lunes, 8 de octubre de 2018

Un amigo de toda la vida





—¡Vaya cara que tienes!

Así lo soltó, sin rodeos, sin tapujos. Mirándole fijamente, sin pestañear.
No era un reproche, tampoco un cumplido.
Tantos años hacía ya que se conocían. Tantos secretos compartidos…
Resultaba curioso, pero siempre que se encontraban frente a frente, se observaban unos instantes en silencio, como estudiándose, como indagando en las pupilas, buscando complicidades antiguas, tal vez una respuesta a una pregunta nunca dicha…
Había pasado el tiempo. Ahora tenían más canas, las facciones más marcadas, más arrugas… pero había algo en las expresiones, en las miradas, que seguían siendo las de siempre. Los jóvenes que siempre fueron, con ese aire ligeramente tristón y ausente.
Y  luego estaba el tema de las aficiones, de los gustos musicales, literarios… Esa forma peculiar de entender el mundo…tan semejante.
Hasta el gusto para decorar la casa, la elección de los muebles, las paredes forradas con estanterías repletas de libros…
—¡Vaya cara que tienes! Hasta te han salido patas de gallo. Se ve que los años no pasan en balde.
Lo decía sin apartar los ojos de su mirada. De frente. Como debe ser.
Muchas veces no necesitaban ni hablar para saber qué pensaban el uno del otro.
Y ahora estaban ahí, frente a frente. Un rato largo contemplándose.
Luego, con un gesto simétrico y sincronizado, ladearon la cabeza y dejaron de mirarse; se pusieron al unísono el abrigo, idéntico en forma y color; cogieron de la mesita del recibidor sus respectivos manojos de llaves, también idénticos; abrieron a la vez la puerta que daba a la calle, la misma puerta y la misma calle, y salieron, dejando atrás el espejo de cuerpo entero de la entrada del apartamento donde Manuel se había entretenido mirándose un rato.
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Texto publicado hoy en La Charca Literaria



lunes, 1 de octubre de 2018

Cada noche


El buitre leonado que venía cada noche a visitarle tenía las plumas con todas las tonalidades del arco iris. Salvo su gorguera, que mostraba un discreto marrón claro tirando a blanco, el resto del plumaje ofrecía un colorido que iba desde el violeta hasta el rojo pasando por el amarillo y el verde.
Damián vivía solo, en una vieja y pequeña casa compuesta de dos piezas: un dormitorio con baño y una especie de sala de estar con una diminuta cocina adosada a un lado. Este era su hogar desde hacía mucho tiempo, desde que su mujer le abandonó.
El buitre leonado siempre se presentaba puntual, cuando Damián se acostaba y entraba, amodorrado y tranquilo, en ese estado previo a quedarse dormido, poco antes de que el reloj diera las doce. Llegaba sin saberse de dónde y se aposentaba en los barrotes metálicos del pie de la cama. Allí quieto, con las plumas recogidas, como un guardián que velara sus sueños. Damián entonces se dormía confiado, se desvanecía más bien. Y el buitre quedaba revoloteando y planeando un rato encima de la cama, tan solo por obra y gracia de la imaginación del que empezaba a adentrarse en la profundidad de las sombras. Y Damián se deslizaba por un tobogán y llegaba con su sopor hasta lo más hondo. Y una vez allí, el buitre comenzaba su labor. Se aproximaba al cuerpo rendido, inconsciente y ajeno a todo, picoteaba en su piel, en su mente, en sus ojos, en sus intestinos, en su páncreas, en su hígado… noche tras noche, hasta que una mañana ya no hubo un nuevo despertar y el buitre se marchó en busca de otra presa nueva a la que visitar en horas de oscuridad, soledad y alcohol.

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jueves, 13 de septiembre de 2018

Cómo ser un auténtico percebe



Comúnmente denominamos “percebe” a sujetos un poco alelados, bobos o que les falta un hervor. Una especie de insulto que define de alguna manera a la persona sobre la que hablamos: ¡ese tío es un percebe!

El percebe es ese animal con pezuña que parece cualquier cosa menos un animal, porque no tiene extremidades, se alimenta por filtración del plancton y pasa su vida adulta inmóvil y adherido por un pedúnculo a una roca, sin moverse. La uña arriba, donde debería tener la cabeza, para protegerse de un posible ataque. Esa parte protegida es la que encierra la mayor parte de sus órganos y aparatos vitales: el digestivo, el respiratorio, el circulatorio, el reproductor... Aunque es hermafrodita no puede autofecundarse. Se necesitan dos especímenes.  Uno hace de macho y el otro de hembra. No sé quién decide el papel de cada uno, si lo echan a suertes o qué. La cópula se realiza —y a distancia— entre marzo y septiembre. Los huevos fecundados eclosionan en el agua. Las larvas liberadas en la eclosión se mezclan con el plancton. Y ya todo es cuestión de suerte.

El percebe tiene más pene que cuerpo. Pero no tanto como se cuenta por ahí. Para hacernos una idea, si fuéramos un percebe, nuestro pene mediría 2,70 metros. Eso ya sería presumir de miembro. Aunque quiero pensar que si nos arrancaran las percebeiras a la fuerza de nuestra casa, nos llevaran en cestos o en camiones frigoríficos al mercado, nos pusieran hielo y nos metieran en agua hirviendo con sal, nuestra “hombría”, a esas alturas,  más que pene lo que daría es pena.


Texto publicado en La Charca Literaria
http://lacharcaliteraria.com/


lunes, 3 de septiembre de 2018

Hombre solo



Me contaba Juan algunos trucos que realizaba cuando su mujer se iba unos días de vacaciones con los niños al pueblo de sus padres y él se quedaba de “Rodríguez”, solo en casa. Teresa  le dejaba preparadas dos cazuelas para la semana que iba a estar fuera. Una de carne con tomate y otra de pollo en salsa. Cuando llegaba la hora de comer, armado con una cuchara, se sentaba en el suelo y abría la puerta del frigo, cogía una cerveza y echaba un buen trago. Aprovechaba que estaba solo y no daba mal ejemplo a los niños y soltaba un sonoro eructo; luego abría una de las cazuelas y allí mismo metía ocho o diez veces la cuchara y se comía, sin calentar ni servir en un plato, lo que consideraba oportuno. Vuelta a cerrar la cazuela y el frigorífico.  Hasta la noche, cuando repetía la operación. Así cada día.
También me contaba su método para secar rápidamente los calzoncillos.
Después de darles la vuelta dos veces, lo de fuera para dentro y lo de delante para atrás, llegaba la hora de lavarlos a mano, en el fregadero, junto a la taza, a la cafetera y al cazo de la leche del desayuno, para matar dos pájaros de un tiro, con un buen chorro del concentrado verde para la vajilla.
Luego, una vez que los escurría bien, encendía la tostadora de pan y la cubría con papel de aluminio, y colocaba encima los calzoncillos, procurando darles la vuelta de vez en cuando para que no se tostaran.
También tenía otro método para reutilizar los calcetines usados.
Tras ponerse los calcetines tres días seguidos, que se quedaban secos y tiesos como si tuvieran almidón, imposible de reutilizar una vez más, el primer paso sería rociarlos con el antitranspirante para los pies o, como aconsejaba O'Rourke en su libro "Cómo tener la casa como un cerdo", embadurnarlos con desodorante de barra antes de volver a enfundárselos.
—Entran más suaves —decía—. Luego, el día en que regresa la parienta, te duchas y ya te los quitas del todo y los metes en la lavadora, junto a las camisas y las sábanas, para cuando haga la colada.

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