El
buitre leonado que venía cada noche a visitarle tenía las plumas con todas las
tonalidades del arco iris. Salvo su gorguera, que mostraba un discreto marrón
claro tirando a blanco, el resto del plumaje ofrecía un colorido que iba desde
el violeta hasta el rojo pasando por el amarillo y el verde.
Damián
vivía solo, en una vieja y pequeña casa compuesta de dos piezas: un dormitorio con
baño y una especie de sala de estar con una diminuta cocina adosada a un lado.
Este era su hogar desde hacía mucho tiempo, desde que su mujer le abandonó.
El
buitre leonado siempre se presentaba puntual, cuando Damián se acostaba y
entraba, amodorrado y tranquilo, en ese estado previo a quedarse dormido, poco antes de que el reloj diera las doce.
Llegaba sin saberse de dónde y se aposentaba en los barrotes metálicos del pie de
la cama. Allí quieto, con las plumas recogidas, como un guardián que velara sus
sueños. Damián entonces se dormía confiado, se desvanecía más bien. Y el buitre
quedaba revoloteando y planeando un rato encima de la cama, tan solo por obra y
gracia de la imaginación del que empezaba a adentrarse en la profundidad de las
sombras. Y Damián se deslizaba por un tobogán y llegaba con su sopor hasta lo
más hondo. Y una vez allí, el buitre comenzaba su labor. Se aproximaba al
cuerpo rendido, inconsciente y ajeno a todo, picoteaba en su piel, en su mente, en sus ojos,
en sus intestinos, en su páncreas, en su hígado…
noche tras noche, hasta que una mañana ya no hubo un nuevo despertar y el
buitre se marchó en busca de otra presa nueva a la que visitar en horas de
oscuridad, soledad y alcohol.
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Registrado en Safe Creative, bajo licencia
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