Me pasé toda la noche de aquí para allá. Andando
sin parar y sin venir a cuento. Eso al menos fue lo que soñé. Una pesadilla
angustiosa que se repetía una y otra vez a lo largo de aquellas horas que se me
antojaron interminables.
Caminaba deprisa por una calle estrecha y solitaria
de una vieja ciudad. Era de noche y no había un alma en la calle. Mis pasos
resonaban en el pavimento. Y al doblar cada esquina, incluso antes de hacerlo,
premonitoriamente, mi corazón se sobresaltaba porque sabía que a la vuelta me
esperaba algo desagradable, un encuentro no deseado.
(…)
Siempre aparecía aquella figura siniestra y sin
rostro, amenazante, pertrechada detrás de su sombrero y de su gabardina, una
especie de gánster con el cigarrillo entre los labios, las manos en los
bolsillos y la cara en sombra bajo el ala del chapeo…
-Escuchame, forro. No te hagás el
pelotudo. Andate a la concha de tu madre y dejate de joder.
Así de sopetón, con ese acento porteño que parecía
sacado de una película de hampones de los años cincuenta rodada en Buenos
Aires.
Una y otra vez. De esquina en esquina. De
sobresalto en sobresalto. Así toda la noche. A veces, el gánster de la gabardina dejaba el porteño y
adoptaba un aire más castizo, más nacional:
-Escúchame, gilipollas. Sé de qué vas. Déjate de joder o te corto las
pelotas.
Casi siempre en lengua española, en sus distintas
formas locales, pero igual de amenazadoras.
¿Qué pasará? ¿Se cumplirán las amenazas? ¿Logrará el narrador darle “esquinazo” al gánster?
Si no lo sabes, porque todavía no leíste el libro, la explicación la tienes en