Volvió a intervenir el médico Francesco:
-La historia que nos cuenta el señor Sandler me
ha venido a confirmar una idea que siempre ha rondado por mi cabeza: cuando una
crisis terrible se abate sobre la población, siempre hay quien, de forma
interesada, busca un culpable para que canalice el malestar y la ira popular,
evitando que la población pida explicaciones a las autoridades. En el caso que
yo viví, también fueron los judíos los elegidos para que pagaran los platos
rotos. Se les acusó, entre otras razones, de haber envenenado los pozos. Hubo
persecuciones y muchos murieron por ello.
Habló también Víctor Hugo:
-Mi lucha por la libertad, más literaria que
otra cosa, fue para restituir la dignidad a los desposeídos, a los miserables, a los que nunca ganaron la
revolución aunque fueron utilizados para pelear por ella, a los que nunca Francia
les premió su sacrificio a pesar de que dieron la vida por la dignidad humana y
por la libertad de todos. Faltaba un poco de sensibilidad social hacia los
menos favorecidos.
-De eso también sé algo- intervino Espronceda-.
Cuando se es joven con ideales se emprenden las más arriesgadas misiones aunque
te vaya la vida en ello. Yo fui a Francia, acudiendo a la llamada de la
revolución. Me encontré allí con un pueblo entusiasta que tenía muy claros sus
ideales. Y me uní a su gloriosa causa. Allí conocí precisamente a este hombre
que os acaba de hablar, a Víctor Hugo, y de él aprendí muchas cosas. No me
arrepiento en nada de lo que hice allí, atendiendo más a mi corazón que a mis
intereses.
En la pantalla se suceden cada dos o tres
segundos imágenes relacionadas con los movimientos revolucionarios en Francia.
La última de todas es un cuadro de Delacroix, “La libertad guiando al pueblo”.
Después sobreviene un fundido de imagen y a continuación aparece un imponente
barco pirata abriéndose camino entre la espuma del mar, con un texto
sobreimpreso en la imagen: nada menos que un fragmento de “La canción del
pirata” de José de Espronceda…

-Yo, en el fondo, fui un sentimental- apostilló
Bart, quien no puede disimular una sonrisa de satisfacción-. Tenía que mostrarme duro e implacable con mis hombres;
pues no respetarían nunca a un capitán blando; pero lo mío era la música, las
noches de luna llena desde la proa del barco, la poesía… ¿Pero qué podía hacer?
Me metí en el mundo de la piratería porque me pusieron las cosas muy difíciles.
Y lo único que conocía era el mar, el mundo de la navegación, luchar contra los
elementos y contra nuestros enemigos. Elegir este camino fue el más fácil para
mí, aunque sabía que mi vida iba a ser breve; pero, eso sí, muy entretenida. Y en
la piratería me sentía libre, surcando los mares sin atarme ni a gobiernos ni a
leyes. Yo era el amo. Y todos me temían. Y mis hombres me respetaban.
-Sin dignidad no hay libertad posible- apuntó
Katia-. A mí me secuestraron y me quitaron lo más preciado que puede tener una persona. Me
convertí en una esclava en una época en la que se supone que estaba abolida la
esclavitud. De una joven con sueños que pensaba en mejorar mi futuro lejos de
casa, pasé a ser un objeto para satisfacer los deseos de otros. Afortunadamente
para mí, aquello solo fue un capítulo desagradable de mi vida. Luego, las cosas
me empezaron a ir mejor. Logré escapar de aquello. Conseguí un trabajo, una
casa, formé una familia… Y lo más importante, morí de muerte natural, en mi
cama, rodeada de los míos. La libertad para mí fue algo más que una bella
palabra.
-Por la libertad debemos dar lo mejor de cada
uno, incluso la vida, porque es un don que hemos recibido. No hay ningún tesoro
en la Tierra que se le iguale. Yo sufrí cautiverio en Argel y sé lo que es
vivir padeciendo su falta -señaló
Cervantes, tras acompañar con un movimiento de cabeza, asintiendo de corazón,
las palabras de Katia, pues en la historia de la chica rusa vio reflejada, de
alguna manera, la suya.
Se hizo un silencio denso, largo, que casi se
podía palpar y que sólo se rompió cuando el sonido de unos tambores llenó la
sala. En la pantalla, una panorámica de las llanuras americanas. Con tono
tranquilo pero grave el gran jefe sioux comenzó a hablar:
-Vivíamos felices en nuestras praderas hasta
que el hombre blanco, con argucias y falsas promesas, nos las arrebató.
Quisieron incluso rendirnos por el hambre, matando las reservas de bisontes.
Nosotros no pedíamos mucho. Sólo seguir siendo libres y ver crecer a nuestros
hijos -dijo Toro Sentado-; pero el hombre blanco nos traicionó, nos engañó y
después masacró a nuestra gente. Los que
nos echaron de nuestras tierras escribieron su historia con páginas de sangre.
Hablaban de libertad, de derechos, de felicidad, de prosperidad, de paz… pero
nosotros fuimos excluidos de esa fiesta. Les estorbábamos. Y según creo no
fuimos los únicos.
-No, no fuisteis los únicos en ser engañados,
en ser tratados como animales –ahora es el morisco Alí al Baari quien habla-.
Nosotros, nuestros padres y nuestros abuelos, todos nacimos en la tierra de la
que nos expulsaron. Muchos no llegaron ni siquiera a coger el barco que nos
llevaría a lejanas tierras. Algunos fueron asaltados por el camino y fueron
robados y degollados como corderos por gente sedienta de sangre, con el
consentimiento de los que gobernaban España. Tampoco se escribe la historia con
la sangre de los inocentes si la historia pretende ser decente.