viernes, 29 de noviembre de 2019

Tres chapuzas históricas

Francis Bacon

Sarajevo 

Siempre se señala a Gavrilo Princip como el artífice del atentado de Sarajevo, aquel que desencadenó la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, tras el magnicidio del heredero al trono austriaco, el archiduque Francisco Fernando, hubo un complot de varias personas. Uno de los participantes en el asesinato fue un tal Cabrinovic. En un principio intentó acabar con la vida del príncipe heredero al tirar una bomba al paso de su carruaje, pero falló en su tentativa porque la bomba rebotó en el antebrazo del archiduque hiriendo a otras personas. El terrorista, acto seguido se tomó una cápsula de cianuro y se arrojó al río con intención de ahogarse; pero las aguas tenían escasa profundidad por ser verano, tan solo unos diez centímetros, insuficientes para que se hundiera el cuerpo del asesino. Además, no le hizo efecto el veneno porque estaba caducado y los viandantes lo sacaron del río y la emprendieron a tortas con el joven. De no ser apresado enseguida por la policía habría muerto linchado. 

La venganza de un pollo 

Francis Bacon, científico, filósofo y político de finales del siglo XVI y principios del XVII, tuvo una muerte de lo más tonta. Viendo nevar una tarde se le ocurrió que la nieve podría ser un buen conservante como la sal y que el frío serviría para retardar la descomposición de los cadáveres. Así que salió a comprar un pollo, lo mató y lo enterró en el campo cubierto de nieve. Y allí se quedó un buen rato, a la intemperie, para ver lo que tardaba en congelarse el animal. El pollo no se congeló, pero él pilló un buen resfriado que se convirtió en pulmonía y que lo llevó a la muerte a la edad de 65 años. 

Duro de matar 

Rasputín, el “monje loco” que tanta influencia ejerciera sobre Alejandra y su marido el zar Nicolás II, fue víctima de un plan trazado para asesinarle, pero a los asesinos les costó lo suyo. Primero fue envenenado con suficiente cianuro como para matar a un elefante. Como apenas le hizo efecto el veneno, le pegaron un tiro. Como no se moría, le volvieron a disparar. Luego le dieron una tunda de palos y lo castraron. Finalmente lo arrojaron a las heladas aguas del río Neva. Según la autopsia, murió ahogado.


Este texto también ha sido publicado originalmente en La Charca Literaria (lacharcaliteraria.com)

lunes, 18 de noviembre de 2019

La huida



Nunca imaginó que tuviera que irse de allí, pero las cosas se habían puesto realmente mal y al final tuvo que tomar una determinación.
Se fue sin un adiós. No quiso despedirse de nadie. Le resultaba realmente doloroso tener que pasar por el mal trago de la despedida.
Se fue al anochecer, al amparo de las sombras. La noche era especialmente fría, solo que había luna y el cielo aparecía cuajado de estrellas —¡Nunca vio tantas en toda su vida!—. Ello le permitía orientarse en medio de la oscuridad.
Un silencio absoluto reinaba, solo roto de vez en cuando por el canto del cárabo que, una y otra vez, dejaba oír su monótona letanía, un canto lúgubre en medio de la inmensidad de aquella noche.
El aire estaba tan frío que cortaba la piel.
El hombre se puso a caminar. Decidió resueltamente tomar un camino, el que le conduciría a su destino.
Mirando hacia el horizonte de aquel campo tan llano que parecía un inmenso mar, divisó a lo lejos la mole enorme del obstáculo que le separaba del otro lado. A derecha e izquierda se alzaba un muro imponente de muchísimos kilómetros de largo. No se adivinaba el final ni por un lado ni por el otro. Habría que vadearlo; pero a saber dónde acabaría. Tomó pues la decisión de saltarlo. Era un muro de piedra y podría tener una altura de seis o siete metros. No era de altura excesiva.
Se dispuso a iniciar la escalada. Su futuro y tal vez la felicidad dependían de ello.
Al ser de piedra, la pared aquella ofrecía algunos pequeños entrantes o hendiduras que podrían servir para ir metiendo los dedos y la punta de las botas en el ascenso. Se puso a la tarea. Estaba más ágil de lo que pensaba y en pocos minutos logró coronar la cima. Al llegar, tomó un respiro y se sentó allí a horcajadas contemplando el paisaje que se abría al otro lado. Ante él aparecía, hasta donde la vista se perdía, un bosque frondoso. La bajada se anunciaba más sencilla. Solo tendría que repetir la operación de ir metiendo pies y manos en las hendiduras que encontrase e ir descolgándose poco a poco. Bajó. De nuevo emprendió la caminata, ahora a través de la espesura. Según andaba entre los árboles, recordaba imágenes de los días anteriores. Los preparativos para la marcha. Los problemas que le llevaron a tomar la decisión de irse. Los asuntos personales no andaban bien. Debía emprender una nueva vida lejos, sin condicionantes. Había estado viviendo una vida que no era la suya. Era la de otros. Ocupaciones alienantes para sacar adelante a los demás. No se arrepentía de ello. Era lo que tenía que hacer entonces; pero ahora el momento era otro. El tiempo se iba y había que aprovecharlo.
Tenía por delante un largo camino, muchas horas de marcha a través del bosque. Y cuando el bosque se acabó, apareció de nuevo el campo. Los árboles empezaron a escasear y en su lugar fueron apareciendo arbustos y matorrales.
Amaneció. Caminó y caminó incansablemente, hasta que no pudo más y se detuvo a descansar sentado en una piedra enorme bañada por los rayos del sol de la mañana. Agotado, logró vislumbrar a través de los matorrales que tenía delante un camino. Cuando se repuso un poco, se levantó de allí y lo tomó. Tenía el cuerpo molido. Le dolían las piernas; pero había que seguir. “El mundo es para los que no se rinden”, recordaba entonces las palabras de su abuelo.
Siguió aquel camino. Se extrañó de que en ningún momento se cruzara con nadie. Ninguna persona, ningún animal en todo el recorrido, como si el mundo se dispusiera antes sus ojos para él solo, como si lo estrenara él a cada paso.
Así pasó el día: caminando y descansando a ratos.
Y al final, cuando la tarde declinaba y el sol volvía a ocultarse en el horizonte, cuando ya no podía más y sus piernas pesaban cada una como una losa de cemento, cuando ya estaba a punto de desfallecer y se preguntaba qué demonios hacía allí, andando sin norte, sin saber dónde ir, en medio del silencio de una nueva noche, roto tan solo por el canto del cárabo que, una y otra vez, dejaba oír su monótona letanía, divisó a lo lejos la mole enorme del obstáculo que le separaba del otro lado. A derecha e izquierda se alzaba un muro imponente de muchísimos kilómetros de largo. No se adivinaba el final ni por un lado ni por el otro. Habría que vadearlo; pero a saber dónde acabaría.
Y tomó la decisión de saltarlo.



Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia

lunes, 11 de noviembre de 2019

Recuerdos




Me acuerdo de aquel colegio y de los severos castigos que nos suministraban algunos profesores por enredar o por no sabernos la lección. Recuerdo que nos hablaban de las terribles penas del infierno que nos esperaban si nos tocábamos. Los curas nos decían que además podríamos dañarnos la vista y hasta quedarnos ciegos. A mí siempre me llamó la atención que casi todos ellos llevasen gafas. También recuerdo que fui creciendo y que dejé de creer en muchas cosas y, sobre todo, en ciertas personas. 

Los chicos de entonces no teníamos consola, solo el parchís y el juego de la oca. La tele era en blanco y negro y llegó a tener dos canales, el normal y el UHF. Había pocos programas exclusivamente para niños. No nos perdíamos los dibujos animados, ni Bonanza, ni Los Intocables. Nos cagábamos de miedo viendo Rumbo a lo desconocido, con unos marcianos muy graciosos y gente que hablaba un español importado de México o Puerto Rico, como Perry Mason, el famoso abogado criminalista.

Recuerdo que merendábamos pan con chocolate. Había una marca horrible que se llamaba Vitacal, un sucedáneo áspero y de aspecto terroso. Los chicos decíamos: "chaval, toma Vitacal, que el culo te huele mal." Si teníamos alguna peseta disponible comprábamos regaliz o pipas o pastillas de leche de burra. Esas eran las chuches de entonces. Jugábamos mucho en la calle hasta que nos llamaban nuestros padres. 

En casa no teníamos un cuarto para cada uno, ni ordenador, ni móvil, pero las noticias volaban y nos llegaban rápidamente, como aquel día en que asesinaron a Sharon Tate los del clan Manson. También supimos cuando Massiel ganó el festival de Eurovisión, mientras en el mundo estaban pasando cosas muy gordas, en Vietnam, en París, en los EEUU… Bueno, de eso no estábamos al tanto, pero no era culpa nuestra. 

Recuerdo que carecíamos de muchas cosas de las que hoy disfrutan los niños, pero siempre estaban a mano algunos libros maravillosos: las novelas de aventuras de Salgari o de Julio Verne, las peripecias de Guillermo Brown, los tebeos de El Guerrero del antifaz o de El Jabato. Y sobre todo, teníamos mucho tiempo para disfrutar la calle y los amigos, esas tardes interminables en las que jugábamos al escondite, a las canicas o a la peonza… Podíamos compartir actividad con las niñas en plan más tranquilo y “civilizado”. Entonces solíamos acabar jugando al "balón prisionero" o al "rescate". O bien, sólo con chicos en plan bruto. En ese caso acudíamos a los platos fuertes y jugábamos al fútbol. Bueno, yo era poco “futbolero” y prefería subirme a los árboles como Tarzán o como la mona Chita. 

Recuerdo haber ido alguna vez al cine a ver películas como Quo Vadis, Ben Hur, Los Diez Mandamientos o Los cañones de Navarone. Recuerdo también los primeros cigarrillos a escondidas, comprados por unidades sueltas a la pipera del barrio. Y el olor a tabaco disimulado con el caramelo de menta que tomaba después para que en casa no notaran nada. 

Me acuerdo de la cocina de carbón y de mi madre trajinando entre cacharros, con la radio puesta, oyendo tal vez la radionovela o el consultorio de Elena Francis. 

Recuerdo alguna vez que fui un niño.