de una muy bien nutrida biblioteca que montó en el camarote principal, había estantes en su dormitorio, repisas y entrepaños a rebosar en la cocina, en la bodega, etc. El libro -los libros- eran los amos, los señores indiscutibles de aquel lugar.

Mientras navegaba, el interior de la nave se mantenía en un riguroso silencio y en una leve penumbra, las contraventanas echadas,  alfombras por todas partes para amortiguar las pisadas. Como un ritual, similar al que existe en un recinto sagrado, nada ni nadie debía alterar -ni siquiera la luz intrusa ni el rumor exterior del mar-  la paz que reinaba dentro de aquella casa flotante. Sí, aquello se había ido convirtiendo con el paso de los días en una especie de santuario. Y los libros formaban parte de la liturgia.  Y el coleccionista de palabras, el dueño del barco, era su sumo sacerdote.



Y en el silencio absoluto de la noche, a la luz de unas tímidas bujías, mientras emitían un leve quejido las cuadernas del barco, los libros reposaban mudos acumulando tiempo, palabras y polvo, ajenos al discurrir de la vida allá fuera, donde a las horas del día sucedían monótonas las horas de la noche, con su luna y sus estrellas, sus alegrías y sus miserias.  
El tiempo permanecía congelado en las estanterías de aquel lugar.

El capitán repetía día tras día un ritual que le proporcionaba un inmenso placer: pasear por la cubierta de aquella biblioteca flotante en compañía siempre de un libro en sus manos.
Porque en los libros estaba todo. Estaban las ciudades y las islas remotas; las caminatas a pie y los viajes en tren o en barco; el amor y el odio; la tempestad y el llanto; la felicidad y los deseos; los sinsabores y las alegrías; los celos; la tristeza; el pavor y el desencanto. Todas las combinaciones posibles, todos los estilos, todas las intenciones, todos los temas, todas las épocas, todos los géneros…

El día en que su barco encalló en aquel arrecife y una vía de agua se abrió en el casco de madera inundándolo todo, el capitán echó en falta que carecía de algunos libros: "Guía de farallones y arrecifes en los Mares del Sur", "Cómo solucionar pequeñas averías domésticas" y "Protocolo de salvamento en buques privados".

lunes, 5 de febrero de 2018

Así podría ser el final de "Cuéntame cómo pasó"


En estos días está emitiéndose la temporada 19 de la serie que protagoniza la familia Alcántara.
En algunos aspectos y en determinadas situaciones, muchos nos hemos visto reflejados en ella, pues nos tocó vivir ese tiempo, muy agitado por cierto.
No sé si tras esta emisión, con tantos capítulos en su haber, la serie dará para mucho más.

Supongamos que el año próximo llegan a la temporada final, la número veinte.

Los guionistas de “Cuéntame cómo pasó” podrían tener una magnífica ocurrencia a la hora de situar cronológicamente su temporada vigésima y última: plantear el episodio final haciendo coincidir el día, el mes y el año de referencia de la serie con el tiempo real en el que se va a emitir,  pongamos que el 12 de mayo de 2019.
De esta forma, en el último episodio, lo que ocurra en la calle, ocurre también en la serie. El último capítulo tendría que emitirse en directo. Aunque habría ensayos previos que abordarían el "envoltorio", la problemática personal de cada uno, las conversaciones familiares, etc., siempre se debería dejar un espacio a la improvisación de última hora puesto que podría ocurrir algo inesperado en el panorama nacional. Las agencias publicarían sus noticias y la serie se iría modificando según las últimas informaciones de rabiosa actualidad que fueran llegando: un accidente ferroviario en el que curiosamente viaja alguno de los Alcántara, un atentado terrorista que salpica al barrio de San Genaro, un proceso judicial por corrupción que afecta a viejos conocidos de Toni, etc. Ya se sabe que a esta familia les pasa siempre de todo.

Y esta podría ser la última escena:

En el informativo que ponen en otra cadena a la misma hora en que se emite Cuéntame, se destaca que la policía busca al “asesino del gorrito”, un canalla violador que siembra el pánico en algunas barriadas de Madrid. Mientras, en la serie, un matrimonio maduro formado por Carlos y Karina, ven el telediario donde aparece dicha noticia. Comentan alguna cosa, indignados. Por su parte, María, la hija menor  de los Alcántara, que ya no es una niña sino toda una mujer, es perseguida por las calles de San Genaro por el mismo sádico personaje que es noticia en el telediario. Antonio Alcántara, un anciano que debido a sus achaques ya no puede conducir, y que precisamente anda dando una vuelta por el barrio, con su bastón sobre las piernas y en silla de ruedas, llega en ese momento a su calle y, percatándose del peligro que se cierne sobre su hija, se interpone entre la joven y el perseguidor, quien tras tropezar aparatosamente con la silla de ruedas, recibe un tremendo bastonazo, quedando inconsciente tendido en el suelo, mientras Antonio increpa al delincuente: "¡Así las gastamos los de Sagrillas, mangurrián!"

Enseguida llega la policía y le detienen. Al violador, claro.

En el telediario, última noticia sobre el asesino del gorrito: acaba de ser detenido gracias a la cooperación ciudadana. Al parecer, un anciano, vecino del lugar, se jugó la vida enfrentándose con el criminal.

—¡Me cago en la leche, Merche. Si no llego a tiempo me matan a María!—exclama el protagonista de la famosa serie a una  decrépita Mercedes que acaba de hacer acto de presencia en la escena y precisa de un andador para moverse— ¡Milano, a este tontolaba ya no le quedarán ganas de meterse con las mujeres! ¡Me cago en la cuna que me arrulló!