domingo, 15 de julio de 2018

Vecinos




—¿Has oído eso, Marcos? 
—¡Maldita sea! Ya empezamos de nuevo con la sinfonía. 

Quien preguntaba era Marta. Y quien contestaba era Marcos. El asunto: los ruidos que se producían en el piso de arriba. Desde hacía unos meses, se habían instalado allí nuevos vecinos. Una pareja mayor, un tanto enigmática, parca en palabras, dos personas con el pelo canoso y aspecto de jubilados con cara de pocos amigos, que apenas salían de casa y que, al parecer, debían dormir también poco pues se les oía hasta muy tarde, hablando alto y trajinando hasta altas horas de la madrugada. Algo así como un correr de muebles, acompañado de golpes secos y de frases expresadas con cierta contundencia. Ella parecía recriminar al hombre: 

—Déjalo ya, Vincent. Es tarde. 
—Cuando se esté quieto. Este maldito cielo que veo tras la ventana no hace más que moverse. Así no hay quien acabe de pintar el cuadro. 
 —El cielo no se mueve. Vas a acabar conmigo. Estás para que te ingresen. 
 —Tú sí que estás como un cencerro, vieja puñetera. Ya me lo advirtió mi hermano Theo.
—¿Yo? ¿Tú has visto que el cielo tenga esos remolinos? ¿Y crees acaso que esos colores tan chillones y esas luces que usas responden a la realidad? Tú sí que estás para el psiquiátrico. 
—Enorme ingratitud la tuya cuando olvidas que te recogí de la calle. 
—Pronto has olvidado que fui yo quien te sacó del arroyo. Si no hubiera sido por el dinero que tenía ahorrado, tú no te podrías haber dedicado a la pintura. Hay que estar muy mal para cortarse un trozo de oreja. Háztelo mirar. 




Y así, como un ritual cada noche, la misma conversación, el mismo tono agrio, las mismas voces, los mismos golpes en la mesa, el mismo correr de sillas y enseres, la misma angustia para los vecinos del piso inferior que asistían atónitos cada día, como público de la primera fila, a semejante teatrillo desquiciante. 

 —Habrá que decirles algo, Marcos. Así no podemos seguir. 

Y Marcos, al día siguiente, subía el tramo de escaleras y llamaba a la puerta de los vecinos. 
Y una señora mayor con gesto serio y poco comunicativo abría desconfiada diez centímetros la puerta, lo que daba de sí la cadena de seguridad. 
Y ella, qué desea. 
Y él planteando la queja educadamente. 
Y ella, no podemos ser nosotros porque nos acostamos muy temprano, a eso de las diez. 
Y él, sin dar crédito a lo que oía, tan solo indicar que se oía encima de su dormitorio y que no podían dormir. 
Y ella, serán los vecinos del piso de al lado. 
Y luego, bajar las escaleras sin saber qué decir a Marta. 
Y Marta, tienes que ser más duro, amenazarles con llamar a la policía. 
Y Marcos, sube tú. 
Y ella, la próxima subiré yo, descuida. 
Y así todos los días. 
Y lo mismo. 
Y una y otra vez subiendo Marta y luego Marcos y al otro día de nuevo Marta. 
Y otra vez Marcos. 
Y las mismas respuestas. 
Y el hastío y el cabreo. 
Y el hartazgo que condujo finalmente a la denuncia. 
Y la policía llevó sus bártulos y desde el piso de ellos, con un equipo especial, grabó los decibelios de los de arriba durante varios días seguidos y a distintas horas. 

Y hubo juicio. Luego vino la multa. 
Al parecer, según los expertos geriatras que dieron su testimonio tras analizar detenidamente el asunto, no había nada intencionado en el comportamiento de los dos jubilados, simplemente eran “sonámbulos especialistas en sueño sincronizado reiterativo”, una modalidad rara que se adquiere después de toda una vida en común, y que por la noche cada uno interpretaba su papel: él era un pintor frustrado y ella su amante y sufridora. Y el juez les rebajó sustancialmente la multa si se acogían a un tratamiento clínico de trastorno del sueño durante algunos días con seguimiento de un especialista. Y hubo acuerdo entre las partes. Y a la clínica se fueron los dos vejetes y les pusieron la cabeza, las piernas y los brazos llenos de cables y electrodos para registrar los impulsos durante el sueño. Y así, con ayuda de alguna medicación, tratar de reeducarles en el uso correcto de sus horas de descanso nocturno. 
Y finalmente respiraron aliviados Marta y Marcos. La pesadilla -por fin- parecía llegar a su término. 
Hasta una semana después. 
Justo una semana después, por la noche, tras meterse Marta y Marcos entre las sábanas… empezó una nueva función. Lo que se oía ahora era lo más parecido a una película de guerra en un "home cinema", a todo volumen, con ruido de balas y obuses que estallaban por doquier. 



 —¡Nos han descubierto, Charly! — se le oía gritar a ella con el estruendo de la batalla de fondo—. ¡El enemigo tiene nuestra posición, pero no le va a ser fácil acabar con nosotros. Hemos perdido una batalla, pero la guerra continúa! 
 —¡Habrá que hablar con el capitán para que nos envíen refuerzos —respondía él—. Mientras tanto hemos de seguir a cubierto! 
 —¡La radio no funciona! ¡Espero que mañana esté aquí Douglas para darle instrucciones. Le trasmitiremos nuestras necesidades para poder resistir. Mientras, haremos turnos de guardia! 
 —¡Empiezo yo! ¡Necesitaría coger antes un par de granadas de mano y un cargador completo para el fusil. La noche es larga y nunca se sabe por dónde vendrá el ataque del enemigo! 
 —¡No te duermas y vigila bien! ¡Monta también la ametralladora en aquel repecho! 
 —¡¿Qué dices del pecho?! 
 —¡El RE- PE- CHO, que cada día estás más sordo! 
 —¡Descuida, Flánagan! 
 —¡Agáchate, Charly, nos están atacando!—decía ella, gritando como una endemoniada.
 —¡Malditos cabrones, tomad plomo! ¡Boooooom! ¡Si creéis que vais a poder con nosotros, os vais a enterar! ¡La guerra no ha hecho más que empezar! 

 Y luego, toda la noche —y la otra, y la otra, y las siguientes también—se oyó un silbar de balas y estruendo de obuses.



¡Feliz verano a todos! ¡Y que los vecinos se porten bien!
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