jueves, 27 de noviembre de 2025

Don Bermudo y doña Veremunda

 


Aquí se narra la tórrida historia de don Bermudo y doña Veremunda, esposa de don Guzmán de Uribe, marqués de Silo Seco.

Por Bernaldo de Uribe, para servir a Dios y a ustedes.


Tras encontrarme en el Parador de Turismo al fantasma de don Bermudo (1), decidí investigar por mi cuenta para completar la información sobre mis antepasados. Y tras hojear la Wikipedia, el OK diario y otras fuentes fiables, topé con noticias jugosas.

Don Bermudo, amigo personal de don Guzmán, frecuentaba mucho el castillo y gustaba de la grata compañía de su amigo y de la esposa de este, la cual no era ajena a las miradas algo indiscretas que el conde le dedicaba, pues ella era joven y lozana, en edad de merecer, de buen ver y mejor catar. Y el duque, algo confiado y ciego, no sospechaba que en aquellos encuentros amistosos se comenzaba a fraguar una relación adúltera que pondría todo patas arriba. Pues es cosa sabida que don Bermudo aprovechaba la mínima ocasión para visitar a doña Veremunda y lanzarle palabras con doble sentido y miradas cargadas de deseo. 

Omitiré algunos lances escabrosos de esta tormentosa relación del conde con la esposa adúltera, pues es de caballeros decentes guardar recato y contención donde otros mostraron locura y falta de respeto, lanzándose como jauría de perros hambrientos al desenfreno y a la lascivia, permitiendo que el instinto se impusiera a la cordura, la pasión a la razón y la desmesura a la templanza.

Un buen día, aprovechando que don Guzmán andaba por tierras lejanas batallando contra sus enemigos, doña Veremunda y don Bermudo no desdeñaron momento tan oportuno para darse un homenaje en la torre del ídem del imponente castillo.

Don Bermudo, don Bermudo,
caballero aguerrido,
quién tuviera cada noche
la dicha de estar contigo.
Válgame Dios, don Bermudo,
cuerpo que tienes tan lindo.
Ven que te toque y te bese,
ahora que Guzmán se ha ido

¡Ay, mi doña Veremunda,
qué suerte ser vuestro amigo!
¡Qué gusto la de gozarte
como si fuera marido!
¡Muéstrame presto tus carnes!
¡Abrázame, dame abrigo!
Esclavo vuestro seré.
¿El lecho será mullido?

Don Bermudo, don Bermudo,
de vuestro amor he aprendido
la dulzura de unos besos
y otras cosas que no digo.
Dese priesa con las calzas
quítese presto el vestido
fuera la cota de mallas..
Desenvaine, dulce amigo..

Al tiempo que me desnudo,
contemplo tu cuerpo lindo,
tus carnes blancas y magras,
tus ojos, tus labios finos.
Presto, ven conmigo al lecho.
Ya lo tengo decidido:
plantaré mi mejor árbol
en tu jardín florecido.

(Se oye ruido y voces a través de la ventana. Ella, asustada):

Pero qué jaleo es ese
que suena por el castillo.
¡Cielos, Guzmán que regresa!
Y ahora que leches le digo.

Dile que estabas enferma
y en la cama te has metido.
Yo salgo por la ventana
Me voy por donde he venido.

(Vase)

Ya sabemos el final. Don Bermudo fue pillado mientras se descolgaba por la ventana. Es decir, con las manos en la masa. Fue apresado, engrillado y encadenado en una fría mazmorra durante el resto de sus días. Luego, su fantasma vagó solitario por las galerías del Parador de Turismo, otrora castillo, hasta que tuvo la fortuna de toparse conmigo.


1.- https://latinajadediogenes.blogspot.com/2019/12/el-fantasma-del-parador-de-turismo.html

lunes, 24 de noviembre de 2025

En tu casa o en la mía

 


Fue muy divertido aquello que ocurrió con unos amigos de Madrid que vinieron a comer a mi casa del pueblo y trajeron como presente un queso, meticulosamente envuelto.

No te creas que lo compré en mi barrio —se sinceró él—. Lo he traído de una tienda que hay en la localidad de la sierra donde veranean mis padres. Es una tienda especializada en quesos y embutidos. Y este es el que siempre compramos cuando vamos por allí.

Al quitarle el envoltorio, nos entró la risa cuando comprobamos que ese queso, semicurado y viajero, no era de fabricación serrana, sino que había sido elaborado nada más y nada menos en una quesería del lugar donde vivíamos. Es decir que había viajado a diferentes sitios de nuestra geografía y por obra y gracia de la casualidad había acabado su recorrido en su propio lugar de origen. Un trayecto muy tonto, innecesario diría yo, de ida y vuelta. Pensamos que era demasiado trajín para un simple queso. Nos reíamos mucho con los amigos con aquella anécdota que gustábamos recordar de vez en cuando:

Nació aquí y aquí vino a morir. No quiso acabar sus días lejos de casa. Un queso muy patriota. Brindo por él —decía yo levantando mi copa.

Esto viene al caso por el asunto de la botella de vino, viajera también. Hablando de regalos cuando vas a casa de alguien, es costumbre arraigada en muchos países, entre ellos el nuestro, llevar una botella cuando te invitan a comer o a cenar.

La verdad es que aquella botella que llevé a la cena de cumpleaños de Adela no la compré. Me la regaló un sobrino postizo, experto en la cata de buenos caldos. Era un Artadi, un gran reserva de la Rioja alavesa, cosecha de 2017. Unos 45 o 50 pavos.

En ese momento estaba tomando antibióticos y no era procedente ponerme a tomar vino. Así que aplacé abrirla. Decidí esperar para bebérmela más adelante o usarla en su momento también como regalo. Y eso fue lo que finalmente hice. La llevé a casa de Adela cuidadosamente envuelta en una bolsa de papel, como si acabase de comprarla.

Pasó el tiempo, y al cabo de los meses vino la sorpresa. En una fiesta de aniversario de unos amigos reparé en el surtido de bebidas dispuestas sobre una mesita auxiliar del comedor y, en ese preciso momento, me di de bruces con mi botella. Comprendí entonces que aquella infatigable viajera había ido de casa en casa, de fiesta en fiesta, testigo sin duda de mil situaciones, de mil conversaciones, de encuentros y desencuentros. Y ella, incólume, asistiendo al sacrificio caprichoso de otras compañeras, más económicas sin duda, que serían abiertas y bebidas mientras la mía, la de cincuenta pavos, se salvaría reservada para mejor ocasión…

Al contemplar aquel día mi Artadi Gran Reserva pasé del asombro a la estupefacción cuando mi mirada reparó en Adela, invitada también a la fiesta y que, percatándose plenamente de mi desconcierto, no me quitaba ojo. No parecía sentirse incómoda ni culpable sino partícipe de un ritual que compartíamos. Entonces comprendí dos cosas. La primera es que ambos éramos cómplices silenciosos de un juego practicado por muchos y, la segunda, que aquel vino caro que pasaba de mano en mano cambiando continuamente de destino posiblemente no sería bebido jamás por nadie. Fue en ese momento cuando Adela se me adelantó, se acercó a la mesita, echó mano al sacacorchos, abrió la botella y, guiñándome un ojo, escanció parte de su contenido en dos copas.

viernes, 21 de noviembre de 2025

La gripe



Fuente de la imagen:OMS. 0

https://share.google/K8gUYiGdnNXyWJtyG


La gripe siempre está desgraciadamente de moda.

Por si las moscas yo me vacuno cada año.
En 2013, en este blog, hice una entrada sobre la mal llamada gripe española, esa que padecimos en plena Primera Guerra Mundial:

Se denominó “gripe española” porque aquí los diarios hablaban libremente de ella, sin la censura que otros medios informativos padecían en el resto de Europa por causa de la guerra. Los gobiernos de los países que combatían no estaban dispuestos a que sus soldados se desmoralizaran al enterarse de que además de sus enemigos militares había otro igualmente peligroso y mortífero. De ahí la censura informativa.

No te pierdas la entrada y menos los comentarios. Algunos de ellos parecen premoniciones de lo que pasamos años después con el Covid.
Si quieres dejar un comentario puedes hacerlo aquí o en la entrada de aquel año, como viajero del tiempo.

https://latinajadediogenes.blogspot.com/2013/05/la-gripe-espanola.html?m=0

lunes, 17 de noviembre de 2025

El monstruo

 

Aprovecho el tirón de la película de Guillermo del Toro para retomar una vieja entrada mía.


El monstruo 


Hacía un frío que pelaba en aquel viejo caserón a las afueras de Londres.

Un cielo encapotado con un manto gris amenazaba lluvia.

Anochecía.

Al poco estalló la tormenta.

Dentro de la mansión alguien andaba frenético entre máquinas, manuales de anatomía, cables, probetas y tubos de ensayo. Era el doctor Víctor Madenstein, un hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, que trasteaba en su laboratorio. Junto a él, un ser descomunal atado con correas sobre una tabla horizontal que hacía las veces de camilla. Sus muñecas y sus tobillos se mostraban sujetos a unas abrazaderas metálicas de las que salían unos cables que iban a parar a una consola cercana formada por un sinfín de botones, llaves y palancas.

Atrás quedaron los días de los preparativos: noches interminables a la luz de una vela consultando viejos manuales de anatomía, el saqueo de las tumbas en busca de cadáveres frescos y adecuados, y todo eso que aparece en las películas alusivas durante la primera media hora de proyección para ir abriendo boca.

Ahora era el momento definitivo. Aquel ser inerte que yacía en la improvisada camilla, fruto de tantas horas de experimentos y ensayos, era el resultado de un proceso que en ese momento llegaba a su recta final. La hora de la verdad había llegado.

Y aquella era la tormenta esperada, la tormenta perfecta. El ruido de los truenos servía de banda sonora y telón de fondo para la situación que estaba teniendo lugar.

De pronto, un relámpago iluminó violentamente la sala, una escena en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Una luz pálida procedente de la claraboya del techo alumbró por un momento el cuerpo yacente. ¡El rayo había caído precisamente sobre el tejado! Y desde  el pararrayos exterior se comunicó con el interior del laboratorio a través de los cables dispuestos para tal fin. La descarga sacudió violentamente al gigante que estaba tumbado.

¡Lo conseguí! dijo entusiasmado el doctor cuando percibió un leve movimiento en los párpados del ser aquel.

Y el doctor Madenstein, aquel hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, lloró de alegría, como llora una madre cuando recibe en sus brazos el fruto que se gestó durante nueve meses en su vientre.

Deslumbrado por la situación, se quedó con los ojos muy abiertos mirando su obra. Aquella criatura le pareció bella, a pesar de su metro noventa y ocho, sus cicatrices, sus remaches y tornillos, sus zapatones y su pelo recortado a trasquilones. El monstruo abrió primero un ojo, después el otro, y se quedó mirando fíjamente a Víctor Madenstein. Luego, tras emitir una especie de carraspeo, se incorporó, rompiendo correas y abrazaderas, y dijo:

¿Cuál es mi estatus? ¿Nacido? ¿Adoptado? ¿Fabricado? ¿Con cuántos años nazco? ¿Debo ser considerado menor de edad? ¿Serás mi tutor? Espero haber caído en la familia adecuada y que mi padre, presuntamente tú, sea una persona responsable que me dé buen ejemplo y atienda mis necesidades. Espero que lo mío sea legal. No vaya a ser que salga por ahí algún heredero y me líe alguna por nacimiento ilegítimo. Anda que te has lucido: ¿No había otro más feo en el cementerio? Ya te vale, tacañón. Me has hecho de recortes de saldo. El flequillo cortado a bocados, como si fuera un antisistema, es de juzgado de guardia. Digo yo que me podrías haber buscado una ropa de mi medida. Esta chaqueta me queda corta y tiene más mierda que el sobaco de una mona. 

Y fue en ese momento, en ese preciso momento, cuando Víctor Madenstein, el hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, comprendió que se había equivocado y que tarde o temprano tendría que deshacerse de su obra, lo cual ocurrió poco después, cuando el monstruo se dedicara a sembrar el pánico por la localidad haciendo de las suyas. Fue muy sencillo: le retiró la asignación semanal y le confiscó la Play Station y el móvil. Desesperado, se fue de casa.

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Y que Mary Shelley, Boris Karloff y Guillermo del Toro me perdonen por esta relectura descabellada.


jueves, 13 de noviembre de 2025

Los bonitos cuentos de la infancia 2

 


Ilustración de Arthur Rackman
(El texto no)


Los cuentos infantiles son esas cosas que, entre “érase una vez” y “comieron perdices”, se puede rellenar lo de dentro al antojo del autor. Eso sí, en todo cuento que se precie debe haber una buena dosis de misterio, sensiblería, intriga, penas, seres malvados… Y hasta una moraleja para el lector, faltaría más. Que lo leído, además de entretener, debe ofrecernos alguna enseñanza.

¿Quién no recuerda el impacto emocional de algún cuento de la infancia? Rememoro ahora la historia de una ballenita perdida por su madre despistada en medio del océano y el berrinche que me llevé según me contaba el asunto la tata Antonia, una mujer mayor que se regodeaba sádicamente de mis pucheros. Porque antes de venir a menos yo fui un señorito de los de tata en casa. Y ella debía cobrar poco y se vengaba haciéndome rabiar.



Gustave Doré


¿Será por eso que la inmensa mayoría de los cuentos infantiles son terribles, rozando algunos el sadismo? Blancanieves, Cenicienta, Caperucita Roja, la Bella Durmiente, Pulgarcito, Rapunzel o Hansel y Gretel. Niños abandonados, mocita que debe atravesar el bosque oscuro para ir al encuentro de su abuelita, niña maltratada por su madrastra y por las harpías de sus hermanastras, jovenzuela envenenada y que entra en coma por una manzana en mal estado, una bruja que se quiere comer a los hermanos abandonados por sus padres, un ogro que idem de lo mismo… Y detrás de todo ello posiblemente empleados mal pagados, sádicos vengativos que perseguían asustar a los nenes para que se quedaran paralizados de miedo. Como la tata Antonia.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Los bonitos cuentos de la infancia 1

 Caperucita Roja



Caperucita aguardaba sentada junto a la mesa camilla. La abuelita seguía en la cama y parecía dormida, ajena a todo.

La niña sujetaba entre sus piernas la escopeta, todavía humeante. Mientras, en la cocina, el lobo preparaba el café.


viernes, 7 de noviembre de 2025

Gramática parda. Oraciones 2

 


Tan solo una oración.


El autócrata aquel, presidente de la nación, tirano por la gracia de Dios, padre de la patria, amo de vidas y haciendas ajenas, tras tomar una opípara cena, regada con una botella de vino tinto de crianza de la mejor añada, y tras dictar a su secretario las órdenes pertinentes para el día siguiente, destacando entre otras: recompensar a Humberto Gutiérrez, marqués del Seto Seco, chivato y correveidile, por su apreciable labor de espía entre los miembros de la alta nobleza, promoviéndolo en su escalafón al grado de generalato; indemnizar a la viuda de don Cosme Garrido Gutiérrez, capitán de infantería fallecido en atentado terrorista, por los servicios prestados a la patria por el oficial finado; degradar al rango de soldado raso al comandante Luis Menéndez Soseras, por indisciplina manifiesta al negarse a cortar el pelo al cero a los reclutas del último reemplazo; castigar al ayudante de cocina, con la severa pena de cuatro latigazos, tirón de orejas, colleja en el cogote, amonestación verbal y patada vejatoria en el culo, por cometer la imprudencia de excederse con la sal en las comidas de palacio, a sabiendas de la hipertensión del benefactor de la república; expulsar del país, con carácter indefinido e inapelable, a Eulogio Martín Simón, mozo de cuadra, tras ser sorprendido en las caballerizas robando parte del forraje destinado a la comida de los caballos del excelentísimo presidente de la nación; detener a Segismundo Fernández por alta traición a la patria, dadas sus repetidas quejas por su precaria situación económica, proferidas en cualquier momento y lugar, un mal ejemplo para el resto de sus compatriotas, una actitud nada edificante ni positiva; encarcelar a Agapito Gutiérrez Sánchez por el hurto de un pan en el mercado; mandar al paro a Mercedes García Mediavilla, fámula de la casa del presidente, por sisar media docena de huevos para consumo propio; suministrar a Casimiro Laflor una tanda de cuarenta azotes con zapatilla de esparto por haber mantenido en el corral relaciones ilícitas y deplorables con una lechona (sin preservativo y sin mascarilla); degradar al rango de monaguillo al cura de la iglesia de san Teófilo por no citar en la Santa Misa el nombre del padre de la patria, como es cosa obligatoria en todos los templos del territorio nacional; llevar a efecto la orden de ejecución de gente reincidente, indeseable y torpe en sus hábitos, según listado adjunto: disidentes, malhechores, truhanes, trileros, tahúres, falsos magos, estafadores, opositores políticos, escribidores de medio pelo…; etc., se encaminó hacia sus aposentos para disfrutar del sueño reparador de los hombres justos y de conciencia tranquila, no sin antes haber elevado una oración a su benefactor allá en los cielos.

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Para los que no quieran perder tiempo: la oración, la gramatical, puede reducirse a lo que está en negrita. 

lunes, 3 de noviembre de 2025

Autómata

 


Impasible era la palabra. Falta de emociones, de sensibilidad ante las cosas, ante los problemas ajenos, como si fuera una máquina… Aparentemente era eso, con esa inexpresividad, esa falta de gestos, esa…, digamos, inmovilidad facial y de actitud, ese silencio cada vez que Germán le contaba sus problemas cotidianos, el follón con aquel cliente, la bronca del jefe… Pero no era justo, su escasez de aspavientos, de gestos o de comentarios no se debía a que le resbalaran las cuitas ajenas, simplemente se comportaba como lo que era, un ser tímido, una esponja, porque su aparente pasotismo disfrazaba la otra realidad: todo lo absorbía, incluso los problemas ajenos, solo que no lo parecía. Su silencio era interpretado como apatía y distancia, pero no quedaba indemne nunca. También era consciente de que, para su pareja, formaba parte del mobiliario de la casa, como la cafetera, el microondas o la termomix. Desde que se quedó sin trabajo, se convirtió en la encargada exclusiva de las faenas domésticas: planchar, cocinar, ir al mercado... El que traía el dinero a casa era Germán, y era muy exigente.

Y estaba ahora ahí, ante él, sobrepasada por su elocuente verborrea, sin saber qué decir, que no se interpretara mal, con esa cara de víctima incomprendida aguantando el chaparrón. Que si te da igual lo que me pase, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá… Quería decirle que no era así, sino todo lo contrario, que sus problemas con el jefe y con los de la empresa de telefonía móvil que siempre le llamaban cuando estaba echado a la siesta claro que le importaban.

—¿Escuchas cuando te hablo?

—Claro que sí, Germán.

Le daban ganas de mandarle a paseo. Pero le faltaba voluntad. En los últimos tiempos se había convertido en una autómata. Solo sabía obedecer órdenes y aguantar la bronca cada vez que él tenía un mal día , pagándolo con ella, hablándole con dureza...

—Claro que te escucho, Germán.

—¡Quién lo diría! Ni una sola expresión de tu cara lo demuestra. Estás ahí impávida, indolente, inexpresiva, como un vegetal, como un robot sin sentimientos… Muchas veces pienso que no corre sangre por tus venas, sino horchata. Entre tú y la esponja del baño no veo gran diferencia. A veces creo que convivo con una lavadora. Anda, muévete, haz algo. Al menos pon la mesa. ¡Qué mujer, por Dios!

Entonces, ella reaccionó por fin. Se levantó decidida hacia donde estaba él, le miró fíjamente con frialdad, le puso una mano en el hombro, la deslizó hacia su nuca, bajó el dedo índice por su cuello y se detuvo en el punto donde se encontraba el botón. Lo desconectó.