martes, 27 de abril de 2021

El silencio

 


Un silencio espeso y profundo fue el causante de que me despertara sobresaltado esa noche y luego ya no pudiera dormirme. No solo me despertó aquello sino que me sembró de inquietud y me impidió relajarme para intentar recuperar el sueño, por lo que, después de dar vueltas y más vueltas, tomé la opción de encender la luz y levantarme.

Miré el despertador. Eran las tres de la madrugada. La casa estaba fría, pero silenciosa en exceso. Ni un ruido, ni un crujido. Me fui a la nevera y me bebí un vaso de leche. Luego entré en el salón, cogí un libro de memorias de Groucho Marx y me senté en el sofá. Leer un rato algo entretenido igual me serviría para reencontrar el sueño perdido.

Entonces ocurrió algo extraño.

Tuve la sensación de ser observado.

Levanté la vista del libro. Alguien me miraba desde la pared de enfrente, junto a la librería. Era un personaje de una litografía que tenía allí colgada, una copia enmarcada de una obra de Botticelli que compré hacía tiempo en una tiendecita de El Rastro madrileño : La Adoración de los Magos.

En la composición, haciendo de Reyes Magos, aparecían diversos miembros de la familia de los Médici. También se retrató el propio pintor, precisamente era el que me miraba fijamente, motivo de mi desazón aquella noche.

El caso es que el personaje aquel no me quitaba ojo y su mirada siempre silenciosa y enigmática intentaba bucear en mi interior buscando algo, tal vez simplemente sembrar la inquietud dentro de mí. Nunca había reparado antes en la dureza del gesto. Era una mirada inquisitiva, llena de interrogantes... Parecía decirme: "¿Y tú qué haces aquí? Eres un intruso."

Una mirada envuelta en silencio pero que cortaba el aire como un cuchillo.

Acudieron a mi memoria esos enfados con mi antigua pareja, ese no decirnos nada durante horas e incluso días; pero manteniendo la mirada seria, cargada de reproches. Se podía masticar en el aire el desencuentro, el muro de hielo que se levantaba entre los dos, sin pronunciar una sola palabra. El desencadenante podía ser cualquier tontería: una palabra a destiempo o fuera de tono, tomar una pequeña decisión sin consultar con ella, no mostrar un exceso de alegría cada vez que venía por casa su madre a pasar una temporada... La mínima desavenencia o malentendido originaba la tempestad. Eso sí: en absoluto silencio y marcando fríamente la distancia entre ambos durante unos días. Ahora todo eso pasó. El tiempo se llevó aquella vieja relación. Estaba solo en aquella casa, sin ninguna persona a mi lado que me incomodara, a no ser el Botticelli del cuadro, con ese gesto tan serio y distante, tan callado... Había algo hipnótico en aquella mirada, pues no podía apartar mis ojos de ella. Me atraía y me revolvía por dentro. Intenté distraerme, seguir leyendo las Memorias de un amante sarnoso; pero, nada, fui incapaz de concentrarme en su lectura. Cada poco mis ojos se elevaban por encima de sus páginas y se clavaban de nuevo en los del personaje... Al final ya no pude más, solté el libro, me levanté del sofá y me encaré con él:

¡Está bien, tú ganas! No vuelvo a decir que en ese cuadro te pareces al difunto actor Enrique San Francisco cuando joven. Tú eres más guapo. Y un pintor famoso. Era tan solo una broma; perdón, no volverá a ocurrir.

Y desde entonces pude dormir tranquilo. Me olvidé del personaje y él de mí. Tampoco me lo tuvo en cuenta desde el más allá el actor fallecido.


lunes, 12 de abril de 2021

El sufrido e incomprendido mundo del escritor


Una cosa es escribir y otra padecer por ello. Eso era exactamente lo que le pasaba a Manuel cada vez que escribía un relato y sus personajes tenían algún percance. No lo podía evitar, pero no era de recibo que cada vez que inventaba una historia sufriera en carne propia lo que les ocurría a sus seres de ficción. Era una implicación excesiva: por mucho que fueran obra suya, no eran sus hijos.

Recuerdo ahora aquel caso de un médico de familia que llevaba mal que sus pacientes enfermaran y cada vez que alguno pillaba algo él también se ponía malo. Era un aprensivo que se implicaba en exceso con los padecimientos de los demás. Al final tuvo que dejar la medicina y dedicarse a otra cosa.

A Manuel le estaba pasando algo similar: que su personaje sufría del dolor de muelas, al cabo de un rato ya le estaba dando la lata alguna de sus piezas dentarias y tenía que darle al paracetamol y pedir cita con el dentista; que su personaje era aficionado al deporte o a ir al gimnasio, al día siguiente ya estaban allí puntuales las agujetas:

Manolo, venga, que se nos hace tarde para ir donde mi madre le decía su esposa, mientras él seguía remoloneando en la cama.

No puedo. Estuve ayer tarde escribiendo la historia de Marcos el culturista y hoy ando con agujetas.

Cuando escribió la historia de Pau Gilabert, el de los picores, le salió una dermatitis en sus partes de muy señor mío, pues no paró de rascarse la entrepierna mientras la escribía.

Luego empezó el relato de Angustias, la que perdió la casa y todos sus ahorros por su afición al juego...

Manolo. Te recuerdo que dentro de una hora tenemos cita con el abogado para lo de la herencia de mi padre, y tú todavía andas en pijama. Venga, vámonos que se nos hace tarde.

Vete tú, que enseguida me acerco yo y te recojo. Es que a Angustias la echan hoy del piso.

Con Elviro Lindo, un tipo guaperas y ligón, le pasó algo curioso. Su personaje andaba alternativamente con varias mozas. A una, alta y morena, la visitaba los lunes; a otra, rubia de bote, los martes; el miércoles se lo montaba con una pelirroja en el cine; los jueves frecuentaba locales de alterne; los viernes y los sábados salía de pesca a una discoteca, y siempre había incautas que picaban; el domingo lo dedicaba a reparar fuerzas y descansaba, salvo que alguna amiga le telefoneara con otro plan mejor. No paraba el tío. Hasta el punto de que tuvo que tomar un complejo vitamínico. Y la novela, lógicamente, tenía escenas de cama y pasajes tórridos a tutiplén con sexo de alta temperatura, que eso vende mucho, pues no hay que olvidar que las buenas historias se sustentan sobre cuatro pilares fundamentales: un conflicto que enganche, unos personajes consistentes y creíbles, sexo a raudales y... del otro ahora no me acuerdo, ni falta que hace.

Y de resultas de tanto trajín y de tanto folleteo, Manolo parecía Príapo, con su erección permanente por implicarse en la vida sexual de los demás, y pilló dolor en sus partes íntimas:

María, ven a la cama, que ando salido. No sé qué me ha pasado con mi personaje que tengo dolor de huevos.

Que te alivie tu tía. A saber qué mierdas de páginas visitas en internet. Todo el día con el ordenador es lo que tiene. Vas y te arreglas tú solo, como yo hago con mi madre y con el abogado. 

____________________

Texto publicado originariamente en lacharcaliteraria.com

martes, 6 de abril de 2021

Carmen

  


¿Dónde vas tan deprisa, Carmencita?

¡Ni falta que te importa!

Era su contestación favorita. Aunque aquello era un desatino lingüístico, gramaticalmente incoherente, desde el punto de vista comunicativo, uniendo a lo verbal lo gestual, constituía una respuesta contundente y acertada.

Y es que ella siempre fue muy respondona y arisca.

Carmencita era de las pequeñas de mi barrio. Sí, una de esas mocosas que cuando yo andaba con la pubertad, ella todavía estaba enredando con muñecas. En aquellos días se levantaba un muro casi infranqueable entre los “enanos” y los “mayores”. Tres o cuatro años de diferencia era mucho tiempo cuando ya algunos teníamos la cara llena de granos y andábamos peleados con el mundo.

Pero el tiempo que todo lo puede obra maravillas y va limando distancias. Y cuando cumples los dieciocho o diecinueve, te vas percatando de que la niña ya no es tan niña, que las sucesivas primaveras han obrado el milagro de convertir la crisálida en mariposa, que hasta parece otra y apunta maneras y empieza a gustarte… En ese momento es cuando intentas una maniobra de aproximación y procuras hacerte el simpático. Y ya no te diriges a ella como a una pequeñaja, sino como a una colega de tu edad. Y tu tono se modula y se adapta a la nueva situación…

Hola, Carmen. ¡Cuánto tiempo! ¿Dónde vas tan deprisa?

¡Ni falta que te importa!